Los papeles de Perón IV. La trama oculta de los tres regresos a la Argentina
El 20 de junio de 1973 Franco acudió a despedir a Perón en Barajas; el líder justicialista había sido un huésped incómodo
Qué revela el archivo personal del líder justicialista sobre su frustrado viaje de 1964; la distante relación con Franco
José Claudio Escribano
Según el imaginario peronista y la runfla que divaga por las redes sociales, al anochecer del 1° de diciembre de 1964 Juan Perón salió subrepticiamente de su residencia de Puerta de Hierro, en Madrid. Saludó a la eterna guardia que lo custodiaba por órdenes del régimen de Franco, y cambió de automóvil unas tres cuadras más adelante.
La leyenda, difícil de corroborar y en principio inverosímil, pero grata a quienes le dieron forma, dice que Perón estaba oculto en el baúl del primer automóvil, y que fue en el segundo en el que llegó al aeropuerto de Barajas. Allí, como sabemos con certeza, tomaría a la medianoche el vuelo 991 de Iberia, con escalas previstas en Río de Janeiro y Montevideo, y destino final en Buenos Aires. Comenzaba la azarosa Operación Retorno a la Argentina.
El vuelo concluiría de manera intempestiva, por lo menos para los viajeros más desprevenidos e inocentes, los sentados en clase económica, cuando el avión de Iberia aterrizó, alrededor de las 10, en el aeropuerto Galeão, en Río de Janeiro. Después de carretear un largo trecho, se detuvo exactamente en el lugar donde esperaba un fuerte contingente de efectivos militares brasileños. Rodearon por completo el aparato e hicieron saber que nadie debería moverse de los asientos.
¿Perón qué sintió cuando se abrió la portezuela y ascendió el jefe de Protocolo de Itamaraty, João Lampreia, para decirle que no podría continuar el vuelo a Buenos Aires y que había instrucciones de devolverlo cuanto antes al lugar de partida, Madrid? ¿Sintió alivio, como algunos conjeturaron? ¿Indignación, como creyeron otros? Algo es cierto: Perón protestó e invocó que revestía la condición de “pasajero en tránsito”. Fue inútil: Lampreia contestó que tenía instrucciones rotundas de atenerse a lo dispuesto por las autoridades superiores. O sea: el gobierno del mariscal Humberto Castelo Branco, jefe de la revolución que había derrocado el l° de abril de 1964 al gobierno populista de João Goulart.
La historia ha sido contada de mil maneras. Incluso, con el aditamento fantasioso de que Perón había viajado con una metralleta y, otros de sus acompañantes, con armas de menor calibre, que no habrían alcanzado, en cualquier caso, sino para enmarañar aun más la situación de todos ellos.
Por años se ha repetido esa versión sin que nadie explicara cómo podrían haber sorteado con aquel armamento la aduana española y cómo haberlo subido a la cabina de primera clase –¿qué otra para los muchachos, no?– en la que se acomodaron Perón y los miembros de la comisión organizadora del histórico vuelo.
La integraban nombres refulgentes en el cielo peronista: Augusto T. Vandor, secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica; Andrés Framini, secretario general de la Asociación Obrera Textil; Carlos Lascano, abogado; el ingeniero Alberto Iturbe, uno de los delegados personales en la Argentina que Perón tuvo en sus dieciocho años de exilio, y Delia Degliuomini de Parodi, que había sido diputada nacional, confidente de Evita, y terminaría sacando a Perón de quicio por sus deficiencias en la conducción de la rama femenina del Movimiento Peronista. También era parte del grupo el empresario, por decirlo de algún modo, Jorge Antonio, ex enfermero del Liceo Militar General San Martín. Este se había ocupado de reservar los pasajes y de algunos aspectos crematísticos del zarandeado tour.
Después de más de sesenta años se mantiene en nebulosa de qué forma protocolar procedieron en Barajas las autoridades de inmigración al notificarse de la presencia del expresidente argentino. Perón debía de haber sido reconocible tan pronto pisó Barajas para los experimentados profesionales de inteligencia que merodean por los aeropuertos, y sobre todo en países como España en la época de mano dura, durísima del generalísimo Franco. La Operación Retorno era abiertamente conocida desde agosto y hasta se atribuía a Perón haber celebrado anticipadamente que el 31 de diciembre levantaría su copa en Buenos Aires. Que se sepa no hubo obstáculos para que subiera al avión.
