ALDO NERI
Todas las sociedades tienen los mismos hechos característicos de la especie humana: todas tienen corrupción, femicidios, homicidios, robos, altibajos económicos, ignorancia, saberes, personas inteligentes y sensatas, personas ignorantes o agresivas, desigualdad, impulsos a la cooperación o a la confrontación, políticos demagógicos, políticos decentes, etc. Lo que cambia es el grado en que lo tienen, desde el mínimo vestigio hasta la abundancia máxima.
Haciendo foco en la historia argentina escasean las iniciativas cooperativas, y predominan las confrontativas: realistas o criollos, provincianos o porteños, unitarios o federales, liberales o nacionalistas, peronistas o gorilas, neoliberales o populistas. Y muchas coexistieron y se ayuntaron. En la segunda mitad del siglo XIX la elite liberal, ayudada por los cambios tecnológicos de la época, el aporte inmigratorio y el comercio internacional, hizo prosperar al país, a pesar de la inequidad reinante y de confrontaciones desgastantes. Habíamos pasado, en un siglo, de colonia política a colonia económica, progresando globalmente con la última.
En el principio del siglo XX la cuestión social empieza a tener relevancia, y gana un partido popular, pero la crisis de Occidente del 30 cambia el mundo, que se pone sombrío en la década, también para nosotros. La Segunda Guerra Mundial transforma la deriva en oportunidad: nosotros ganamos la guerra económicamente, sin estar involucrados. Al calor de esta ventaja se desarrollan los derechos sociales y también comienza el período del acentuado facilismo que, con intentos de corrección fracasados, no concluye hasta ahora. El facilismo definido como conseguir las clases sociales -en períodos distintos- logros o privilegios con poco esfuerzo. Y esto sucedió independientemente de que fueran gobiernos militares o republicanos. Una de las diferencias que podemos detectar entre ellos estriba en el sector más beneficiado por sus políticas. Pero como país, hace décadas que vivimos por encima de nuestras posibilidades. Esto encubre las desigualdades marcadas en el aprovechamiento de esas posibilidades. El facilismo lo pagamos con inflación, con deuda para consumo, con malhumor, con empresarios ineficientes y cebados, con un sindicalismo también cebado ¡y cómo!, con acusaciones entre nosotros, con desigualdad social creciente, con falta de confianza en nosotros mismos, disimulada por una petulancia superficial.
La cultura del facilismo infiltra todas las clases sociales: desde el empresario prebendario hasta el obrero sindicalizado, en la defensa de sus derechos y soslayando sus obligaciones; desde la clase media -que pocos semanas atrás hizo decir a una destacada política y a un presidente de partido, ambos oficialistas, que la principal víctima del ajuste actual era la clase media, a pesar de que en Semana Santa se registró un récord de turismo interno, un récord en la venta de automóviles en el primer cuatrimestre de este año, y en ambos casos es principal protagonista fue la clase media- hasta el joven marginado que descubre que se adapta mejor a su entorno sirviendo de "mula" en el narcotráfico o trabajando para un puntero político a cambio de un plan social. Por supuesto, hay en todas las clases sociales gente que actúa distinto, y que es nuestro reservorio de virtudes sociales, pero no hacen tendencia, no hacen cultura hasta ahora.
¿Cómo se lucha para cambiar la cultura del facilismo, tan arraigada en la idiosincrasia de nuestra gente, de nosotros mismos? Nadie tiene la fórmula del éxito indudable, pero como pasa en un neurótico, lo primero es tener conciencia de que uno está mal. Los partidos políticos, que fueron las modernas fuentes históricas de los impulsos de cambio, me sorprendería gratamente que sirvieran para esta primera etapa: están hoy demasiado deformados por el corto plazo, y cómo les va a ellos en ese lapso; las corporaciones no sirven, están demasiado preocupadas por sus intereses para pensar una propuesta que en algunos aspectos los contradiga.
Hay que generar un movimiento cívico, que es político y multiclasista pero que no compite, no gana poder, salvo en las conciencias, que no acepta financiación extraña, salvo la que pueden darle sus adherentes, como el cristianismo hace dos mil años. Que fija como su objetivo cambiar los comportamientos sociales, y que haga posible incrementar las tendencias a la cooperación, a la honestidad, a la redistribución de la riqueza y las posibilidades, a la eficiencia, vista como responsabilidad social, en todo terreno. ¿Es utopía? ¡Seguro!, pero las utopías han sido motor de lo poco que ha progresado la humanidad en este campo.
Médico, exministro de Salud y Bienestar Social de la Nación
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