Entre la consolidación de la decadencia, y la esperanza
Contra el orden pobrista, solo una nueva política podría sentar las bases de un país distinto
Jorge Ossona
Entre la pobreza y la esperanza....Alfredo Sábat
Mirada en perspectiva histórica, la Argentina constituye un notable caso de empobrecimiento colectivo. Es difícil percibirlo recorriendo sus barrios residenciales indiscernibles de los países más desarrollados del mundo. El cambio estriba en que hasta hace unas pocas décadas constituían solo el vértice de una pirámide cuya base que se renovaba permanentemente merced al ascenso social. Hoy, a solo unos pocos kilómetros de allí se han configurado barriadas semejantes a las de las zonas más atrasadas del mundo; al tiempo que las de clase media disimulan una homogeneidad desmentida por el mantenimiento diferencial de las viviendas.
La pobreza es un concepto polidimensional que abarca a la economía, la cultura y la política. El caso argentino recorre todo ese largo espinel. La primera produce la misma cantidad de bienes que hace 15 años con un PBI per capita similar al de hace 50. No es difícil colegir su consecuencia: ni siquiera acompaña al crecimiento vegetativo de la población dejando a nuevos segmentos fuera del mapa de la formalidad. En el orden político, la ley, principio rector de la convivencia civilizada, es un valor relativo confirmado por la impunidad de ataques terroristas, la muerte dudosa de un fiscal de la Nación, o la oscura adquisición de vacunas durante la actual pandemia.
En el plano estrictamente social, las cifras del propio índice oficial son contundentes. En el país más integrado y próspero de América Latina hasta hace cincuenta años, el 44% de la población no puede satisfacer necesidades básicas. Lo más grave es su proyección infantil, predictiva del futuro: se amplía hasta el 60% en el Noroeste, el 62% en el Nordeste, el 65% en el AMBA y el 72% en el conurbano bonaerense. Confluyen allí una minoría de trabajadores formales pero de ingresos restringidos por asistir a familiares al borde o excluidos, empleados públicos y jubilados cuyos ingresos registran en lo que va del año un retraso del 6 % respecto de la inflación, y un enorme universo de autónomos, monotributistas, cuentapropistas y pequeños comerciantes que basculan entre la dignidad autónoma y la necesidad de asistencia estatal. Esta última es relativamente generosa para los grupos encuadrados por la política; aunque aun así insuficiente y complementada mediante trabajos temporarios para no caer en la indigencia.
Pero a diferencia de lo temido hacia los comienzos de la democracia, el país pobre es, sin embargo, notablemente gobernable mediante un arte administrativo que combina subsidios con abundantes bienes simbólicos. Un recurso cultivado en dosis homeopáticas desde la educación y los discursos políticos que componen un sentido común mayoritario; particularmente en los jóvenes. Supone la victoria cultural del rancio nacionalismo reaccionario y antiprogresista acuñado por minorías resentidas o asustadas hace un siglo; conjugado desde los 2000 por los mitos heroicos de los 70 que hacia el fin de la última dictadura militar concitaban el rechazo colectivo.
La secuencia del concepto de “pueblo” ilustra la pauperización. Los trabajadores formales “humildes” pero prósperos, sanos y festivamente felices del redistribucionismo justicialista de los 40 han transitado hacia “los que menos tienen”. Supuestamente gestada por la venganza de los “poderes concentrados” locales y globales, a la pobreza se le asigna una superioridad ética sustentada en valores solidarios y cooperativos resguardados por sus falanges de barrabravas, militantes sociales y políticos supermillonarios “sensibles” a las necesidades de “los que menos tienen”. Su paradojal representación les permite su asistencia en dar pelea al “mal” del “poder verdadero” y de sus personeros “neoliberales”. Sin duda, una impostura propositiva que atrae a multitudes confiriéndoles sentido con sus rituales periódicos de marchas, concentraciones y fiestas culturales concebidas significativamente como “misas laicas”.
Su dominio también responde a una cultura de gestión solapada por la vertiginosidad cotidiana. Por citar solo algunos casos, por debajo de la espectacularidad simulada de las tomas de Guernica, más de un millón de personas se asentaron durante la cuarentena en distritos estratégicos para reforzar el electorado oficialista. Los 480 mil millones de pesos destinados a programas asistenciales –una cifra equivalente al 1,3% del PBI– se direccionarán hasta las próximas elecciones hacia la crucial tercera sección electoral del GBA. En el plano nacional, la nueva Ley de Biocombustibles favorece explícitamente a las provincias oficialistas azucareras del NOA en contra de las cerealeras opositoras de las del centro. Por último, los onerosos subsidios al consumo del gas para el AMBA se han extendido a varios distritos opositores de la provincia de Buenos Aires y a la conflictiva Patagonia.
A ello se le suma su inmensa capacidad para amasar poder detectando o inventado “colectivos” a los que se les confiere la representación de organizaciones sociales beneficiarias de diferentes programas; siempre listas para su movilización e incondicionales al relato oficial. Un dispositivo que se dirige a feligreses de “la verdad” en tensión permanente con diversos enemigos situados en los medios, el pensamiento libre y un poder judicial concupiscente cuya autonomía constituye una antigualla que abarca al republicanismo constitucional al que urge “actualizar”.
El talón de Aquiles del nuevo orden es la anomia macroeconómica emblematizada en la inflación; subproducto histórico de un error de cálculo sobre el curso internacional de la segunda posguerra. Su estribación distribucionista arraigó culturalmente en la conciencia colectiva a través de diversos relatos sobre un mundo injusto y temeroso de nuestro despliegue y al que aspiramos a cambiar para “el bien” global. Un providencialismo quijotesco respecto del que de poco vale contrastar con la razón, simplemente porque responde al proyecto de un nuevo orden social que disuelve al individuo en colectivos dependientes. De ahí, su identificación geopolítica con regímenes autocráticos como los de China, Rusia, Irán, Venezuela o Cuba.
Es cierto que una fracción social importante impugna este ordenamiento. Tanto como que en su interior se halla un segmento que bascula entre su adhesión y rechazo según la coyuntura económica; aunque también por la convicción resignada de que todo intento alternativo está destinado a sucumbir por la reacción furibunda de los representantes del “pueblo”. Resignación que se conjuga con la fatiga de nuestro vértigo cotidiano; otro de los secretos de este admirable arte de la dominación. Hasta la emigración diaria de los jóvenes educados se inscribe en el cálculo: bastará la partida de dos millones de estos rebeldes “conservadores” para galvanizar al régimen en ciernes.
Pero en la historia no existen destinos. Resulta inútil apostar al fin de este estado de cosas mediante estallidos sociales o alternancias electorales. Desde hace veinte años, el orden pobrista los ha resistido inconmovible. Solo una nueva política podría sentar las bases de un país distinto pero renunciando a los viejos enjuagues tan caros como contraproducentes. Una masa crítica de moderación, buena fe y paciencia dispuesta a sustanciar unas pocas reformas cruciales transgubernamentales a realizar en no menos de veinte años. En su defecto, la cultura del empate y del bloqueo reciproco, consustanciales al régimen, seguirá hundiéndonos en la decadencia.
Miembro del Club Político Argentino
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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