miércoles, 21 de junio de 2023

PROBLEMA ARGENTINO


¿Por qué la política no habla de alimentación?
Erica Hynes
Hace unas semanas fue el día de la inocuidad alimentaria, concepto que en los libros de alimentación se entrelaza con el de seguridad alimentaria. Quiere decir que dispongamos de alimentos y de agua seguros, que no nos enfermen. La seguridad también incluye la disponibilidad cuantitativa: que esos alimentos estén accesibles y al alcance de la población. Por la efeméride,los canales de noticias mostraron cómo organizar la heladera para mantener la higiene alimentaria y en las redes sociales influencers renovaron sus posteos sobre cuántas horas hay que dejar entre comidas para que el ayuno intermitente optimice la salud y el peso, y prometa, aun, alargar la vida.
Resuena muy poco en la comunicación, y menos en la política, el verdadero nudo del problema alimentario en la Argentina: con más del 60% de niños y adolescentes bajo la línea de pobreza en nuestro país, la alimentación es mayoritariamente colectiva e institucional. Se come en la escuela, en la salita del barrio, en la copa de leche. Los hábitos se construyen en esos espacios, así como los gustos y la relación subjetiva con los alimentos. ¿Por qué una realidad tan concreta y central de la política pública no está en el centro de nuestra atención? El Estado invierte grandes sumas en alimentos. De forma directa, a través de los comedores escolares, e indirecta través de subsidios en formatos variados que incluyen tarjetas, planes, ayudas y contratos con empresas vinculadas a la alimentación.
De toda esta cadena, las escuelas son hoy las grandes alimentadoras de la patria y el servicio está lejos de dejar contentos a quienes comen y quienes miran desde afuera. Los alimentos que brindan son los que pueden comprar, con fondos siempre escasos y que llegan tarde; la comida es la que pueden cocinar ecónomas y auxiliares, con personal siempre limitado, y las condiciones de elaboración son precarias, siempre insuficientes. En las copas de leche y comedores popuse lares, todo se agrava porque hay incluso menos infraestructura y trabajadoras que en las escuelas.
Y sin embargo, cada vez más gente depende de este sistema para comer un plato de comida caliente al día. No es sorprendente entonces que predominen alimentos altos en calorías pero bajos en proteínas y vitaminas, que sean casi todos alimentos secos, que haya muy pocas raciones con verduras y frutas y que el azúcar sea protagonista de las compras semanales. La ley del etiquetado frontal, muy bienvenida, no solo incluye la rotulación con octógonos, sino que también demanda que los alimentos en los entornos escolares cambien. ¿Cómo se hará este tremendo esfuerzo en las condiciones actuales? ¿En qué agenda política figura un plan para invertir correctamente en alimentación pública?
El problema de la alimentación no es solo una cuestión de dinero, sino también de capacidad y de gestión. Hace falta gobierno para garantizar que los fondos que inviertan sirvan para saciar el hambre con alimentos inocuos y seguros, y también que sean útiles para desarrollar la agricultura intensiva, de cercanías, agroecológica y que agregue valor a las pymes alimentarias. Una vez Martin Luther King contó que de pequeño, cuando llegaba a su casa la ayuda alimentaria en una caja repleta de víveres, los niños se alegraban y no entendían por qué su madre estaba triste. Solo al ser mayor comprendió lo que significaba y trabajó para frenar el hambre. Ojalá que pronto descubramos, como King, que no se trata de tarjetas, subsidios y planes, sino de una reforma integral que revea toda la cadena, incorpore las voces de quienes se alimentan en espacios públicos y trace un proyecto a largo plazo inclusivo, productivo y social.ß

Diputada provincial de Santa Fe, doctora en Química e investigadora independiente del Conicet; especialista en tecnología de alimentos

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