A FONDO
Cristian se educa por WhatsApp,
Santi, por computadora
La diferencia está generando una tragedia de desigualdad
Texto: Nicolás Cassese @nicassese / Fotos y videos: Santiago Filipuzzi @Sanfilipuzzi´
Es miércoles 19 de mayo y la consigna es usar las técnicas del impresionismo. Santi pinta un paisaje de otoño con acuarelas naranjas, verdes y amarillas. “¿Puedo hacer el cielo rosa?”, pregunta una de sus compañeras de clase, con la que está conectado de manera virtual desde su casa en La Lucila. Dos días más tarde, el viernes 21, Cristian dibuja un colectivo utilizando círculos, cuadrados y triángulos. Sentado bajo una chapa que apenas lo protege de la lluvia que azota la villa La Cava, en Fiorito, usa una regla y se concentra para cumplir la consigna que le llegó a su mamá por WhatsApp. Ambos tienen 12 años y cursan el primer año del colegio secundario de manera virtual. En el Gran Buenos Aires, las clases presenciales este año duraron solo un par de semanas. En 2020, estuvieron suspendidas desde el 20 de marzo, cuando se desató la pandemia. Santi y Cristian son parte de los 3.856.690 niños bonaerenses que desde el 19 de abril no asisten a clase por decisión del Gobierno ante el avance de la segunda ola de coronavirus, pero la concentración y el disfrute con que los dos niños encaran el ejercicio de plástica es casi la única coincidencia entre sus jornadas educativas. Dentro del universo de chicos con clases virtuales existen experiencias muy diversas, y las de ellos dos están en las antípodas. La casa de Santi tiene patio y pileta, buena conexión a internet y abundancia de dispositivos desde los cuales conectarse a sus clases. Sus padres -ambos profesionales- están capacitados para ayudarlo en la tarea y su colegio privado, el San Lucas, cuenta con la infraestructura y el personal adecuados para la virtualidad. Extraña a sus amigos y dice que quiere volver al colegio, pero su agenda escolar está cargada de encuentros a través de la pantalla con maestros y compañeros. Cristian, en cambio, duerme en un cuarto con sus ocho hermanos, su madre y su padrastro. Su entorno familiar es contenedor y trabajador, pero carece de los medios básicos para educarse a distancia. Comparten la conexión a internet con el vecino, no tienen computadora y hay un solo celular en la casa, que suele quedarse sin memoria por la cantidad de archivos de los 27 grupos de WhatsApp a los que llegan las tareas de todos los hermanos. Va a la Escuela Secundaria 67, de Villa Fiorito. Los dos son chicos queridos y cuidados, pero el amor de la extensa familia de Cristian no es suficiente para paliar la enorme brecha de desigualdad que ya existía, pero que se acrecienta con la pandemia.
CRISTIAN,12
Vive en Villa Fiorito y las tareas le llegan a un celular que comparte con sus ocho hermanos
SANTIAGO,12
Vive en La Lucila y tiene clases virtuales con una computadora
A pedido ambas familias -los Piccola, de la Lucila, y los Torres, de Villa Fiorito- aceptaron abrirnos las puertas de sus casas para que mostremos el día escolar de sus hijos. El objetivo era ver a lo largo de una jornada completa cómo la inequidad está impactando de manera dramática en la calidad de la experiencia educativa. Las diferencias son brutales. Santi participó de cinco encuentros virtuales que siguió por la computadora durante una jornada escolar de seis horas. Su día fue solitario, pero intenso. Tuvo intercambios con sus maestros y algunos, menos, con sus compañeros. Careció de la riqueza que se genera en el aula y en los recreos, pero estuvo en contacto con contenidos educativos de calidad. Cuando tuvo dudas consultó a sus docentes. No necesitó en ningún momento la ayuda de su mamá, Victoria, ni de su papá, Joe. El día escolar de Cristian, en cambio, fue mucho más difícil. Dedicó unas tres horas a hacer tareas, pero no participó de ningún encuentro virtual con sus maestros, ni con sus compañeros. Tuvo que conformarse con tratar de cumplir las consignas enviadas desde la escuela al celular, muchas de las cuales no entendió. Su madre, María, estuvo gran parte de la jornada sentada a su lado tratando de ayudarlo, pero no siempre lo logró. Ella solo estudió hasta séptimo grado. Su padrastro, Ricardo, lo apoyaba y alentaba, pero nunca estudió y no está capacitado para asistirlo en las tareas. Los problemas de Cristian no son una excepción. Según un informe del Ministerio de Educación nacional, el 58% de los chicos de secundarios estatales no tiene acceso a una computadora. Para los que concurren a instituciones privadas, la cifra se reduce al 21%. “Estamos frente a una crisis con un saldo negativo enorme en términos de aprendizajes”, explica Agustín Porres, director para América Latina de la fundación Varkey. “Los contextos de vulnerabilidad son donde la escuela resulta más necesaria. Representa la oportunidad para que los hijos superen la trayectoria de los padres”, agrega Porres, que se define como un defensor “total” de la presencialidad educativa cuando se trata de un país, como la Argentina, donde la conectividad no es una posibilidad para todos.
