Schavelzon: el único gran agente literario argentino arremete contra los algoritmos en el mercado editorial
Nacido en Buenos Aires en 1945, representa a autores latinoamericanos y ha trabajado con grandes nombres
Fabian Marelli -
Propone publicar libros “que los lectores no saben que quieren leer” y asegura que, a pesar de la digitalización “algunas cosas que han quedado demodé van a volver”
Laura Ventura
Porota estudiaba italiano con pasión. Los tres pequeños escuchaban encantados a su madre cada vez que les leía a Natalia Ginzburg. En esa casa de clase media no había una gran biblioteca, pero Porota era una ávida lectora y durante los veranos, en la costa uruguaya, en Atlántida, debatía con sus amigas las novedades literarias: El reposo del guerrero, de Christiane Rochefort, o El segundo sexo, de Simone de Beauvoir. Estos son los primeros recuerdos de Guillermo Schavelzon (Buenos Aires, 1945) vinculados al mundo de la edición y de la interpretación de textos.
Este hombre de hablar tan sereno se convirtió en un hijo para Mario Benedetti, aquel a quien el poeta uruguayo le confiaba su casa durante su ausencia y le permitía acceder a sus cuentas bancarias. Schavelzon es aquel hombre a quien Juan Rulfo le confesó su secreto más atesorado, aquel que visitó a Juan Domingo Perón en Puerta de Hierro, aquel a quien Osvaldo Bayer le agradeció haberle salvado la vida. En El enigma del oficio. Memorias de un agente literario (publicado por Ampersand en la Argentina y por Trama, en España), Schavelzon, testigo clave de la literatura latinoamericana, leyenda activa de las letras, discreto protagonista del boom, recorre su experiencia al frente de editoriales en la Argentina, México y España y su labor actual en la oficina que dirige en Barcelona junto con su socia Bárbara Graham, donde representa a autores de ficción y de no ficción, en su gran mayoría, argentinos.
Así aparece su testimonio y experiencia sobre aquellas editoriales que él mismo fundó, como Galerna; de aquellas que erigió, como Nueva Imagen, junto con Sealtiel Ezequiel Alatriste, durante su exilio en México; su experiencia en España, como director de Alfaguara. “Este es el libro de un editor, pero es a la vez el libro de una persona; es decir, de alguien que no atribuye sus culpas o sus descuidos (de editor) a otros con los que compartió o comparte oficio, sino a sí mismo, a lo que hizo mal o no hizo”, escribió el prestigioso escritor y editor español Juan Cruz Ruiz.
El agente literario se convirtió en un hijo para Mario Benedetti
–¿Qué o quién lo impulso a dedicarse a la edición? ¿Tuvo algún profesor en la escuela que lo alentase?
–No. Fui a varios colegios primarios, todos muy malos, y a un colegio secundario peor, de muy bajo nivel. Pero de este colegio recuerdo a una profesora de castellano que nos hizo leer y estudiar de memoria durante todo el año El Cid campeador. Pareciera la cosa más aburrida del mundo, pero sin embargo todavía hoy puedo recitar partes enteras en castellano antiguo.
–Antes que la literatura, lo sedujo el cine, o al menos a este universo pensó dedicarse. ¿Por qué? ¿Qué realizadores le atraían?
–Empecé a estudiar cine en La Plata. La carrera no existía en Buenos Aires. Me gustaba el neorrealismo italiano, la Nouvelle Vague. Era lo que a los jóvenes de los años 60 y 70 más nos interesaba. En Buenos Aires todas esas películas se estrenaban al mismo tiempo que en Italia y Francia.
–¿Cómo llega a trabajar con uno de los editores más importantes del país, Jorge Álvarez?
–No hay explicación. Yo era un chico más bien tímido. Se me ocurrió hacer una revista de cine. Fui a la editorial que en ese momento estaba de moda, pedí hablar con el señor Jorge Álvarez y le conté mi proyecto. Él acababa de comprar los derechos de una revista de cine italiana y yo era un niño de 19 años. Me dijo: “Me gustaría que seas el Secretario de redacción de esa revista”. Así entré en el mundo de la edición. Dos locos. Uno, yo, que fui a verlo; dos, él, que me contrató.
–Álvarez fue su gran maestro. ¿Aún conserva algo de de esa experiencia en esa editorial?
