Leo una hermosa memoria de Richard Ford: Entre ellos. Es un libro pequeño, un primer capítulo dedicado a su padre; el siguiente, a su madre. Nada más leerlo, recuerdo a mi padre. Era -como Parker Ford- viajante de comercio. A lo largo de su vida cambió varias veces de trabajo, pero nunca dejó ese oficio. Jamás supe si encontraba algún placer en esa tarea.
Se quejaba sordamente de las hostilidades del tiempo y del modo en que las caminatas extenuantes lastimaban sus pies. Quizá deambular por la ciudad, descubriendo cada tanto territorios y rostros nuevos, lo alejaba de los agobios que le producían las responsabilidades de la vida diaria. Yo no esperaba que llegara a casa. Lo espero ahora, sí, al cabo de cincuenta años y cuando ya no lo tengo conmigo, aguardo todavía su llegada en ese momento de mi infancia. Escucho el crujido de la llave en la cerradura, el roce de los pasos cuando sube la escalera, un soplido que delata el exceso de peso y la fatiga; lo veo avanzar una noche de invierno envuelto en su abrigo con una caja en las manos que apoya sobre la mesa de la cocina, quitarse la campera un poco holgada; lo escucho pedirme que cierre los ojos, aunque los dos sabemos que lo que ha traído otra vez es la caja de chocolates y que yo apenas entornaré los ojos en el afán de engañarlo y espiar el envoltorio amarillento y rojizo antes de que él me autorice a abrirlos; los dos sabemos que él hará que me cree aunque se dará cuenta de que no los he cerrado por ese ligero temblor de los párpados que me delata. Mi padre me pide ahora que abra una mano y despeje la mirada, y en cuanto siento el leve roce del envoltorio en la palma de la mano, tal vez humedecida por la emoción idéntica y siempre nueva, abro los ojos y me alza en sus brazos hasta hacerme golpear la cabeza con la lámpara de luz vacilante, y entonces los dos nos reímos y él me besa con los labios también húmedos pero qué importa.
Un poco antes o un poco después, en el recuerdo es lo de menos, mi padre vende televisores. El mundo es más ancho entonces, todo queda muy lejos, de modo que nos reunimos en torno de la pantalla en blanco y negro a ver los grandes acontecimientos: la larga batalla de los campeones de ajedrez Bobby Fischer y Boris Spassky en la remota Reikiavik, la llegada del hombre a la Luna, las peleas de box de Ringo Bonavena. Los televisores traen las noticias, pero también un mundo cargado de ilusiones. Mi padre es quien ofrece esas fantasías, trafica espejismos, y yo lo sueño como un demiurgo o como un mago o como el maestro de ceremonias de un circo trashumante. Él no lo sabe.
El oficio se ajustaba a su temperamento y a sus posibilidades más bien modestas. Tenía un carácter retraído y no estaba hecho para tomar decisiones, pero solía caerle bien a la gente por su simpatía y su sentido del humor. A veces el tono de las bromas que gastaba podía ser algo vulgar, y podía ser procaz hasta avergonzarme. Jamás lo acompañé en ese largo peregrinaje por las calles de la ciudad, que a veces llevaba adelante bajo un sol incendiario o tormentas demenciales, quizá porque él nunca creyó que un chico de diez o doce años pudiera interesarse en escuchar a su padre mientras exaltaba las bondades de un televisor o de una salsa de tomates.
Un poco antes o un poco después, en el recuerdo es lo de menos, mi padre vende televisores. El mundo es más ancho entonces, todo queda muy lejos, de modo que nos reunimos en torno de la pantalla en blanco y negro a ver los grandes acontecimientos: la larga batalla de los campeones de ajedrez Bobby Fischer y Boris Spassky en la remota Reikiavik, la llegada del hombre a la Luna, las peleas de box de Ringo Bonavena. Los televisores traen las noticias, pero también un mundo cargado de ilusiones. Mi padre es quien ofrece esas fantasías, trafica espejismos, y yo lo sueño como un demiurgo o como un mago o como el maestro de ceremonias de un circo trashumante. Él no lo sabe.
El oficio se ajustaba a su temperamento y a sus posibilidades más bien modestas. Tenía un carácter retraído y no estaba hecho para tomar decisiones, pero solía caerle bien a la gente por su simpatía y su sentido del humor. A veces el tono de las bromas que gastaba podía ser algo vulgar, y podía ser procaz hasta avergonzarme. Jamás lo acompañé en ese largo peregrinaje por las calles de la ciudad, que a veces llevaba adelante bajo un sol incendiario o tormentas demenciales, quizá porque él nunca creyó que un chico de diez o doce años pudiera interesarse en escuchar a su padre mientras exaltaba las bondades de un televisor o de una salsa de tomates.
Se olvidaba de que era mi padre, y no intuía siquiera que para un hijo, por insignificante que les parezca a los otros el oficio de su padre, esa figura puede alcanzar dimensiones épicas. Siempre debí imaginármelo en esa trashumancia, y me sentía lastimado cuando dentro de mí escuchaba las voces con las que conversaba y sobre todo la suya, a la que estaba tan poco acostumbrado dentro de la casa, salvo durante las mañanas, cuando mientras me vestía para ir a la escuela, demorándome más de la cuenta con tal de que esa escena no se me escapara, él proyectaba por la casa su voz de tenor cantando tangos frente al espejo mientras se afeitaba. Me sentía herido soñando esas conversaciones de mi padre con los otros -los otros era el mundo de los adultos, pero también eran los hijos y nietos de los dependientes que ayudaban a sus padres y abuelos en el almacén- de un modo en que no lo hacía conmigo. Era parco y ensimismado dentro de la casa, quién sabe acechado por qué fantasmas, pero ese dolor amargo e impotente no estaba hecho de palabras sino de gestos mínimos e imperceptibles para quienes no lo frecuentaban, pero que a mis ojos eran una mueca inconfundible de su derrota. Eso: el crujido de la llave en el ojo de la cerradura. Voy a su encuentro, otra vez.
V. H. G.
V. H. G.
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