sábado, 20 de octubre de 2018

LA OPINIÓN DE FEDERICO ANDAHAZI,

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“Historias prohibidas de la historia”, por Federico Andahazi
La nueva columna del escritor
Cuando pensamos en quienes forjaron nuestra historia solemos imaginarlos como súper hombres que tenían todo planificado y que actuaban según un plan preconcebido de principio a fin. Pero la verdad es que muchos de ellos han tenido vidas apasionadas, historias de amor dignas de novelas y más de uno perdió la razón detrás de asuntos del corazón o, lisa llanamente, de la carne. Y si no me creés, escuchá esta historia Lavalle.
En 1839 Juan Galo Lavalle partió desde la Banda Oriental para emprender la Campaña Libertadora. Parecía una empresa signada por el fracaso. Cada jalón de la gesta era un nuevo eslabón a la larga cadena de derrotas políticas y militares.
Dos hechos cruciales determinaron la debacle de la expedición: por un lado la aplastante derrota en la batalla de Quebracho Herrado a manos del ejército federal de Manuel Oribe sobre las tropas de Lavalle y, por otro, la salida de Francia de la coalición de fuerzas orquestada para derrocar a Rosas.
Sin los recursos financieros y militares de Francia, la gesta se tornaba cada vez más difícil. Los fracasos en el terreno político y en el campo de batalla sumieron al general Lavalle en una profunda depresión; melancólico, el jefe unitario se sumergía en largos silencios contemplando las llamas de la fogata de campaña.
El militar y cronista Tomás de Iriarte nos dejó una elocuente descripción del estado espiritual de Lavalle: «una apática y criminal indiferencia aparecía en todas sus acciones y objetos de goces privados absorbían toda su atención».
Esta última frase contiene una acusación gravísima y, además, menciona ciertos misteriosos «goces privados». ¿Qué se ocultaba detrás del patético estado de Lavalle? Iriarte escribe: “El general Lavalle estaba enamorado, enamorado torpemente, como un cadete y no se ocupaba más que de su Dulcinea de la que le costaba separarse.”
A pesar del enorme peso histórico que tuvo la Campaña Libertadora, la gesta de Lavalle se vio frustrada, en gran medida, porque su corazón y su juicio estaban en otra parte.
Iriarte apela a la figura de Dulcinea para poner en evidencia, un hecho indiscutible: que Lavalle había perdido la razón igual que Don Quijote.
Hasta tal punto resulta cierta la analogía que sólo así se explica el final novelesco de esta expedición.
La figura errática de un Lavalle irreconocible, flaco y barbado cabalgando a la deriva por los caminos del noroeste sin un plan, casi sin armas y con sus enormes ojos negros alucinados, es el retrato viviente de Don Quijote de la Mancha. Pero, ¿quién era la misteriosa Dulcinea de Lavalle que consumía su razón?
Todo se inició durante una recepción que ofrecieron a Lavalle y sus altos oficiales en Anjuli. Allí el coronel Bildoza le presentó una «sobrina», quien le brindó su más cálida hospitalidad luego de la cena que dieran en su honor.
La dama, cuyo nombre quedó en el anonimato, sabía cómo tratar al huésped. La breve parada en Anjuli se extendió unos días más de los previstos.
Lavalle, en la alcoba en la compañía de «Dulcinea», no mostraba ninguna intención de retomar la marcha.
Completamente enamorado, el general no se dejaba importunar por nada ni por nadie. Así, fueron pasando los días y su edecán le informó las malas nuevas: las tropas federales de Pacheco habían aniquilado a la división al mando de Vilela.
Las noticias demoledoras bajaron la moral del general, pero no sus otros impulsos. Algunos días después, el edecán volvió a golpear la puerta del cuarto en el que Lavalle purgaba sus penas bajo las cobijas. Nuevamente, malas noticias: la mayor parte de las tropas de Acha que marchaban hacia Santiago acababan de desertar.
Los hechos obligaban a Lavalle a tomar una decisión urgente. Yendo y viniendo de aquí para allá en ropa interior, debía pensar en algo. La mano extendida de su amante desde la cama era una invitación a reflexionar con calma. Entonces, mientras acomodaba su cuerpo al de la mujer, se dijo que ya se le ocurriría algo. No había que precipitarse. Y así se sucedían los días y las peores catástrofes y el general no abandonaba su cálido refugio.
El general Lamadrid, harto de la inexplicable apatía de Lavalle, decidió separarse y retomar la marcha con el Segundo Ejército. Pero ni siquiera esto alteró la actitud del jefe enamorado.
Según el relato de Iriarte, Lavalle «se manifestó muy indiferente, contentándose con decir que Lamadrid era un loco». Las tropas, varadas en Anjuli en la más completa inacción, asistían con preocupación al encierro de su jefe máximo. Iriarte, desesperado ante el avance de las fuerzas de Oribe, apuntó: “¡El tahalí (que es el cinto que sostiene la espada) del soldado ha sido reemplazado por la cintura de Venus! […] Entre tanto conciliaba el no separarse de su nuevo adorado tormento, pues se había entregado en cuerpo y bienes a los encantos del amor.”
Tan insostenible se tornó la situación, que gran parte de los oficiales abandonaron a Lavalle y marcharon junto al general Lamadrid. Era el comienzo del fin de la Campaña Libertadora. Sin embargo, no iban a terminar allí las aventuras amorosas de Juan Lavalle.

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