¿Quería, en verdad, Perón volver a la Argentina? Entre los rituales de la catequesis peronista, el Perón vuelve, con la “v” envolviendo al sonoro nombre, había sido en los nueve años transcurridos desde el derrocamiento de 1955 una de las apelaciones más sensibles al corazón de los partidarios. El famoso “avión negro”, de esos años de sueños y juramentos peronistas, y tan caricaturizado en los teatros de revistas de la época, parecía al fin convertirse en realidad.
¿Pero en 1964 ambicionaba, en verdad, el caudillo pisar suelo argentino o había desatado con la propia mano el rollo de una mistificación para jactarse, no más, de que había resuelto volver y lo habían impedido? ¿Una provocación de su parte costosa para todos?
El vuelo 991 de Iberia y las incidencias consiguientes levantaron polvo entre los periódicos de influencia mundial. Hablaron de un bluff. Un editorial de The New York Times resumió con sequedad la impresión general fuera de la Argentina: “Siempre hubo en Perón un toque de charlatán”.
Las palabras del Times calcaban la declaración que había emitido tres meses antes un grupo de intelectuales argentinos cuando se empezó a hablar, con más seriedad de la infundida hasta entonces, de que Perón venía a la Argentina. ¿Venir? Algunos de los más importantes escritores argentinos dijeron en la nacion, anticipándose a los hechos, que las versiones del viaje no eran sino “una prueba de su natural e incorregible inclinación por la falsedad”. Firmaban, entre otros, Jorge Luis Borges, Manuel Mujica Láinez y Carlos Alberto Erro.
¿Qué decir sobre los acompañantes de Perón? Framini estaba a salvo de cualquier sospecha. ¿Y los otros? ¿Querían todos los miembros de la comisión organizadora de la Operación Retorno que el líder estuviera de nuevo entre ellos en Buenos Aires? ¿Y para hacer qué?
La hipótesis más verosímil, junto con la de que Perón había vacilado sobre la conveniencia personal del retorno, suscribe aun hoy que “El Lobo” Vandor, lanzado ya al plan, más sutil que estentóreo, de un peronismo sin Perón, habría propendido, en el fondo, a enclaustrar a este en un callejón sin salida. O hacerle pagar por un papelón insalvable. Vandor, con todo, había insistido como pocos en que Perón no debía demorar el regreso a la Argentina.
Peronistas de una pieza se han preguntado por años si Perón no cayó en la celada de una traición. Se preguntaron cómo nadie había organizado, al conocerse la interrupción del viaje en Río de Janeiro, otro espontáneo “17 de octubre”. John Cooke protestó por la inacción.
Nadie con alguna autoridad en el peronismo llamó el 2 diciembre de 1964 a la movilización general o a un paro sindical de actividades
Nadie con alguna autoridad en el peronismo llamó el 2 diciembre de 1964 a la movilización general o a un paro sindical de actividades, por más que el gobierno de Illía había anunciado que reprimiría las manifestaciones públicas. Tampoco había indicios de haberse analizado en el peronismo la hipótesis de cómo responder frente a hechos como los que se precipitaron en Río. Cabía la posibilidad de que se hubiera examinado esa hipótesis, como habría correspondido a un estado mayor político y profesionalizado, y que fueran descartadas las respuestas de calle por una diversidad de razones. ¿Por pedido de Perón? ¿Por ardides de quienes intrigaban para jubilarlo como líder?
En las primeras horas del 3 de diciembre el avión de Iberia que había llevado a Perón a Río volaba en curiosa órbita de regreso a España. Aún hoy asombra el vértigo de lo sucedido. El título de apertura del 2 decía, en potencial, que “El ex dictador Perón habría dejado Madrid” y, en el ejemplar del 3, aseveraba: “Regresa el ex dictador, por vía aérea, hacia capital de España”.
Fueron 24 horas inolvidables en la Redacción del diario y fantástica la fugacidad de la gran noticia por imperio de la vasta movilización diplomática que se había producido. Itamaraty resumió lo ocurrido en una declaración en la que compartió responsabilidades por el caso. Informó que “dentro del más elevado espíritu de colaboración existente entre Brasil y la Argentina el gobierno brasileño estuvo de acuerdo en interrumpir el viaje que el señor Juan Perón realizaba en avión de Iberia”. “Señor”, no general; los brasileños se atuvieron a que había sido degradado por el Ejército argentino.