–Para matizar mi respuesta te diría que siempre tengo que estarle agradecido a Jorge Álvarez porque me dio esa posibilidad, pero lo que más aprendí de él es lo que no hay que hacer. Eso no es broma, es una enseñanza muy importante: alguien de quien uno pueda aprender lo que no hay que hacer y eso lo cuento mucho en el capítulo sobre él. Creo que es un capítulo excesivamente duro, pero a mí se me ocurrió que valía la pena escribirlo.
"García Márquez me contó que estaba escribiendo algo grande. Por 500 dólares me daría todos los derechos de sus obras y le dije que sí, pero el cheque nunca llegó y entonces firmó un contrato con Sudamericana. Un año después publicó Cien años de soledad"
–¿Por qué?
–Cuando él volvió a la Argentina, hará ocho o diez años, a sus 80, fue considerado un héroe. No diría que fue un héroe; sí, un innovador de pocos escrúpulos en cuanto a su trabajo. Se rodeaba de escritores y de intelectuales a los que no respetaba y cometía algunos errores.
–Así lo explicita usted en el capítulo que le dedica a Gabriel García Márquez.
–Sí, ese es un ejemplo. Fui a México a la casa donde vivía García Márquez, enviado por Álvarez, en 1966. Me contó que estaba escribiendo algo grande, pero no me dio detalles. Por 500 dólares me daría todos los derechos de sus obras y le dije que sí, pero el cheque nunca llegó y entonces firmó un contrato con Sudamericana. Un año después publicó Cien años de soledad. La gente conoce al García Márquez más público, que no tenía dificultades económicas, cuyos libros vendían millones.
–Menciona un arma secreta que tenía Álvarez: Pirí Lugones [”reina de la gauche divine porteña, nieta del Gran Poeta Nacional”].
–Sí. ¿Por qué un editor que jamás leyó un manuscrito de un libro de los que publicó pudo ocupar ese lugar? Porque tenía a su lado a una persona culta, lectora y extremadamente hábil. Es muy difícil estar al lado de un personaje como Álvarez.
–Usted tuvo vínculo estrecho con Mario Benedetti y fue testigo fundamental de la literatura… ¿Podría describir esa relación?
–Diría que fui testigo sólo de un período y de unos autores, pero eso no es mérito mío. En el caso de Benedetti, el mérito fue de él; un hombre muy acogedor, que me tomó un poco como hijo y como editor y agente. Eso generó una relación filial, y no porque yo me sintiera su hijo, sino porque él tenía la edad de mi padre y yo la de sus hijos, si los hubiera tenido. Durante 25 años jugábamos cada 14 de septiembre [el día del cumpleaños de Benedetti y de Schavelzon] a ver quién era el primero en llamar al otro. Hasta que un año se olvidó y supe por su secretario que también se había olvidado que también era su cumpleaños.
"No haría una editorial para ganar dinero, sino para publicar textos que me gusten o que yo crea que deben ser leídos", dice
–Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Quino, Juan José Saer, Elena Poniatowska, Augusto Rosa Bastos, Jorge Lanata, Jorge Guinzburg y otros nombres integran su libro en perfiles muy sinceros. ¿Qué lo impulsó a escribir estos perfiles?
–No me considero un escritor, sino un testigo que pensó que era interesante transmitir esto, pero lo que yo quiero, lo que más me importa transmitir en mi libro es una forma de trabajo representativa de una época. Esa época pasó. Me resisto a decirte qué haría hoy, más que nada digo qué es lo que hice. Para hacer las cosas como se hacen hoy, sin caer en el lugar común de que lo de antes era mejor, creo que es necesario conocer cómo se hacían, para hacerlas mejor. Y creo que algunas cosas que hoy han quedado demodé, por la digitalización, por la velocidad, van a volver. Algunos de esos criterios y formas de trabajo siempre se recuperan.
–¿Tuvo reparo a la hora de escribir estos perfiles?
–Hice un gran esfuerzo para que el libro no fuese un ajuste de cuentas. Hay casos en los que no hablo bien de la persona, pero me parece que lo que transmito vale la pena conocerse. Por ejemplo, de Quino, comienzo el capítulo diciendo, y sigo pensando, que fue uno de los grandes genios del siglo XX, tenía una faceta que la gente no conocía y que yo pensé que la gente no conocía y que debía conocer porque en su momento lo sufrí mucho.
Schavelzon recuerda sus vínculos y anécdotas con los grandes autores latinoamericanos del siglo XX, sin nostalgia, con la sabiduría de quien rememora a partir de una lección que le permitió construir su fama y su modo nombre como sinónimo de lector exquisito. En Galerna publicó Los vengadores de la Patagonia trágica, la novela de Osvaldo Bayer que fue llevada al cine por Héctor Olivera en 1974 con el título La Patagonia rebelde. Desde 1972 la novela fue reeditada –también prohibida– y con el éxito también llegó la violencia.