COMIENZO DEL DÍA
Como carece de encuentros virtuales, Cristian amanece tarde y desayuna mate cocido y galletitas. Santi tiene su primera clase a las 8
La jornada de Santi arranca temprano. A las 7.30 desayuna cereales y jugo de naranja. Viste jogging y no lleva zapatillas ni medias. Vito, un pequeño perro raza Schnauzer, reclama su primer paseo. Joe tiene una modalidad de trabajo mixta y como ese día le toca en casa, se ocupa de sacar al perro. Victoria, en cambio, trabaja remoto desde el inicio de la pandemia. Del otro lado de la ciudad, los padres de Cristian están desempleados. Ricardo estuvo unos meses en El Calafate trabajando en la construcción, pero ya volvió a Villa Fiorito. María tiene problemas de salud y se ocupa de sus hijos. Ambos igual se hicieron un rato a la mañana para repartir los alimentos que les brinda una ONG a los aislados por Covid-19 que hay en el barrio. Cuando vuelven de la recorrida, a las 10, levantan a Cristian, que desde que no tiene escuela duerme hasta tarde. Rodeado de sus ocho hermanos y la perra Nicole, que acaba de parir cinco cachorritos, desayuna mate cocido y galletitas.
CLASES DE PLÁSTICA
En la materia de dibujo no hay demasiadas diferencias. Ambos logran cumplir con la consigna y disfrutan del ejercicio
La tarea de la materia de plástica no presenta dificultades para ninguno de los dos chicos. Cristian y Santi disfrutan dibujando y, aunque más no sea por un rato, no hay diferencias en la calidad del contenido educativo que reciben ambos. Para las materias más complicadas, en cambio, la situación se vuelve mucho menos equitativa.
HORAS DE ESTUDIO
En las materias más arduas aparecen las dificultades. A diferencia de Santi, Cristian no tiene dónde consultar sus dudas
El día escolar de Santi es ordenado y previsible. Está pautado alrededor de un calendario de clases virtuales que recibe con anticipación. La materia de dibujo va de 8 a 8.50. A las 9 arranca la de Ciencias Sociales, que sigue con auriculares y desde una computadora de escritorio. La profesora explica que ese día verán las diferentes teorías que existen alrededor de la evolución del hombre, desde la creacionista hasta las científicas. Harán un foco especial, continúa, en el aporte de las mujeres. “Mi tía es científica, busca una cura para el cáncer”, aporta uno de los compañeros. La última materia de la mañana arranca a las 11. Es una prueba de Ciencias Naturales que Santi realiza online y sin problemas. Cada tanto, sus padres abandonan los puestos de trabajo en otros cuartos de la casa y se acercan, pero la contención del colegio es suficiente. Santi no los necesita. Cristian, en cambio, avanza como puede en las tareas que recibe en el celular familiar y luego imprime en un kiosco. Ocupa la mesa de un espacio sin paredes y con techo de chapa que funciona para todo lo que no sea dormir. Un delantal blanco, planchado y limpio, cuelga como señal de que ahí también se estudia. Pero no es fácil. Cristian y su madre se estancan en un ejercicio de matemática que no logran comprender. Utilizan una calculadora científica a la que el propio Cristian le reemplazó la batería -tiene afición por la electrónica-, pero siguen sin poder resolverlo. Cuando María le escribe al WhatsApp, la profesora le contesta que ese no es su horario de consulta. Resignado, Cristian pasa al siguiente ejercicio.
