Un amigo se quejaba el otro día de que el garam masala, que él adora, es difícil de conseguir aquí. Me pareció raro, y, como casi todos los lunes, cuando visité a mi proveedor de especias, me llevé una bolsita y se la regalé. Probé un poco antes, fue amor a primera vista y a la semana siguiente fui por más, pero esta vez ya no quedaba. Así que compré un robusto mortero.
Mal hecho. Las especias constituyen una de mis pasiones desde pequeño, desde que conocí las imperturbables hojas del laurel y el romero infinito en algún mercadito de los que había antes en los barrios, de una diversidad barroca y un regatear incivilizado.
Muchos años después, y como siempre deseé, mi cocina alberga hoy una generosa colección en frasquitos de muchos orígenes, que este fin de semana he ordenado, aunque no de motu proprio.
Semillas de cardamomo, de mostaza, de eneldo, de anises, de comino, de pimienta negra, rosada y de Cayena; canela; clavo; pimentón, como el que mi abuelo les ponía a sus papas hervidas, luego de un riguroso aceite de oliva; nuez moscada; orégano, y, por supuesto, tomillo. Le he pedido a un amigo que me envíe pebrella, pariente del tomillo que solo crece en Valencia y que convierte las carnes asadas en un nirvana. Mi afición por las especias es tal que hasta la sal gruesa está aquí bien condimentada con un adobo pertinente.
De modo que el dichoso mortero se ha convertido en un vicio. Ya llevo inventadas varias mixturas estrafalarias y, antes de tostarlas, he modificado la clase y cantidad de especias que formulan el garam masala, con resultados sutilmente gozosos.
Mi simpatía por las aromáticas se extiende a la huerta, claro, que se parece más bien a la tienda de un orfebre. Casi nada de lo que sale de allí puede comerse solo. Pero nada de lo que puede comerse sabe del todo bien sin lo que sale de allí.
Había hasta ahora, sin embargo, una ausencia notoria: el cilantro.
Ha de ser una especia deliciosa. Eso me dicen. Pero no lo sé, no tengo idea. A mí el cilantro me sabe a jabón de tocador. No me juzguen mal. Algunos, muy pocos, tenemos una alteración en un gen que codifica los receptores olfativos y, por esto, resultamos sensibles solo a los aldehídos insaturados del cilantro, pero no podemos detectar esas hebras cítricas que lo hacen tan atractivo para la mayoría.
Es así. Existimos cautivos de la realidad que nuestros sentidos consienten en concedernos. Cada vez que recalo en una receta que requiere cilantro, paso la página con un poco de disgusto. No solo no sé a qué huele ni a qué sabe. Nunca lo podré saber. Me indigna.
Pero no todo está perdido. Cuando este querido amigo mío me llevó a ahondar en el masala, volví a prestarles atención a las humildes semillas del cilantro, a las que aquí llamamos coriandro. Ambas son variantes que la laberíntica etimología ha originado a partir de una palabra tan antigua que ya aparecía escrita en griego micénico. Por fortuna, mi gen loco no me impide encontrar delicioso el coriandro, pese a que incuba una planta de cilantro.
-¿Y si probamos? -maquiné.
Sin mucha esperanza, sembré en una maceta un puñado de semillitas y aguardé. La paciencia es la primera virtud que enseña la tierra. No es, sin embargo, la única.
A la semana había salido el primer desperezarse verde, que enseguida advertí promisorio. Después aparecieron las características hojas de la única aromática que me rehúye. Es improbable que llegue a dar semillas este año, pero cuando el aire vuelva a oler a primavera, mi tienda de orfebre verá crecer cilantros, cuya única misión será la de florecer y fructificar. Algunas de esas semillitas terminarán en un masala más o menos ortodoxo o más o menos herético. Otras germinarán para cerrar un ciclo que se repite imperturbable cada año. Y que es otra de las lecciones que enseña la tierra. Que todo vuelve.
A. T.
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