“Yo ya iba advirtiendo que publicar los libros de Osvaldo Bayer en los que la policía y el ejército secuestraban y fusilaban a los obreros en huelga, y el héroe era un anarquista que había matado con una bomba casera al jefe de policía, era algo que los militares nunca nos iban a perdonar. Me costó una bomba en la librería, y después otra en el edificio en que vivía, amenazas telefónicas y, finalmente, once años de exilio en México”.
A fines de la década del 90, Schavelzon dejó el mundo corporativo para independizarse como agente literario. En 2002 se trasladó a Barcelona, desde donde se dedica a tejer puentes literarios a través del Atlántico, y a través de distintas lenguas.
"La gente conoce al García Márquez más público, que no tenía dificultades económicas, cuyos libros vendían millones"
–¿Cuál es su particularidad como agente literario? ¿Dónde está puesto su énfasis?
–A todo agente literario lo que le interesa es la mayor difusión posible de los autores que representa con la retribución económica más razonable, y no la más grande posible, porque eso es una ilusión. Eso es lo que intenté siempre y lo que sigo intentando.
–¿Cuán artesanal es o sigue siendo su tarea?
–Provengo de una generación y de una forma de trabajar absolutamente artesanal en el mundo del libro, en la relación personal con cada escritor, la cercanía con lo que hace, el compromiso, el sufrimiento conjunto, el festejo de las alegrías. En la medida en la que el mundo digital ha ido reemplazando todo eso, yo también he ido envejeciendo, por lo tanto, mi actividad actual no es la que era. Me mantengo muy actualizado, pero en una actividad de semiretiro, lo cual me ocupo de muy pocas cosas de la agencia –que no la manejo yo, sino mi socia, Bárbara Graham–. Hoy, mi día a día no es representantivo de lo que sucede en el mundo del libro. Me ocupo de los autores que tienen una larga tradición conmigo.
–Los algoritmos y la inteligencia artificial han modificado la lógica del mercado editorial, a su modo de ver, a través de una dinámica preocupante.
–Todo ha cambiado a partir de la gran concentración de la industria editorial en el mundo. Primero, cambió cuando la edición pasó de ser una actividad cultural a una actividad industrial; esto fue en los años 80 y 90. Cuando una empresa que era cultural se convierte en una industria lo que prima es la rentabilidad, con cualquier industria y en cualquier gran empresa. El objetivo principal es darle ganancia a los accionistas, porque si no te despiden. Hoy los editores son empleados y sus objetivos no son descubrir grandes escritores, sino producir ganancias. En la medida que llegó la digitalización de todos los procesos, los grandes gigantes informáticos comenzaron a trabajar con los algoritmos. Nunca nos preguntamos por qué Google o las aplicaciones de Apple son gratis. Todo eso lo pagamos con información. Qué decimos, los medicamentos que encargamos, nuestros gustos, todo eso es procesado, sintetizado, digitalizado y se vende a cualquier comerciante o empresa.
"La única forma de descubrir y de generar nuevos lectores es publicar aquellos libros que los lectores no saben que quieren leer"
–Como las editoriales…
–Sí. La gran industria editorial transformó al antiguo editor, el del siglo pasado, de quien lo más importante era su olfato, aquello que decidía qué se publicaba y qué no a una decisión tomada en función de la información algorítmica. Hoy los algoritmos dicen que la gente quiere leer tal cosa y se aplica eso para tomar las decisiones. Ese sistema de publicar aquello que los lectores o el mercado quiere leer implica un proceso de agotamiento de los lectores, porque le da más de lo que quieren hasta que se aburren.
–¿Hay alguna alternativa en este universo de trazos tan amplios?
–La única forma de descubrir y de generar nuevos lectores es publicar aquellos libros que los lectores no saben que quieren leer. Esto quedó en manos de las editoriales chicas, que siguen funcionando con el olfato del editor. Son manejadas por sus dueños, que arriesgan su propio dinero, con sus apuestas. Lo que se vende con seguridad, los best-sellers, no lo pueden comprar las editoriales chicas, porque cuesta mucho dinero.
–Menciona en su libro la importancia de contar con una política editorial o un plan editorial. ¿Cuál sería hoy su objetivo editorial si estuviera al frente de una casa editora?
