Cierta tarde, mientras caminaba sin propósito por uno de los pasillos del teatro, escuché a lo lejos el sonido lejano de un instrumento de viento. Andando a solas por el anillo que rodea la sala, decidí seguir ese pálido hilo musical. El teatro estaba desierto, y eso le confería a la escena un encanto singular. Caminé pausadamente y aguzando el oído conforme creía acercarme al instrumento, acercando cada tanto el oído a los recovecos -la penumbra de un palco, la confitería desnuda, sin la romería de espectadores que la atiborran durante los intervalos-, en la esperanza de descubrir el origen de ese encantamiento. Me sentí en ese estado del ánimo que suele perturbar a los amantes cuando están a punto de consumar su deseo: quería saber cuál era la fuente de ese embeleso, pero al mismo tiempo deseaba que se prolongase el misterio. La idea de caminar envuelto en ese sonido voluptuoso me resultaba sensual, en el sentido en que es incitante observar a una mujer hermosa cuyo rostro es cubierto por un breve antifaz en un baile de máscaras. Al cabo de un momento que me pareció extenso, cuando ya el sonido había cobrado cuerpo, descubrí a en un bajo escalera a uno de los músicos de la orquesta que tocaba la tuba, mientras hacía los ejercicios de calentamiento.
Estábamos en octubre de 1989, y era la víspera del estreno de Aida en el Teatro Colón. Durante muchas semanas, con mi amigo Milos Deretich habíamos filmado los preparativos de todos los aspectos de la obra. Lo hicimos con la audacia (¿la petulancia?) de la que son capaces los jóvenes.
En una casa de ópera, durante los extenuantes preparativos de obras muchas veces majestuosas, esas escenas sorprenden con frecuencia al paseante. En uno de los ensayos de Aida, cuando no restaban muchos días para su estreno, nos llamó la atención la tensión física en que cantaba la mezzosoprano Elena Obraztsova. Pese a que en esas circunstancias preliminares el cantante no exige todo de su voz, el cuello de la Obraztsova era un río de venas a punto de estallar; no podíamos quitarle los ojos de encima. De inmediato, filmamos ese detalle con varios primeros planos: el dramatismo del rostro, al que se añadía la crispación de los ojos, le conferían a esa imagen, de acuerdo con nuestra mirada de realizadores noveles, y sobre todo extranjeros en el mundo de la ópera, una inusitada carga de verdad. Era eso lo que nos interesaba capturar con la cámara: el rostro crispado de los cantantes, el cuerpo imperfecto de las bailarinas, los gestos de fatiga de los músicos en el ensayo, cualquier detalle que dejara al descubierto la serie de artificios escénicos que enmascaran esas imperfecciones. Queríamos retratar a personas de carne y hueso, sufrientes o desencantadas, queríamos exponer a la luz la verdad. En cuanto observó por el rabillo del ojo los resultados de esa toma en un visor adosado a la cámara, el régisseur Roberto Oswald nos hizo sentir el peso de nuestra inexperiencia: jamás debía develarse el rostro que disimula la máscara. Nunca supo que entre las imágenes que ocultamos con mayor celo de su mirada, como quien comete una travesura infantil, está la del momento en que le reprocha con vehemencia un movimiento fuera de tiempo a una bailarina que, abrumada por su carácter volcánico, se echó a llorar en pleno escenario.
Quizás el recuerdo más conmovedor de esos días sea aquel en que me veo durante un ensayo sentado en la breve escalera que desciende al foso de la orquesta. La sala está en penumbras, la atmósfera es de recogimiento. O eso al menos siento mientras las distintas secciones ajustan detalles de la interpretación, el modo en que atacan un pasaje, el tempo musical. Cada vez que vuelvo a escuchar Aida vuelvo a esa escena tan íntima y emotiva.
Filmamos los progresos de esa obra durante meses. Asistí al estreno con cierta prevención, temeroso de que haber sido testigo de la minuciosa construcción de la obra le restase verosimilitud a lo que habría de ver y escuchar. Sin embargo, nada de eso sucedió, sino todo lo contrario: durante tres horas viví el drama amoroso de Aida y Radamés como si estuviese en el antiguo Egipto, aunque había visto el modo en que los ilusionistas del teatro habían cosido túnicas de soldados y sacerdotes, pintado columnas y pirámides, acondicionado joyas, cascos, espadas, calzados y toda clase de elementos escénicos. Pero bastó que comenzase a escucharse el Preludio para que sucumbiera a la maravilla del teatro. Todo era verdadero y nuevo. Otra vez, me sentía de regreso en la infancia, otra vez, bajo el hechizo de un cuento.
V. H. G.
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