domingo, 21 de octubre de 2018

LA OPINIÓN DE FEDERICO ANDAHAZI,


“El ‘poliamor’ en los tiempos de unitarios y federales”, por Federico Andahazi
La nueva columna del escritor 
Hoy, que se habla tanto del “poliamor” como una nueva manera de decorar los viejos y conocidos cuernos, te voy a contar cómo era eso del “poliamor” en épocas de unitarios y federales.
Ayer hablamos del fracaso político y militar que resultó para el General Lavalle la Campaña Libertadora contra el rosismo. Habíamos contado que a la derrota en Quebracho Herrado y al retiro de Francia de la coalición de fuerzas unidas para derrocar a Rosas, se le sumó el enamoramiento apasionado en el que cayó Lavalle y que, por increíble que parezca, no le permitió salir de Anjuli, preso de los encantos de la sobrina del Coronel Bildoza.
El General Lamadrid, harto de los caprichos sentimentales de Lavalle, lo abandonó llevándose con él al Segundo Ejército. Pero ahora te voy a contar su proverbial enemistad con Tomás Brizuela, gobernador de La Rioja, y creeme que este capítulo lo podría titular “Durmiendo con la mujer del enemigo”.
Se ha intentado explicar este encono a partir de divergencias políticas, estratégicas y militares. Lo cierto, es que la hostilidad entre el gobernador y el general fue uno de los principales motivos del fracaso militar de la Liga del Norte contra las huestes de Rosas.
Ahora bien, ¿cuál era la verdadera razón de la antipatía irreconciliable entre Lavalle y Brizuela? Tomás Brizuela fue un personaje oscuro y misterioso, del que muy poco se conoce. Fue lugarteniente de Facundo Quiroga y gobernador de la provincia de La Rioja entre 1836 y 1841. Dice una crónica:
“Tomás Brizuela vivió amañado con una muchacha riojana de nombre Solana Sotomayor, también conocida como la Solanita.”.
De acuerdo con tres crónicas diferentes, mientras Lavalle se aproximaba con sus tropas a Catamarca vio una pequeña división que, al ver a los soldados, intentó darse a la fuga pero, finalmente, fue interceptada.
Luego de ser interrogados por Lavalle, y al comprobar que no se trataba de tropas enemigas, el general ordenó dejarlos en libertad. Sin embargo, antes de que pudieran irse, uno de los hombres de Lavalle descubrió que, oculta entre los soldados, había una mujer.
El general se aproximó y al quitarle el sombrero que le cubría parte de la cara, se encontró con los ojos más hermosos que jamás hubiese visto. Tal fue el impacto, que Lavalle, con el único propósito de retenerla, ordenó hacer prisionera a la pequeña división y trasladar a la mujer a su campamento en Hualfín.
La hermosa cautiva del general le hizo saber, en tono amenazante, que era la mujer del gobernador de La Rioja. Lejos de amedrentarse, el jefe porteño le dijo que no era razón suficiente para liberarla. En realidad, quien había quedado cautivo de aquellos ojos negros y de la figura sensual de la Solanita, era Lavalle. La mujer pasó de las palabras fuertes a los insultos y de las amenazas a los gestos de violencia física. Lavalle la miraba fascinado y, cuanto más se enojaba, más hermosa la veía. Indignada ante la sonrisa del insolente porteño, la Solanita se abalanzó sobre él, dispuesta a defenderse con las uñas de semejante ofensa.
Pero una vez entre los brazos del general, inmovilizada y a su merced, primero no pudo y luego no quiso resistirse al beso apasionado de Lavalle.
Fue aquél el comienzo de un nuevo romance del jefe unitario. Tan hermosa era la mujer que el general volvió a olvidar el motivo que lo había llevado hasta el norte y resolvió retirarse una temporada al Paraíso en compañía de su flamante Eva.
Como lo hiciera en Anjuli, otra vez el general entra en una suerte de «retiro carnal» y pide a sus hombres que no lo molesten. Los pocos oficiales que habían tenido la infinita paciencia de esperar que su jefe se dignara a concluir su voluntaria reclusión en Córdoba, ahora asistían atónitos a este nuevo romance.
Los impulsos sexuales de Lavalle eran irrefrenables y, ciertamente, atentaban contra el éxito de la campaña. Por su parte, la «cautiva» no daba muestras de querer volver a La Rioja. Pero quien sí había acusado recibo de la traición era Tomás Brizuela.
Al enterarse de que la Solanita no estaba dispuesta a regresar con él, pasó de la indignación al desconsuelo. Escribió Felipe Peralta, un lancero de Facundo: “No bien el general Brizuela supo de la mala pasada que cuentan le jugó la Solana Sotomayor, fue como si se apeara del caballo para siempre y guardara la lanza. Con ser hombre de coraje y audacia, ya no le importó la guerra ni el mando para nada. Bebía. Parecía una cosa de trapo. Y diz que a su mismo hombre de confianza, Germán Villafañe, le pidió que lo matara antes de caer preso y con vida en las tropas de Aldao.”
Estas líneas explican el trágico fin no sólo de la gesta, sino del propio gobernador de La Rioja. Tal como pidió, Brizuela fue asesinado en un acto de piedad por su mano derecha, Germán Villafañe. Pero para Lavalle, colmado de éxitos amorosos y fracasos militares, la campaña todavía no había terminado. Todavía quedaban el último capítulo. Pero esa historia, te la cuento la semana próxima.

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