–Hacer una editorial es algo que uno tiene que hacer cuando tiene 30 años. No haría una editorial para ganar dinero, sino para publicar textos que me gusten o que yo crea que deben ser leídos. Hay una gran cantidad de autores que han desaparecido de las librerías y no me pidas nombres… O sí, porque son autores que tienen un gran valor actual, como Héctor Tizón, Isidoro Blaisten, Osvaldo Soriano.
Silvina Bullrich
–Nadie duda hoy de la visibilidad y el merecido papel, con premios, traducciones, ediciones, de las escritoras latinoamericanas. También señala en su libro a tres autoras, Marta Lynch, Silvina Bullrich y Beatriz Guido, best-sellers en los años 60 y 70. ¿Es machista el mundo editorial o lo fue?
–Sí, era muy interesante, eran las tres autoras más vendidas en la Argentina. Lo nuevo hoy es el fenómeno promocional. No es nuevo lo literario. Es verdad que venimos de una sociedad manejada por hombres. Si este escenario actual se hubiese dado en los años 60, se llamaría el boom, que curiosamente tiene sólo una mujer, que es Isabel Allende. Los demás eran todos hombres. Creo que este es un fenómeno que tienen que ver con las reivindicaciones justamente ganadas. Pero, al final, la literatura para mí se divide en dos: la buena y la mala. Y el género de la autora o del autor o la nacionalidad es totalmente secundario.
–¿Se lee menos hoy que hace, por ejemplo, 20 años? Me refiero a las plataformas con contenidos audiovisuales que quizá conduzcan a los lectores a estos universos y los alejen de los libros.
–No podemos saber nunca cuánta gente lee; sólo podemos saber cuántos libros se leen. Entonces, si un libro vende 7 millones de ejemplares, como el del Príncipe Harry, eso no significa que se incorporaron 7 millones a la lectura. Lo importante es saber qué tipos de libros tomamos para evaluar si se lee menos o no. Mi visión no es apocalíptica, para nada.
–¿Siente que existe una especie de división, a pesar de que hablamos la misma lengua, entre autores españoles, de un lado del océano, y latinoamericanos? ¿Hay un diálogo o unión en la literatura en nuestro idioma?
–En América Latina y en España se traduce a todo escritor anglosajón que sea más o menos conocido o que venda más o menos bien. Los lectores españoles somos importadores; en cambio, la literatura latinoamericana, en especial, tiene una gran dificultad de divulgación en el exterior. Esto es una cuestión cultural y política: quién vende y quién compra, o sea, quién dispone de dinero para comprar y quién no consigue dinero, porque no puede vender. Sin embargo, hay un enorme reconocimiento internacional a los escritores y en especial a las escritoras latinoamericanas, premios importantes, todo tipo de galardón y mérito, pero eso no trasciende a los lectores. En la Argentina aprendimos a leer a partir de los años 70 en traducciones españolas, en un lenguaje que no era nuestro. En España eso sólo sucedía en la época de Franco, porque venían las ediciones argentinas en lo que se llamaba la trascienda, aquello que tenían escondido. Los españoles no aprendieron a leer en latinoamericano. ¿Tenemos la misma lengua? Sí, según la Real Academia, pero no en la vida cotidiana.
–¿Por qué elige Barcelona como sitio para establecer su agencia? ¿Sigue siendo esta ciudad la capital editorial de nuestro idioma?
–Una agencia necesita una gran estabilidad económica, financiera, cambiaria y legal. La agencia administra el dinero de los autores, les cobra a las editoriales, les paga a los escritores y todo eso, que no son operaciones sencillas, es imposible hacerlo en un lugar donde hay inestabilidad, como en la Argentina. En Barcelona todo eso funciona muy bien. Creo que hoy quizá está perdiendo ese lugar, porque se ha focalizado en cuestiones de política local y eso le ha hecho perder la perspectiva latinoamericana, pero los dos grandes grupos editores siguen estando en Barcelona.
–Vivimos en la era de la ultracorrección y de la cancelación. ¿Alguna vez se censuró a sí mismo?
–Nunca, que yo recuerde, dejé de publicar algo por miedo, pero pagué las consecuencias: mi exilio en México.
–¿Puede leer por placer? Digo, sin el ojo clínico de un editor o de un agente.
