La miraba dormir y pensaba que quizás había emergido de una ola de mar concebida por el suspiro del viento.
Era apenas de noche y estaba sentado a la mesa frente a la cama. Pintaba y escribía con una vela y no podía dejar de mirarla. Dormía. Tenía una mano apoyada sobre la almohada, sus largos y finos dedos parecían envolver mi alma, su pelo aún arrebatado de excitación abarcaba promesas, músicas y candor.
Sus ancas, muslos y piernas parecían las flechas con las que siempre soñé; atadas con plumas de cóndores en la cordillera con tientos sobre varillas de maitén. Eran un esbozo de libertad; voto que sería renovado por el andar de nuestros hijos en nuevos y magnos senderos.
Habíamos hecho el amor y mi pulso parecía estar aún con ella, ardido de adoración y extravío.
Al caminar parecía siempre tener un vestido blanco. Impúdica e inocente, lúbrica de sueños, licenciosa de besos, sus manos libertinas sabían tanto de tibieza carnal como los duraznos jugosos del jardín de enero en las tardes de sol.
Su voluntad y tesón eran implacables, todo lo hacía con absoluta dedicación, llegaba a lo más profundo de los hechos, nada quedaba librado al después o al medio hacer. Cuando las cosas se plasmaban debían ser hechas implacablemente. Aunque nunca lo decía, consideraba que todas las metas posibles tenían una sola medida; la de la entereza, el ahínco, la constancia. Era firme, aplicada y parecía mantener una paciencia infinita.
Luego de las largas jornadas de trabajo mantenía un silencio profundo, sentada en una silla mirando las colinas, como si el mar a su frente no existiera, sumida en una introspección recóndita, insondable. Un misterio sigiloso y lejano que residía en algún lugar inimaginable para mí.
Me acerque a la ventana, la luna casi grande iniciaba su andar nocturno, las damas de noche llegaban con su promiscuo dulzor por el entramado del mosquitero como un aullido de ángeles.
Salí desnudo al jardín y caminé por el pasto hasta la playa. Me zambullí en el mar oscuro. Después de tanto deseo estaba finalmente dentro del agua, allí donde ella había germinado. Las olas muy grandes me pasaban por encima una y otra vez, lo necesitaba. Cada inmersión llena de espuma blanca me iba lavando, como si los años pasados ya no existieran. Mi vida había sido una suma de hechos inclasificables para los demás, pero enteramente terminantes, formadores para mí, por haber quebrado las fronteras de lo establecido y habitado un mundo fáctico donde pude esforzadamente volver a valorizar el hacer y el amor; a mi imagen y semejanza. Erguido de a pocos y atrincherado de a muchos, llegué lentamente con pausas que parecieron eternas a este amor.
Y ahora, hoy, en esta extensa suma de décadas, aquellos primeros brotes de libertad de mi niñez, esbozados en mi obstinado albedrío parecen ya asentados dentro de mis alforjas, llenos de palabras y recuerdos. Llenos de alientos por defender lo que parecía refutado por otros en los anaqueles del repudio.
Permanecí dentro del agua por horas y al salir deambulé por la playa juntando palitos y maderas de las mareas.
Hice con los pies un pozo en la arena y encendí un fuego.
Era el fuego de los años, el que me dio el andar, el que llegó a cenizas para volver a nacer como un chasquido de esperanza. El de mi niñez cuando, aun sin conocer su verdadero contenido, nos acompañaba por las cordilleras al rescoldo de algún cocido precario, durmiendo debajo de los coihues y las estrellas.
Mi cuerpo hundido en la arena mientras calentaba café en una pavita de hierro correntina. Elemental, fundamental.
Volví a la casa para secarme y dormir con ella unas horas.
Había ido al mar para develar su misterio, pero no lo logré. Afrodita.
F. M.
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