miércoles, 24 de octubre de 2018
LEOPOLDO MARECHAL Y SUS MIL UNIVERSOS
Por María de los Ángeles Marechal
Ilustración El Tomi
El 11 de junio de 1900 nace en Buenos Aires, en la calle Humahuaca 464, Leopoldo Marechal. Son sus padres Lorenza Beloqui, argentina, de ascendencia vasca y Alberto Marechal, uruguayo, de ascendencia francesa. Sus abuelos maternos son Juan Bautista Beloqui y Angela Mendiluce, oriunda de Olazagutía (Navarra); y sus abuelos paternos, Leopoldo Marechal (francés) y Mariana Garans, de ascendencia francesa.
1901 Hijo de una familia cristiana, es bautizado el 23 de febrero en la Parroquia de Nuestra Señora de Balvanera. Son sus padrinos Bernardo Iturralde y Martina Beloqui de Mujica.
1902 El 27 de enero nace su hermana Hortensia Berta.
1905 El primero de enero nace su hermano Alberto.
1907 Comienza su educación en una escuela particular de franceses.
Su padre, Alberto Marechal, mecánico vocacional y autodidacto, fabrica los juguetes para sus hijos En el hogar se habla nuestra lengua y el idioma francés.
1910 La familia se muda a Monte Egmont 280, hoy Tres Arroyos, en el barrio de Villa Crespo. Todos los veranos, viaja a Maipú a la casa de sus tíos Martina y Francisco Mujica, puesteros en el campo. Diversas anécdotas señalan su paso y el recuerdo de su niñez. Leopoldo le contaba a sus amigos de Maipú que su maestro le decía que escribía muy bien y que iba a ser poeta. Los niños del lugar contaban esto a sus padres y los papás les comentaban a sus hijos: ¡Habla así porque es de Buenos Aires!". Niños y padres le pusieron el apodo "Buenos Aires".
Años despues, descendientes maipuenses de aquellos niños, contaron esta divertida historia.
1912 El 2 de agosto fallece en Maipú, su abuelo Juan Bautista Beloqui, llamado "Abuelo Sebastian" en ADÁN BUENOSAYRES y al que le dedica su poema "Abuelo cántabro".
1913 Finaliza la escuela primaria y solicita autorización para iniciar los estudios secundarios. Mientras tanto, busca un trabajo. Por propia decisión ingresa como obrero a una fábrica, de la que es rapidamente despedido por haber incitado al personal a pedir mejoras salariales. El permiso para estudiar le es negado y, junto a su hermana Hortensia, se dedica a cultivar lechugas francesas y cebollas, en el huerto familiar. Lee intensamente a Salgari, entre otros autores.
Leopoldo Marechal - Sus gustos literarios.
1916 Inicia los estudios secundarios en la Escuela Nacional Normal Superior Nº 2 "Mariano Acosta". Ahorrando los centavos para el tranvía ( va a pie de ida y vuelta a la Escuela Normal) compra sus primeros libros, usados.
1919 El 4 de enero fallece su tío Francisco Mujica y su esposa, Martina Beloqui de Mujica, debe dejar Maipú. Queda sin patrimonio alguno, ni trabajo. Va a vivir a Monte Egmont 280.
Alberto Marechal enferma de gripe ( una peste asolaba Buenos Aires) y, pese a no estar curado, debe concurrir a su trabajo para no perder su jornal. El 7 de julio, víctima de una recaída, (bronconeumonía) fallece. La familia vive con suma sencillez. El hogar es modesto. La ausencia de su tío y su papá generan una situación difícil para los Marechal.
La decisión familiar, tomada entre todos, es que Leopoldo siga estudiando. Su hermano menor Alberto reemplaza al padre en la fábrica "Babastro" donde trabajaba. A mediados de agosto Leopoldo es contratado como bibliotecario rentado, en la Biblioteca Popular Alberdi. Se recibe de maestro en el mes de noviembre.
Es eximido del servicio militar por no tener suficiente capacidad torácica y decide hacerse socio del Club Náutico Buchardo donde rema hasta mejorar su perímetro torácico.
1921 Comienza a trabajar como maestro en la escuela de la calle Trelles 948, el 29 de abril, en el turno mañana de 8 a 11,30 hs. y mantiene el puesto de bibliotecario.
1922 Publica su primer libro de poemas LOS AGUILUCHOS que en su madurez lo considera un producto de su prehistoria literaria. Lo edita Manuel Gleizer. Traba amistad con Horacio Schiavo, José Bonomi, José Fioravanti y otros.
1923 Se conecta a las revistas Proa y Caras y Caretas, entre otras. Participa activamente en el movimiento vanguardista argentino, formando parte del grupo martinfierrista. El 29 de agosto renuncia a su cargo de bibliotecario.