–Me cuesta mucho. El problema de un agente literario o de un editor o editora es que sólo lee manuscritos. Muchos se transformarán en libros, pero se convierte en un lector de los libros de su propia editorial. Eso te hace perder la perspectiva. Puedo leer más en los últimos años, con cierta desconexión con la lectura profesional. Sin embargo, sigo leyendo con un lápiz en la mano y marcando las erratas o los tremendos errores de traducción que aparecen en las editoriales más prestigiosas de la lengua española.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
Laura Ventura
Porota estudiaba italiano con pasión. Los tres pequeños escuchaban encantados a su madre cada vez que les leía a Natalia Ginzburg. En esa casa de clase media no había una gran biblioteca, pero Porota era una ávida lectora y durante los veranos, en la costa uruguaya, en Atlántida, debatía con sus amigas las novedades literarias: El reposo del guerrero, de Christiane Rochefort, o El segundo sexo, de Simone de Beauvoir. Estos son los primeros recuerdos de Guillermo Schavelzon (Buenos Aires, 1945) vinculados al mundo de la edición y de la interpretación de textos.
Este hombre de hablar tan sereno se convirtió en un hijo para Mario Benedetti, aquel a quien el poeta uruguayo le confiaba su casa durante su ausencia y le permitía acceder a sus cuentas bancarias. Schavelzon es aquel hombre a quien Juan Rulfo le confesó su secreto más atesorado, aquel que visitó a Juan Domingo Perón en Puerta de Hierro, aquel a quien Osvaldo Bayer le agradeció haberle salvado la vida. En El enigma del oficio. Memorias de un agente literario (publicado por Ampersand en la Argentina y por Trama, en España), Schavelzon, testigo clave de la literatura latinoamericana, leyenda activa de las letras, discreto protagonista del boom, recorre su experiencia al frente de editoriales en la Argentina, México y España y su labor actual en la oficina que dirige en Barcelona junto con su socia Bárbara Graham, donde representa a autores de ficción y de no ficción, en su gran mayoría, argentinos.
Así aparece su testimonio y experiencia sobre aquellas editoriales que él mismo fundó, como Galerna; de aquellas que erigió, como Nueva Imagen, junto con Sealtiel Ezequiel Alatriste, durante su exilio en México; su experiencia en España, como director de Alfaguara. “Este es el libro de un editor, pero es a la vez el libro de una persona; es decir, de alguien que no atribuye sus culpas o sus descuidos (de editor) a otros con los que compartió o comparte oficio, sino a sí mismo, a lo que hizo mal o no hizo”, escribió el prestigioso escritor y editor español Juan Cruz Ruiz.
El agente literario se convirtió en un hijo para Mario Benedetti
–¿Qué o quién lo impulso a dedicarse a la edición? ¿Tuvo algún profesor en la escuela que lo alentase?
–No. Fui a varios colegios primarios, todos muy malos, y a un colegio secundario peor, de muy bajo nivel. Pero de este colegio recuerdo a una profesora de castellano que nos hizo leer y estudiar de memoria durante todo el año El Cid campeador. Pareciera la cosa más aburrida del mundo, pero sin embargo todavía hoy puedo recitar partes enteras en castellano antiguo.
–Antes que la literatura, lo sedujo el cine, o al menos a este universo pensó dedicarse. ¿Por qué? ¿Qué realizadores le atraían?
–Empecé a estudiar cine en La Plata. La carrera no existía en Buenos Aires. Me gustaba el neorrealismo italiano, la Nouvelle Vague. Era lo que a los jóvenes de los años 60 y 70 más nos interesaba. En Buenos Aires todas esas películas se estrenaban al mismo tiempo que en Italia y Francia.
–¿Cómo llega a trabajar con uno de los editores más importantes del país, Jorge Álvarez?
–No hay explicación. Yo era un chico más bien tímido. Se me ocurrió hacer una revista de cine. Fui a la editorial que en ese momento estaba de moda, pedí hablar con el señor Jorge Álvarez y le conté mi proyecto. Él acababa de comprar los derechos de una revista de cine italiana y yo era un niño de 19 años. Me dijo: “Me gustaría que seas el Secretario de redacción de esa revista”. Así entré en el mundo de la edición. Dos locos. Uno, yo, que fui a verlo; dos, él, que me contrató.
–Álvarez fue su gran maestro. ¿Aún conserva algo de de esa experiencia en esa editorial?
–Para matizar mi respuesta te diría que siempre tengo que estarle agradecido a Jorge Álvarez porque me dio esa posibilidad, pero lo que más aprendí de él es lo que no hay que hacer. Eso no es broma, es una enseñanza muy importante: alguien de quien uno pueda aprender lo que no hay que hacer y eso lo cuento mucho en el capítulo sobre él. Creo que es un capítulo excesivamente duro, pero a mí se me ocurrió que valía la pena escribirlo.