Por esos días Lyndon Johnson acababa de ser electo presidente de los Estados Unidos al cabo de un año en la Casa Blanca a raíz del asesinato de John Kennedy, de quien había sido vicepresidente. El Departamento de Estado seguía minuto a minuto el desarrollo de los acontecimientos en Río. Los consideraba de fuerte influencia en la región según la forma en que se resolvieran. Sobre el secretario de Estado, Dean Rusk, pesaba, además, una motivación familiar para interesarse por tan delicado asunto: su hijo John estaba casado con una argentina.
Los brasileños permitieron a Perón bajar del avión después de tensas conversaciones de las autoridades brasileñas con la tripulación y funcionarios de Iberia que plantearon la imposibilidad técnica de un regreso inmediato a Madrid sin respiro alguno. Perón estuvo virtualmente detenido casi hasta la medianoche del 2 al 3 en el aeropuerto de Río. Le alcanzó el tiempo para calificar la situación de “acto de piratería” e involucrar en lo sucedido a los Estados Unidos y el Reino Unido.
Al llegar Perón a España, Franco echaba chispas por el ajetreo que había recaído sobre su gobierno. Dispuso que el avión se desviara a Sevilla a fin de que todos tomaran nota de su incomodidad con el expresidente argentino. Con lógica implacable y fría, un funcionario español declaró que Perón había dispuesto de un pasaporte en regla para partir, pero no visado para entrar en España.
Los años de Perón en la península ibérica habían sido más ingratos para él de lo que siempre se supuso en la Argentina. Lo confirma un memorando que Perón escribe el 15 de diciembre de 1971, una de cuyas copias se hallaba entre los papeles secuestrados el 8 de octubre de 1976 por el juez federal Rafael Sarmiento, en un allanamiento a la residencia de Perón en Puerta de Hierro con intervención de la justicia española. “Cuando llegué a España (1960) –dice Perón– la primera visita que recibí en Torremolinos fue la del embajador Navascuez que, en nombre del Caudillo, me comunicó que debía considerarme “huésped de España”. Desde entonces así me he considerado”.
Perón debió de haberse preguntado, como se preguntará el lector, qué quería decir Franco con eso de que él era “huésped de España”. La calificación atormentó a Perón. Cuando se cumplieron los primeros seis meses de su estadía, solicitó la “residencia” a la Dirección General de Seguridad. No le contestaron. Pasado otro tiempo, recuerda en el memorando que aquí se revela, solicitó el 3 de agosto de 1966 nuevamente la “residencia” y, como trascurriera más tiempo, volvió a diligenciar el trámite.
Por fin, la Dirección General de Seguridad, por instrucciones, qué duda cabe, de funcionarios de mayor jerarquía del régimen, le contestó por el nivel más bajo posible, teniendo en cuenta la dimensión de quien formulaba la requisitoria. “Me contestó –dice Perón– por intermedio de uno de los inspectores de Policía de la custodia que debía permanecer como ‘turista’ y renovar trimestralmente el permiso de estadía en España”.
En aquel memorando del 15 de diciembre de 1971 Perón dice que ha permanecido en España desde entonces como “turista”. “Como no puedo –explica– ni debo discutir las decisiones del Ministerio de la Gobernación, me he sometido a la situación mencionada, renovando trimestralmente el permiso de permanencia de acuerdo con lo dispuesto, sin disfrutar de ninguna de las prerrogativas inherentes a la ‘residencia’”.
Es posible que aquel memorando –prueba irrefutable del desafecto silencioso con que Franco lo trataba– constituyera un elemento que Perón esgrimió en las negociaciones que se habían abierto en 1971 entre él y el gobierno de Lanusse. Entonces se debatía no sólo sobre el futuro político inmediato de la Argentina, sino también sobre el status de su permanencia en España. En otro documento del archivo de Perón se registra la siguiente conversación reservada con Lanusse y algunos de sus funcionarios, de la que informa Jorge Paladino, delegado de Perón en la Argentina hasta que lo sucede Héctor Cámpora.
Como una manera de acercar posiciones, Lanusse hace saber que comparte la idea, trasmitida por Paladino, de designar un nuevo embajador argentino en España de modo de facilitar conversaciones directas con Perón. Al mencionar como candidato para esas funciones diplomáticas al brigadier Jorge Rojas Silveyra, Lanusse trata de tranquilizar a Paladino. Confiesa que de igual modo a cómo él había cambiado, Perón debía saber que Rojas Silveyra “no es el de 1951″, dando así por entendida la participación de este en la sublevación militar de ese año.