1925 Publica en Martín Fierro poemas, crónicas, reseñas, críticas y ensayos. Anhela viajar a Europa, su madre y hermanos le ayudan a ahorrar para cumplir su cometido.
1926 Manuel Gleizer le edita DIAS COMO FLECHAS y, hacia fines de año, concreta su primer viaje a Europa. Desembarca en Vigo donde, curiosamente, había nacido María Zoraida, la mujer que sería su esposa, en 1934. Al llegar a Madrid visita a Ramón Gomez de la Serna; traba relación personal con los compañeros de la Gaceta Literaria, con quienes se cartea y cumple, con sus amigos martinfierristas, al visitar a Ortega y Gasset. Se traslada a París donde busca a Francisco Luis Bernárdez y comienza una vida de fiestas cotidianas, hasta que al estar cerca de quedarse sin reservas económicas, decide mudarse, en forma conjunta con Bernárdez, a Montparnasse. José Fioravanti lo exhorta a valorar su tiempo. Traba relación con Picasso, Unamuno, los escultores españoles Mateo y Gargallo; conoce a los argentinos del grupo de París: Horacio Butler, Héctor Basaldúa, Antonio Berni, entre otros.
1927/28 Se reincorpora a la escuela el 2 de julio, como maestro de grado de 6º A. Acepta la invitación que le hace Alberto Gerchunoff para integrar la redacción del nuevo diario El Mundo. Algunos de sus compañeros de esa primera redacción son Antonio Ardissono (compañero del Mariano Acosta y cuñado), Roberto Ledesma, Amado Villar y otros. Posteriormente se incorporan Roberto Arlt, Conrado Nalé Roxlo y Horacio Rega Molina
1929 Junto a su gran amigo, el poeta Bernárdez, funda la revista LIBRA, de la que sale un sólo número. Publica ODAS PARA EL HOMBRE Y LA MUJER. Finaliza normalmente el período escolar y viaja a Europa, despues de ser despedido con una gran fiesta en un "colmado". Desembarca en Boulogne Sur Mer y se traslada a París. Instalado en Montparnasse se encuentra con los artistas plásticos Aquiles Badi, Alfredo Bigatti, Horacio Butler, Juan del Prete, José Fioravanti, Raquel Forner y familia, Alberto Morera, Ricardo Musso, Victor Pissarro.
1930 Comienza a escribir su novela ADÁN BUENOSAYRES. Su familia y amigos le anuncian la obtención del Primer Premio Municipal de Poesía, que festeja alegremente en París. Al llegar el verano europeo viaja a SANARY SUR MER, compartiendo alegrías con los artistas plásticos argentinos mencionados anteriormente. Viaja a Italia y, durante un mes, en Florencia, busca las huellas de Dante Alighieri.
1931 Regresa a Buenos Aires, retoma la docencia y conoce a María Zoraida Barreiro, joven profesora en letras, que lo entrevista por una tarea literaria que debe realizar y lo acepta como novio. Juntos concurren a misa todos los domingos.
Se incorpora al grupo de intelectuales que forma parte de los Cursos de Cultura Católica. Participa activamente del grupo Convivio.
1934 El 8 de enero, en Nuestra Señora de los Buenos Aires, se casa con María Zoraida Barreiro. Celebran familiarmente el casamiento y el cumpleaños de su esposa.
Ambos conforman una pareja alegre, viven en Mexico 3306. Realizan frecuentes reuniones, a las que concurren los familiares de ambos, pintores, poetas y demas intelectuales amigos del matrimonio Marechal. Años más tarde nacen sus hijas María de los Ángeles y María Magdalena (Malena).
1935 En la escuela de la calle Trelles 948 junto con los maestros Pesman, Godoy y Livré juega a la pelota vasca. Termina el juego por un accidente de Leopoldo al girar bruscamente y producirle un agudo dolor de espalda. A partir de esa circunstancia el director prohibe ese deporte dentro del ámbito escolar.
1936 Sur edita LABERINTO DE AMOR que dedica a María Zoraida, su esposa.
1937 Convivio edita CINCO POEMAS AUSTRALES. Con este y LABERINTO DE AMOR gana el Tercer Premio Nacional de Poesía. Publica HISTORIA DE LA CALLE CORRIENTES.
1938 El matrimonio se muda a un departamento en Rivadavia al 2300.
1939 Se edita DESCENSO Y ASCENSO DEL ALMA POR LA BELLEZA y EL NIÑO DIOS.
1940 Publica EL CENTAURO Y SONETOS A SOPHIA, con los que gana el Primer Premio Nacional de Poesía.
1941 Con el importe del premio nacional compra una casaquinta en Adrogué, provincia de Buenos Aires, trasladándose con su familia.
