El 24 se cumpló el aniversario del genocidio armenio. Se ralizaron misas en la catedral San Gregorio El Iluminador en Palermo y en Ereván y se realizaron los actos centrales para recordar y pedir justicia y reconocimiento por el asesinato de un millón y medio de cristianos armenios a manos del Imperio Otomano. Digo reconocimiento porque aún hoy, a 103 años, el gobierno de Turquía sigue negando semejante exterminio masivo. El propio presidente Erdogan fue capaz de acusar hace tres años al Papa Francisco de “decir estupideces” porque había dicho que el genocidio armenio era el primero del siglo XX.
Hay que abandonar el “negacionismo en todo el mundo” y en todos los genocidios. Mientras un genocidio sea negado, el genocidio, sigue ocurriendo”. Por eso el símbolo mundial del reclamo es la flor de Nomeolvides, perfecta y violeta con un corazón redondo y amarillo. Y es verdad que no hay que olvidar. Para no repetir. Y recordar para prevenir. Y reconocer la existencia de ese holocausto del pueblo armenio para poder cerrar las heridas y que los muertos puedan descansar en paz.
Hace exactamente un siglo y tres años, la matanza comenzó por la dirigencia política e intelectual de Constantinopla. Los jóvenes turcos fanatizados acusaban a los armenios y a otras minorías griegas, serbias y asirias de ser los responsables de la decadencia del Imperio Otomano y no soportaban sus virtudes para el comercio y la cultura. El intento de limpieza étnica fue de una crueldad y salvajismo particular. Brutales violaciones de mujeres y crímenes en la horca contra la condición humana. Algunos sobrevivientes aseguran haber visto una montaña de bebitos apilados y convertidos en una hoguera en segundos. ¿Escuchó bien? Prenderle fuego a chiquitos poco menos que recién nacidos… Uno nunca sabe hasta dónde puede llegar la monstruosidad de los que industrializan la muerte y el odio. La periodista Magda Tagtachian contó en su momento cómo su abuela Armenuhi, que significa mujer armenia, se salvó dos veces de la muerte en forma milagrosa. La primera vez tenía un año y medio y viajó durante horas en las alforjas que colgaban del lomo de un burro que cabalgaba su padre. Tuvieron que huir del pueblito de Aintab. Cada tanto, sacaban a la pequeña Armenuhi para que respirara y rezaban para que no llorara ni llamara la atención a la hora de cruzar algún control de los soldados otomanos. Después caminaron horas entre el hambre, el frío y el destierro hasta que llegaron a Alepo en Siria. Por la posición enroscada que tuvo en ese escondite de cuero, y el shock anímico del pánico, la abuela de Magda contrajo una tortícolis vitalicia y su pelo se volvió blanco como si fuera una viejita. La segunda salvación fue cuando trasladaban a toda la familia en el tren de la muerte hacia los campos de concentración. En pleno desierto, su padre la envolvió en una manta y la arrojó por un hueco del vagón rogando a Dios que la protegiera. Y la protegió tanto que al poco tiempo la puso en un barco que llegó a esta bendita tierra de inmigrantes donde todavía convivimos en paz y amistad los argentinos de todos los colores las razas y las religiones.
CON EL RESPETO Y DOLOR DE ALFREDO LEUCO Y TODOS NOSOTROS
Armenia fue durante 70 años una de las repúblicas de la Unión Soviética. Todavía pueden verse en sus calles los destartalados autos LADA y los gigantescos edificios grises de la burocracia socialista. Es un país que logró su independencia en 1991 y hoy practica una democracia parlamentaria occidental aunque está rodeada de países musulmanes como Irán, Turquía y Azerbaiyan. En la diáspora hay 8 millones de armenios viviendo por todos lados pero mayoritariamente en Estados Unidos, Francia y Argentina que envían alrededor de dos mil millones de dólares al año para sostener la patria de sus antepasados.
Como todo pueblo que ha sufrido una gran persecusión, los ojos de los viejitos tienen cierto cansancio de tanta tristeza. Pero renuevan su esperanza en la mesa familiar donde el progreso y la comida son en pan de cada día. Los rituales, las danzas, los aromas y las especies del mercado Tashir se transforman en el lavash, jorovads o el Herisé, que se saborean con la mente puesta en el monte Ararat. Fue en ese lugar mágico que pertenecía a Armenia y hoy está en Turquía donde el Arca de Noé, según cuenta la biblia, se posó durante el diluvio. Hoy la imponencia y la blancura de sus nieves eternas son tal vez el símbolo de un pueblo que apuesta a la memoria y que pelea por la justicia. Ya pasaron 103 años de esos crímenes de lesa humanidad.
El 24 es el día de “acción por la tolerancia y el respeto entre los pueblos” por ley nacional número 26.199. La Asociación Cultural Armenia de nuestro país dice que “en todo delito, hay un autor, un delincuente. Este delincuente es el estado turco, es la República de Turquía” que fue la que decidió “la aniquilación total del pueblo armenio. Fue un plan sistemático de destrucción masiva mediante masacres y deportaciones letales y la destrucción del patrimonio cultural”. No fue casual el asesinato del periodista Hrant Dink, en 2007, a manos de un nacionalista turco en represalia por su prédica a favor del reconocimiento de la barbarie criminal. Está claro que no son negacionistas sueltos. Es un negacionismo de estado. Hoy dentro de una hora van a marchar en protesta hacia la residencia de la embajadora turca en Argentina.
Hay solamente 22 países que reconocen el genocidio armenio como tal. El primero fue Uruguay allá por 1965 y Argentina, primero por boca de Raúl Alfonsín y en el 2007 por ley del Parlamento nacional. Fue un intento deliberado y planificado de barrer un pueblo de la faz de la tierra. Fue el antecedente inmediato que tuvieron los nazis en Alemania.. Instalaron el odio racial que implica siempre apuntar a un chivo expiatorio. Es urgente que todos los países del mundo pongan el grito en el cielo como lo hizo el Papa Francisco. Para que Turquía reconozca el genocidio. Para que nadie mire para otro lado. Para que florezca la flor del Nomeolvides que es como decir Nunca Más, pero en armenio. Con la fortaleza de las golondrinas.
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