En otra pormenorización sobre la naturaleza de su estancia en España, Perón confiesa que ha debido, “además de pedir la autorización de permanencia trimestralmente, declarar anualmente bajo juramento, para disponer de un automóvil, que no ejerzo ninguna actividad lucrativa, como asimismo comprobar documentalmente que vivo con medios económicos que recibo desde el exterior, en una cantidad no menor de cinco mil dólares anuales”. Perón se permite una leve ironía: dice que es explicable “que pueda llamar la atención”, por su larga permanencia en España, la mediocre acreditación que sobrelleva como mero turista.
En marzo de 1971, cuando el comandante en jefe del Ejército, Alejandro Lanusse, desplazó de la presidencia al general Roberto Levingston, designó ministro del Ministerio del Interior a Arturo Mor Roig. Este disponía de credenciales radicales y claros antecedentes republicanos. Era una garantía de que se iniciaba el proceso de restauración democrática esperado, por más que Balbín y gran parte de la UCR harían saber que la aceptación de Mor Roig constituía un grave contratiempo para el partido.
No hubo mayores debates en el nuevo gobierno sobre entregarle a Perón los restos de Evita, ocultos en el cementerio de Milán desde 1957 con un nombre de fantasía: María Maggi de Magistris. El secreto –uno de los más grandes secretos de la política argentina del siglo XX– era compartido bajo pacto de silencio por un par de militares, y prelados de la orden religiosa que había facilitado el cometido. La conducción militar estaba de acuerdo por igual en devolver a Perón los bienes incautados en 1955.
Al cabo de diecisiete años de enfrentamientos, conspiraciones e irrupción de un nuevo actor decisivo como el terrorismo organizado con la legitimación política de Perón, había cuestiones que revertían la situación interna argentina de forma irreconocible con el pasado. Quedaba en pie, como principal escollo entre las viejas diferencias, la controversia de si Perón podía retornar al país con la autorización o no del gobierno militar.
En 1964, antes del frustrado viaje, el gobierno de Illia había dicho públicamente que no tenía por su lado inconvenientes que oponer. Sin embargo, los radicales recordaban, como al pasar, que si Perón volvía debería hacer frente a algunas cusas judiciales; una, nada menos, que por estupro.
Esta cuestión se derivaba de un escándalo de enorme repercusión en la prensa a la caída de Perón. Tras la muerte de Evita, una menor de 14 años de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), Nelly Rivas, se había instalado en la residencia presidencial como protegida del presidente.
La situación se había prolongado desde diciembre de 1953. Nelly cumplió 15 años en abril de 1954, un año antes de que la “Lolita” de Vladimir Nabokov entrara en la historia de la literatura universal. En un fallo de 1961, la Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional condenó a los padres de la menor a tres años de prisión por la desaprensión –por lo que entonces se calificaba de “comisión por omisión” y hoy de “comisión impropia”– de no haber impedido que la hija pernoctara con Perón.
En 1955, con la revolución triunfante, la menor retornó a la casa de los padres. Era la adolescente estigmatizada de por vida por un affaire que en el siglo XXI, en los tiempos de Me Too y la sensibilidad social que hace estragos por los casos de pedofilia, habría colocado a Perón en situación insalvable y los politólogos de los siguientes setenta años se habrían hecho menos preguntas sobre la perdurabilidad histórica del peronismo. La causa por estupro prescribiría a comienzos de los setenta.
A pesar de que el gobierno de Illia había dejado medianamente las puertas abiertas para el retorno, en la noche crítica del 1° al 2 de diciembre de 1964 la Presidencia y la Cancillería, conducida por Miguel Angel Zavala Ortiz, movilizaron todos los recursos a su alcance para que Perón no pudiera ir más allá de Río de Janeiro.
Los ayudó Uruguay, que hizo saber que tampoco estaba precisamente interesado en que Perón recalara en Montevideo, y hasta Paraguay, donde regía la voz inapelable del general Alfredo Stroessner. El primero de los dictadores latinoamericanos que había acogido a Perón a renglón seguido de su derrocamiento dejaba trascender que no daría paso alguno que reabriera conflictos con la Argentina.
El 14 de diciembre de 1964, cuatro militares escribieron desde Buenos Aires a “Nuestro querido general” un balance de los acontecimientos del 2. La copia del texto figuraba en el archivo de Perón, en Madrid. Firmaban el coronel Mariano García y los generales Américo J. Blanco, Ernesto G. Fatigati y José A. Sánchez Toranzo.