TECNOLOGÍA
Las plataformas virtuales facilitan el aprendizaje. Sin acceso a tecnología, a Cristian le cuesta hacer la tarea
Junto con las diferencias en el bagaje cultural de los padres, el ámbito del hogar donde se realizan las tareas, la alimentación y otras tantas cuestiones, la disponibilidad de dispositivos electrónicos resulta fundamental para la educación a distancia que el Gobierno decretó durante la pandemia. Y, en esto último, las diferencias son notorias. En hogares como los de Santi, con computadora y acceso fijo a internet, el 32% de los colegios utilizó plataformas educativas muy eficientes, que funcionan online. El San Lucas, por caso, trabaja con Google Classroom. Santi, al igual que el resto de los integrantes de la familia, tiene su propio celular. En hogares como los de Cristian, donde no hay computadora ni acceso fijo a internet, solo el 11% de las escuelas recurrió a estas soluciones tecnológicas. Se basaron, en cambio, en un intercambio unidireccional por medio de grupos de WhatsApp. La mayoría de ellos están cerrados, por lo que las familias no pueden interactuar con los maestros y se limitan a recibir las tareas. “Es de una gravedad brutal”, dice Mariano Narodowski, exministro de Educación porteño y profesor de la Universidad Torcuato Di Tella, sobre la brecha de desigualdad educativa que se está ampliando con la pandemia. El proceso de segregación socioeconómica es muy marcado, sigue, porque las escuelas de mayores recursos incluso pudieron sacar provecho de la aceleración tecnológica a la que las obligó el cierre de las aulas. En una investigación que realizó junto con Delfina Campetella, argumenta que algunos de los colegios de los sectores más ricos lograron sistemas de aprendizaje “más eficientes y de mayor calidad” durante la pandemia. “El daño psicológico del encierro es evidente -dice Narodowski-, pero no parece que la pérdida en los aprendizajes sea tan grande para los colegios con mayores recursos. Para las más pobres, en cambio, la pérdida es tremenda”. La desigualdad, está claro, no nació con el coronavirus. “La pandemia aceleró, profundizó y acrecentó lo que ya existía”, plantea Narodowski.
EL BARRIO
Además del acceso a tecnología, la diferencia en los entornos donde viven Cristian y Santi influye en su aprendizaje
A las 12, luego del primer turno de tareas, Cristian y su madre caminan hasta un comedor que queda a unas cuadras de su casa para buscar el almuerzo de fideos y naranjas con que se alimenta toda la familia. El barrio es un laberinto de senderos flanqueado por precarias construcciones de material. En lo de Torres tienen heladera y un horno a garrafa, pero el calefón se rompió y para bañarse calientan agua en una pava eléctrica. Cristian es el quinto hermano de una familia repleta de varones. De los ocho, solo hay una mujer, Guadalupe. “Es el más buenito”, apunta Ricardo señalando su reticencia a pelearse. Todo lo contrario a Bahiano, el menor de los hermanos, que, con siete años, es famoso por haberse plantado frente a la bandita de chicos que pretende controlar la villa. En el barrio de Santi, un oasis de árboles y tranquilidad lindante con las vías del tren, no hace falta protegerse de nadie. Luego de almorzar unas empanadas, sale a pasear a Vito, el perro. Apenas se cruza con un guardia privado y un paseador de perros. Tiene un par de amigos con los que se reúne en las casas y, hasta la última cuarentena estricta, iba a un club de vela en el bajo de San Isidro, entrenaba y jugaba un torneo de fútbol, pedaleaba al parque del río con la mamá y comenzaba a animarse con las primeras clases de golf acompañado por su padre.
ESPARCIMIENTO
A Cristian le gusta la electrónica y repara autitos. Como no puede jugar al fútbol, Santi hace ejercicios en el patio
Casi todas estas actividades se cortaron y Santi hoy no tiene muchas oportunidades de esparcimiento al aire libre. Al final del día escolar, sale al patio con su celular para hacer la clase de educación física. A la distancia, el profesor lo alienta mientras hace ejercicios de coordinación con un par de zapatillas a modo de conos. A las 14.30 termina, queda liberado del colegio y con toda la tarde por delante. La rutina de Cristian es más laxa y se va armando día a día. Luego del almuerzo encara de nuevo sus tareas de plástica, una de sus materias preferidas. Cuando finaliza, juega a las cartas con uno de sus hermanos y luego saca su pequeña bolsa con herramientas. Con mano para la electrónica, arregla cargadores y celulares viejos. Su madre recuerda con orgullo la vez que ganó un concurso en una escuela privada con el diseño de un dinosaurio gigante. “También me gustan inglés y matemáticas”, anuncia Cristian mientras se concentra en las luces de un autito de policía que alguna vez funcionó a control remoto.
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