"García Márquez me contó que estaba escribiendo algo grande. Por 500 dólares me daría todos los derechos de sus obras y le dije que sí, pero el cheque nunca llegó y entonces firmó un contrato con Sudamericana. Un año después publicó Cien años de soledad"
–¿Por qué?
–Cuando él volvió a la Argentina, hará ocho o diez años, a sus 80, fue considerado un héroe. No diría que fue un héroe; sí, un innovador de pocos escrúpulos en cuanto a su trabajo. Se rodeaba de escritores y de intelectuales a los que no respetaba y cometía algunos errores.
–Así lo explicita usted en el capítulo que le dedica a Gabriel García Márquez.
–Sí, ese es un ejemplo. Fui a México a la casa donde vivía García Márquez, enviado por Álvarez, en 1966. Me contó que estaba escribiendo algo grande, pero no me dio detalles. Por 500 dólares me daría todos los derechos de sus obras y le dije que sí, pero el cheque nunca llegó y entonces firmó un contrato con Sudamericana. Un año después publicó Cien años de soledad. La gente conoce al García Márquez más público, que no tenía dificultades económicas, cuyos libros vendían millones.
–Menciona un arma secreta que tenía Álvarez: Pirí Lugones [”reina de la gauche divine porteña, nieta del Gran Poeta Nacional”].
–Sí. ¿Por qué un editor que jamás leyó un manuscrito de un libro de los que publicó pudo ocupar ese lugar? Porque tenía a su lado a una persona culta, lectora y extremadamente hábil. Es muy difícil estar al lado de un personaje como Álvarez.
–Usted tuvo vínculo estrecho con Mario Benedetti y fue testigo fundamental de la literatura… ¿Podría describir esa relación?
–Diría que fui testigo sólo de un período y de unos autores, pero eso no es mérito mío. En el caso de Benedetti, el mérito fue de él; un hombre muy acogedor, que me tomó un poco como hijo y como editor y agente. Eso generó una relación filial, y no porque yo me sintiera su hijo, sino porque él tenía la edad de mi padre y yo la de sus hijos, si los hubiera tenido. Durante 25 años jugábamos cada 14 de septiembre [el día del cumpleaños de Benedetti y de Schavelzon] a ver quién era el primero en llamar al otro. Hasta que un año se olvidó y supe por su secretario que también se había olvidado que también era su cumpleaños.
"No haría una editorial para ganar dinero, sino para publicar textos que me gusten o que yo crea que deben ser leídos", dice
–Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Quino, Juan José Saer, Elena Poniatowska, Augusto Rosa Bastos, Jorge Lanata, Jorge Guinzburg y otros nombres integran su libro en perfiles muy sinceros. ¿Qué lo impulsó a escribir estos perfiles?
–No me considero un escritor, sino un testigo que pensó que era interesante transmitir esto, pero lo que yo quiero, lo que más me importa transmitir en mi libro es una forma de trabajo representativa de una época. Esa época pasó. Me resisto a decirte qué haría hoy, más que nada digo qué es lo que hice. Para hacer las cosas como se hacen hoy, sin caer en el lugar común de que lo de antes era mejor, creo que es necesario conocer cómo se hacían, para hacerlas mejor. Y creo que algunas cosas que hoy han quedado demodé, por la digitalización, por la velocidad, van a volver. Algunos de esos criterios y formas de trabajo siempre se recuperan.
–¿Tuvo reparo a la hora de escribir estos perfiles?
–Hice un gran esfuerzo para que el libro no fuese un ajuste de cuentas. Hay casos en los que no hablo bien de la persona, pero me parece que lo que transmito vale la pena conocerse. Por ejemplo, de Quino, comienzo el capítulo diciendo, y sigo pensando, que fue uno de los grandes genios del siglo XX, tenía una faceta que la gente no conocía y que yo pensé que la gente no conocía y que debía conocer porque en su momento lo sufrí mucho.
Schavelzon recuerda sus vínculos y anécdotas con los grandes autores latinoamericanos del siglo XX, sin nostalgia, con la sabiduría de quien rememora a partir de una lección que le permitió construir su fama y su modo nombre como sinónimo de lector exquisito. En Galerna publicó Los vengadores de la Patagonia trágica, la novela de Osvaldo Bayer que fue llevada al cine por Héctor Olivera en 1974 con el título La Patagonia rebelde. Desde 1972 la novela fue reeditada –también prohibida– y con el éxito también llegó la violencia.