En seis carillas le hacen saber que antes del 2 de diciembre, tanto en la cancillería argentina como en la embajada en Brasil se mantenían guardias reforzadas en previsión del viaje anunciado. “Zavala Ortiz –dicen– convenció al gobierno brasilero que Perón regresaba a la Argentina en forma subversiva para tomar el poder. Por no convenir esto a las tan conocidas aspiraciones hegemónicas del Brasil –interpretan los firmantes–, la Argentina en poder del peronismo también crearía a su gobierno en los momentos actuales un problema muy serio, cual es el de que Goulart (el presidente derrocado en abril de 1964 por los militares) podría en tal caso actuar en libertad en la frontera N.E. argentina y próxima a su terruño”.
Los militares cercanos a Perón introducen una velada crítica a la preparación del Operativo Retorno cuando dicen que “a la masa peronista este acontecimiento tan esperado la tomó en frío”. Por lo breve, especulan, no hubo tiempo de organizar ninguna reacción. ¿Y si la hubiera habido? Hay una respuesta para ese interrogante en la carta de los oficiales superiores: “Siguen pie los informes originados en los distintos mandos del Ejército, desde el comandante en jefe para abajo, que el Ejército no quiere reprimir al pueblo dejando esto a cargo de las Fuerzas de Seguridad. Únicamente lo haría en caso de que el pueblo quisiese tomar el Gobierno o ante depredaciones que son el preludio inminente de una guerra civil”.
Un capítulo de la segunda historia sobre los retornos de Perón informa que hacia mediados de 1972 el presidente Lanusse pronunció un discurso destacado por la bravuconada de que a Perón “no le da el cuero” para volver a la Argentina. Fue un desafío arriesgado y, acaso, imprudente.
Lanusse era un hombre de comprobado valor personal, virtud que puso una vez más a prueba durante el último gobierno militar –el del llamado Proceso– cuando salió a reclamar por todos lados por la desaparición de Edgardo Sajón, que había sido su jefe de Prensa. Todas las conjeturas de la época coincidían en que Sajón, como temía Lanusse, había muerto en una sesión de torturas para extraerle información sobre participación en empresas periodísticas de Jacobo Timerman, con quien mantenía en ese terreno alguna relación.
Al proclamar que “no le da el cuero”, Lanusse asumía frente a Perón el papel del taita que fustiga a un adversario temible, tanto que no podía haber encontrado en esos días otro de mayor nivel en un objetivo fundamental: medir fuerzas de igual a igual. Lanusse se excedió en la apuesta. Acorraló de tal modo al contrincante que lo dejó sin otro margen que el de aceptar el lance propuesto.
Todavía en esos tiempos anidaban en las Fuerzas Armadas fuertes corrientes adversas a la vuelta de Perón. Lanusse fija la fecha de agosto de 1972 para que quien quiera ser candidato a presidente en las próximas elecciones, que se realizarían en marzo, resida en la Argentina. Todos entienden que procura una velada proscripción del jefe peronista.
Perón dejó pasar la fecha y volvió por unas semanas en noviembre de 1972. Cuando levantó una vez más su copa en Madrid el 31 de diciembre la Argentina estaba inmersa en el proceso electoral que llevaría a sus candidatos a la victoria. El efímero presidente Héctor Cámpora viajó especialmente a Madrid para estar a su lado en el regreso definitivo.
Perón se excusó de acompañar a Cámpora a la comida que el generalísimo Franco ofreció al nuevo mandatario argentino y tampoco asistió al banquete con el que Cámpora retribuyó el gesto de aquel. Entre los primeros truenos de la tormenta que azotarían a breve plazo a Cámpora y a la “juventud maravillosa”, e incendiarían la Argentina de los setenta, Perón había tomado la precaución de no oír a Franco dispensándole cuatro líneas de discurso y la hipócrita calificación de figura “egregia”. Era demasiado para el viejo zorro que ahora volvía en serio y enfermo a la Argentina.
La madrugada del 20 de junio de 1973 Franco fue a Barajas a despedir a personajes tan singulares de una larga época de la política argentina y su cohorte de acompañantes, ministros, médicos, y demás. En la máscara de Perón los observadores advirtieron huellas que denotaban la disimulada clase de su relación con Franco en los últimos trece años.
Una relación personal tan en blanco, tan irreal y nula, como que no habían compartido mano a mano, hasta el suspiro de la despedida, una palabra, y menos, un café ameno y amistoso.
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