1943 Regresan a Buenos Aires y, nuevamente, alquilan en el mismo edificio de la calle Rivadavia al 2300 que decoran con cuadros y esculturas obsequiados al matrimonio por artistas amigos: Pissarro, Guido, A. Morera, Aquiles Badi, destacándose el busto de Marechal, escultura en bronce, realizada por José Fioravanti.
Buscando ampliar sus horizontes laborales acepta el cargo que le ofrece Gustavo Martinez Zuviría. Viaja a Santa Fe para dedicarse al Consejo General de Educación, que preside. Se edita VIDA DE SANTA ROSA DE LIMA. El 24 de septiembre, en la Biblioteca del Consejo Nacional de Mujeres, da una conferencia titulada "Recuerdo y meditación de Berceo".
1944 Ignacio Braulio Anzoátegui lo invita a colaborar, a su lado, en la recién creada Secretaría Nacional de Cultura, siendo designado Director General de Cultura. Comienzan a circular sus poemas en antologías y volúmenes colectores: LA ROSA EN LA BALANZA, EL VIAJE DE LA PRIMAVERA (1945).
Epitafios australes
1946 El 27 de julio iba a ser testigo del casamiento de Lía Alzáibar y Horacio Angel Fahey, uno de los hijos de José Fahey "José del sur" al que dedica su poema "Envío". No concurre porque su esposa había sido operada poco antes. Pese a la enfermedad María Zoraida trabaja en la docencia hasta pocos meses antes de su fallecimiento.
1947 En plena juventud, el 8 de junio, fallece su esposa dejando dos hijas pequeñas. Su madre y hermanos le ofrecen cuidarlas, dada su corta edad, hasta que él organizara su vida. Leopoldo invita a su hermano menor Alberto a compartir su departamento, situación que permite que las nenas tengan un dormitorio en la casa de su madre Lorenza.
Sufre una fuerte conmoción. Va todos los domingos a almorzar con la familia y saca a pasear a sus hijitas. Sin interés para salidas u otros paseos, se enfrasca aún más en su trabajo, reelabora su postergada novela y la entrega a la editorial Sudamericana.
1948 El 30 de agosto, en honor a Santa Rosa de Lima, ve la luz su novela fundacional ÁDAN BUENOSAYRES, en la que había cifrado grandes esperanzas. Viaja a Europa cumpliendo tareas oficiales junto a Jorge Arizaga, Secretario de Educación. Es invitado a dictar conferencias en Madrid y Roma. El 4 de diciembre, en el aula magna de la Facultad de Filosofía y Letras pronunció la conferencia "Sobre una sentencia de San Isidoro de Sevilla".
El 8 de diciembre, un gran accidente automovilístico, en las cercanías de Torquemada, lo obliga a permanecer internado alrededor de quince días, en el hospital de Palencia, donde es solicitamente atendido por el Dr. Crespo que debe darle varias puntadas en la cabeza.
Tiempo antes de su viaje a Europa le habían presentado, en el ámbito del Ministerio de Educación, a Juana Elvia Rosbaco de Paoloni, profesora en letras, interesada en vincularse con el mundo intelectual. Comienza a aconsejarla y paulatinamente inicia una relación afectiva, bautizándola Elbia, considerando que la "v" endurecía la pronunciación. Posteriormente en algunos de sus poemas recrea este nombre.
1949 Antes de dejar España recibe la condecoración de Alfonso X el Sabio. Al regresar a Buenos Aires, hacia fines de enero, se asombra y decepciona por el gran silencio creado en torno de su amada novela, que había iniciado en 1930. Solo una voz se alza y es la del juvenil Julio Cortazar, en un artículo de la revista Realidad, a pedido de Francisco Ayala.
1950 Decide convivir con Elvia Rosbaco, en el mismo departamento, que fuera su hogar familiar. Su madre y hermanos le sugieren lleve a sus hijas nuevamente consigo, ya que tiene una compañera y las niñas lo extrañan profundamente. Pese a ello, Juana Elvia Rosbaco, con su consentimiento, hace los trámites para enviar a las pequeñas al interior de la provincia de Bs As, pupilas, en un colegio religioso, e instruye a la Madre Superiora que no debe permitir reciban regalos ni correspondencia de sus tíos, primos ni abuela paterna. Esta situación provoca un distanciamiento con su madre y hermanos.
El 17 de octubre, en la Facultad de Derecho, se conoce su adaptación de Electra (Sófocles). Iris Marga es una de las intérpretes.
El 30 de diciembre se estrena en el Cerro de la Gloria, el CANTO DE SAN MARTIN, al que le pone música el brillante compositor Julio Perceval.
Cuando la Dirección General de Cultura se transforma en Secretaría, lo desjerarquizan y queda a cargo de la Dirección de Enseñanza Artística.