“Yo ya iba advirtiendo que publicar los libros de Osvaldo Bayer en los que la policía y el ejército secuestraban y fusilaban a los obreros en huelga, y el héroe era un anarquista que había matado con una bomba casera al jefe de policía, era algo que los militares nunca nos iban a perdonar. Me costó una bomba en la librería, y después otra en el edificio en que vivía, amenazas telefónicas y, finalmente, once años de exilio en México”.
A fines de la década del 90, Schavelzon dejó el mundo corporativo para independizarse como agente literario. En 2002 se trasladó a Barcelona, desde donde se dedica a tejer puentes literarios a través del Atlántico, y a través de distintas lenguas.
"La gente conoce al García Márquez más público, que no tenía dificultades económicas, cuyos libros vendían millones"
–¿Cuál es su particularidad como agente literario? ¿Dónde está puesto su énfasis?
–A todo agente literario lo que le interesa es la mayor difusión posible de los autores que representa con la retribución económica más razonable, y no la más grande posible, porque eso es una ilusión. Eso es lo que intenté siempre y lo que sigo intentando.
–¿Cuán artesanal es o sigue siendo su tarea?
–Provengo de una generación y de una forma de trabajar absolutamente artesanal en el mundo del libro, en la relación personal con cada escritor, la cercanía con lo que hace, el compromiso, el sufrimiento conjunto, el festejo de las alegrías. En la medida en la que el mundo digital ha ido reemplazando todo eso, yo también he ido envejeciendo, por lo tanto, mi actividad actual no es la que era. Me mantengo muy actualizado, pero en una actividad de semiretiro, lo cual me ocupo de muy pocas cosas de la agencia –que no la manejo yo, sino mi socia, Bárbara Graham–. Hoy, mi día a día no es representantivo de lo que sucede en el mundo del libro. Me ocupo de los autores que tienen una larga tradición conmigo.
–Los algoritmos y la inteligencia artificial han modificado la lógica del mercado editorial, a su modo de ver, a través de una dinámica preocupante.
–Todo ha cambiado a partir de la gran concentración de la industria editorial en el mundo. Primero, cambió cuando la edición pasó de ser una actividad cultural a una actividad industrial; esto fue en los años 80 y 90. Cuando una empresa que era cultural se convierte en una industria lo que prima es la rentabilidad, con cualquier industria y en cualquier gran empresa. El objetivo principal es darle ganancia a los accionistas, porque si no te despiden. Hoy los editores son empleados y sus objetivos no son descubrir grandes escritores, sino producir ganancias. En la medida que llegó la digitalización de todos los procesos, los grandes gigantes informáticos comenzaron a trabajar con los algoritmos. Nunca nos preguntamos por qué Google o las aplicaciones de Apple son gratis. Todo eso lo pagamos con información. Qué decimos, los medicamentos que encargamos, nuestros gustos, todo eso es procesado, sintetizado, digitalizado y se vende a cualquier comerciante o empresa.
"La única forma de descubrir y de generar nuevos lectores es publicar aquellos libros que los lectores no saben que quieren leer"
–Como las editoriales…
–Sí. La gran industria editorial transformó al antiguo editor, el del siglo pasado, de quien lo más importante era su olfato, aquello que decidía qué se publicaba y qué no a una decisión tomada en función de la información algorítmica. Hoy los algoritmos dicen que la gente quiere leer tal cosa y se aplica eso para tomar las decisiones. Ese sistema de publicar aquello que los lectores o el mercado quiere leer implica un proceso de agotamiento de los lectores, porque le da más de lo que quieren hasta que se aburren.
–¿Hay alguna alternativa en este universo de trazos tan amplios?
–La única forma de descubrir y de generar nuevos lectores es publicar aquellos libros que los lectores no saben que quieren leer. Esto quedó en manos de las editoriales chicas, que siguen funcionando con el olfato del editor. Son manejadas por sus dueños, que arriesgan su propio dinero, con sus apuestas. Lo que se vende con seguridad, los best-sellers, no lo pueden comprar las editoriales chicas, porque cuesta mucho dinero.
–Menciona en su libro la importancia de contar con una política editorial o un plan editorial. ¿Cuál sería hoy su objetivo editorial si estuviera al frente de una casa editora?
–Hacer una editorial es algo que uno tiene que hacer cuando tiene 30 años. No haría una editorial para ganar dinero, sino para publicar textos que me gusten o que yo crea que deben ser leídos. Hay una gran cantidad de autores que han desaparecido de las librerías y no me pidas nombres… O sí, porque son autores que tienen un gran valor actual, como Héctor Tizón, Isidoro Blaisten, Osvaldo Soriano.
