Francia, mi amor, siempre he de volver por tus semillas, y a París por su aura. ¿Has escalado sus cumbres? ¿Has hecho el amor a sus parques, jardines, calles? ¿Te has vestido con sus glorias, sus sombras, sus ardores? ¿Has saboreado sus cortinados, sus buhardillas, sus tejados? ¿Te has entregado a su militancia de cafés, pastis y croissants? ¿Has nombrado sus intimidades, sus senos, su frenesí? ¿Te has adornado en galas con sus estrellas y pasado? ¿Has comprendido su hacer de humores y arrogancias? ¿Has respetado sus tradiciones, sus fábulas, sus secretos? ¿Has visto cómo abraza sus libertades, las tuyas y las propias?
París es la mariposa del amor, la sangre de la palabra, el color de mi ilusión.
Hacía frío, me había puesto botas de cuero hasta la rodilla, mi grueso saco negro tejido de lana llegaba casi al piso. No tenía botones, por lo que siempre me lo ataba con un cinturón de cuero rojo, la hermosa vanidad del vestir. El día anterior había fallecido el couturier Givenchy, una de las grandes tijeras de Francia; su legado y garbo serán para siempre un sello de lacre soberano, un galón agraciado sobre las espaldas esbeltas de los galos. Su pequeño vestido negro parecía ser la misma piel y el alma de París. Un resumen preciso del silencio y mesura de la gracia.
Caminé desde la Île Saint-Louis por la rive gauche hasta la Torre Eiffel pasando por los puestos de libros del Quai.
Desde la distancia, las barandas de los puentes parecían desmochadas por el tiempo y por los alientos de intelecto de la ciudad. La mujer parisina trajina sus calles con prestancia prístina e irreverente, como si su belleza fuera dada por los reflejos de la ciudad y por los fantasmas que la reverencian. Ellos han sido parte y han inspirado al amor, al arte, al deseo y a la guerra. Una ciudad festejada por las lágrimas y los triunfos de arquitectura que se gozan y leen en su trazo, escala y perspectiva. La fuga de sus avenidas entre árboles y monumentos con el temple de sus museos en cada esquina.
Me arrodillé en el piso y hundí mis manos hasta los codos en la enorme bolsa de arroz. Al hacerlo, bajé mi cabeza y sentí el perfume del Basmati. Olía como el amor en el mejor de sus días.
Cerré los ojos y pensé en la sazón; ajo, cebollas y laurel. Estaba en el mismo almacén iraní que conocí cuarenta años atrás. Entonces no imaginaba que la ciudad regiría tantos tramos de mi vida y tampoco pensé que ese mismo arroz con tanta fragancia emanaría siempre origen e hidalguía en su elegante simpleza. Cada indicio, insinuación, vestigio de mi sartén y sazón residen entre las alcantarillas y las cumbres de las mansardas de París.
Luego de haber cocinado por tantas décadas todo parecía resumirse en este plato preferido. Cada vez que lo comía me trasladaba a la misma esquina del 7º distrito, donde se olía a canela, coriandro, cúrcuma y cardamomo. Compré un bolsón de veinte kilos, con envío a mi casa de Provenza, y un frasco muy hermético de hebras de azafrán.
Esa noche, al llegar a casa, estaba solo. Dispuse un tazón de arroz en la cacerola y lo cubrí con caldo de cebollas, ajo y laurel. Solo eso.
También, una pincelada de sal de Guérande.
Me senté en una silla al lado de la hornalla mientras escuchaba el Réquiem de Wagner y el borbotear de mi arroz. En el florero, las camelias ya estaban marchitas, pero mi alma aún no. Latía en estruendos de deseos, tenía tantos besos por dar, tantos poemas por leer, tantas tardes aún de trajines por París, tomado de las manos de mis hijos. Será que ellos un día comprenderán esta pasión.
París, brego por los vestigios ocultos de tus instintos e intuición que habita los pasillos de cada una de mis esperanzas.
París, brego por los vestigios ocultos de tus instintos e intuición que habita los pasillos de cada una de mis esperanzas.
Comí en silencio mientras rallaba un añoso queso Comte sobre mis granos.
F. M.
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