Silvina Bullrich
–Nadie duda hoy de la visibilidad y el merecido papel, con premios, traducciones, ediciones, de las escritoras latinoamericanas. También señala en su libro a tres autoras, Marta Lynch, Silvina Bullrich y Beatriz Guido, best-sellers en los años 60 y 70. ¿Es machista el mundo editorial o lo fue?
–Sí, era muy interesante, eran las tres autoras más vendidas en la Argentina. Lo nuevo hoy es el fenómeno promocional. No es nuevo lo literario. Es verdad que venimos de una sociedad manejada por hombres. Si este escenario actual se hubiese dado en los años 60, se llamaría el boom, que curiosamente tiene sólo una mujer, que es Isabel Allende. Los demás eran todos hombres. Creo que este es un fenómeno que tienen que ver con las reivindicaciones justamente ganadas. Pero, al final, la literatura para mí se divide en dos: la buena y la mala. Y el género de la autora o del autor o la nacionalidad es totalmente secundario.
–¿Se lee menos hoy que hace, por ejemplo, 20 años? Me refiero a las plataformas con contenidos audiovisuales que quizá conduzcan a los lectores a estos universos y los alejen de los libros.
–No podemos saber nunca cuánta gente lee; sólo podemos saber cuántos libros se leen. Entonces, si un libro vende 7 millones de ejemplares, como el del Príncipe Harry, eso no significa que se incorporaron 7 millones a la lectura. Lo importante es saber qué tipos de libros tomamos para evaluar si se lee menos o no. Mi visión no es apocalíptica, para nada.
–¿Siente que existe una especie de división, a pesar de que hablamos la misma lengua, entre autores españoles, de un lado del océano, y latinoamericanos? ¿Hay un diálogo o unión en la literatura en nuestro idioma?
–En América Latina y en España se traduce a todo escritor anglosajón que sea más o menos conocido o que venda más o menos bien. Los lectores españoles somos importadores; en cambio, la literatura latinoamericana, en especial, tiene una gran dificultad de divulgación en el exterior. Esto es una cuestión cultural y política: quién vende y quién compra, o sea, quién dispone de dinero para comprar y quién no consigue dinero, porque no puede vender. Sin embargo, hay un enorme reconocimiento internacional a los escritores y en especial a las escritoras latinoamericanas, premios importantes, todo tipo de galardón y mérito, pero eso no trasciende a los lectores. En la Argentina aprendimos a leer a partir de los años 70 en traducciones españolas, en un lenguaje que no era nuestro. En España eso sólo sucedía en la época de Franco, porque venían las ediciones argentinas en lo que se llamaba la trascienda, aquello que tenían escondido. Los españoles no aprendieron a leer en latinoamericano. ¿Tenemos la misma lengua? Sí, según la Real Academia, pero no en la vida cotidiana.
–¿Por qué elige Barcelona como sitio para establecer su agencia? ¿Sigue siendo esta ciudad la capital editorial de nuestro idioma?
–Una agencia necesita una gran estabilidad económica, financiera, cambiaria y legal. La agencia administra el dinero de los autores, les cobra a las editoriales, les paga a los escritores y todo eso, que no son operaciones sencillas, es imposible hacerlo en un lugar donde hay inestabilidad, como en la Argentina. En Barcelona todo eso funciona muy bien. Creo que hoy quizá está perdiendo ese lugar, porque se ha focalizado en cuestiones de política local y eso le ha hecho perder la perspectiva latinoamericana, pero los dos grandes grupos editores siguen estando en Barcelona.
–Vivimos en la era de la ultracorrección y de la cancelación. ¿Alguna vez se censuró a sí mismo?
–Nunca, que yo recuerde, dejé de publicar algo por miedo, pero pagué las consecuencias: mi exilio en México.
–¿Puede leer por placer? Digo, sin el ojo clínico de un editor o de un agente.
–Me cuesta mucho. El problema de un agente literario o de un editor o editora es que sólo lee manuscritos. Muchos se transformarán en libros, pero se convierte en un lector de los libros de su propia editorial. Eso te hace perder la perspectiva. Puedo leer más en los últimos años, con cierta desconexión con la lectura profesional. Sin embargo, sigo leyendo con un lápiz en la mano y marcando las erratas o los tremendos errores de traducción que aparecen en las editoriales más prestigiosas de la lengua española.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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