1951 José María Fernandez Unsain le solicita ANTÍGONA VELEZ para estrenarla en el Teatro Cervantes que dirige. El papel protagónico le es otorgado a la actriz Fanny Navarro. El único original mecanografiado desaparece. Eva Perón, enterada de lo ocurrido, le pide telefonicamente a Marechal que haga el esfuerzo de volver a recomponer los manuscritos que Marechal guardaba con celo. Seducido por su simpatía, cumple con su requerimiento. La obra se estrena el 25 de Mayo y, pese a las precarias condiciones de ensayos y tiempo, es un éxito.
1952 El Teatro Universitario de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales que dirige Antonio Cunill Cabanellas estrena el 8 de septiembre, su segunda pieza teatral LAS TRES CARAS DE VENUS. Susana Mara, Duilio Marzio y Pepe Soriano, alumnos de esa Facultad, se destacan en sus papeles de Isabel, Lucio y Silvano.
Leopoldo Marechal lee un fragmento de Adán Buenos Aires para el archivo de la palabra de Radio Universidad de La Plata (1961)
1953 Su única sobrina, Elsa Ardissono, va a visitarlo y a pedirle que vuelva a visitar a su madre, Lorenza Beloqui, a la que se le ha diagnosticado una enfermedad terminal. El 24 de marzo fallece, siendo María de los Ángeles testigo de las últimas palabras de su abuela que fueron para preocuparse por Leopoldo, en ese momento fuera de Buenos Aires.
1954 Hacia fines de años, intensifica su vida de aislamiento.
1955 Con el efectivo del Primer Premio Nacional de Teatro, que obtiene por su obra ANTÍGONA VELEZ, adquiere el departamento de la calle Rivadavia y, a instancias de su pareja, lo pone a nombre de ella. Su familia y amigos de siempre, José Fioravanti, Ignacio Anzoátegui, Ilka Krupkin, Horacio Schiavo, Osvaldo Dondo y otros lo llaman para verlo o visitarlo y les niega el acceso a su casa de la que casi ni sale. Inicia sus trámites jubilatorios, tras la caída del gobierno del Gral. Perón.
1959 En cuadernillos independientes, pagados por nuevos amigos, publica LA POÉTICA. Se autodefine "el poeta depuesto".
1960 Se edita el canto LA PATRIA.
1962 Aparece LA ALEGROPEYA, otro de los cantos del HEPTAMERON. En París, bajo la Dirección General de Juan Oscar Ponferrada, se estrena ANTÍGONA VÉLEZ. Susana Mara, hermosa mujer y talentosa actriz, se destaca en el rol de Antígona.
Correciones de Marechal a prueba de imprenta
Comienza a recibir a jóvenes interesados en su obra poética y en ADAN BUENOSAYRES que se estudia en la Universidad.
1965 Es editada su segunda novela EL BANQUETE DE SEVERO ARCANGELO por la que recibe el Premio FORTI GLORI.
1966 Se conocen: HEPTAMERÓN, ANTÍGONA VÉLEZ, LAS TRES CARAS DE VENUS, CUADERNO DE NAVEGACIÓN, AUTOPSIA DE CRESO, EL POEMA DE ROBOT y una nueva antología de sus poemas que edita Eudeba, bajo el título POEMAS DE MARECHAL
1967 Viaja a Cuba invitado por la Casa de las Américas para formar parte del jurado del certamen anual de literatura. Junto a Julio Cortazar, José Lezama Lima, Juan Marsé y Mario Monteforte Toledo eligen en forma unánime la novela Los hombres de a caballo de David Viñas.
En noviembre se estrena, en el Teatro Presidente Alvear, LA BATALLA DE JOSE LUNA bajo la inteligente dirección de Jorge Petraglia, quien, entre otras obras que le facilitó Marechal, elige la mencionada.
1969 Viaja a Necochea y a Santiago de Chile al encuentro de escritores.
1970 En enero viaja a Punta del Este. El 26 de junio, víctima de un síncope, muere en el mismo departamento de Rivadavia al 2300 donde años antes falleciera su esposa María Zoraida. Está en imprenta su tercera novela MEGAFÓN O LA GUERRA que ve la luz un mes despues. Deja una importante cantidad de obras de teatro inéditas, entre ellas: El arquitecto del honor, El superhombre, Alijerandro, Mayo el seducido, Muerte y epitafio de Belona, Don Alas o la virtud, Un destino para Salomé, La parca, Estudio en Cíclope, Gregoria Funes, Polifemo, El Mesías, Tu vida en la balanza, El líder, La mona de oro, y se sabe que estaba trabajando en una cuarta novela EL EMPRESARIO DEL CAOS.
Hay estudios en el extranjero que señalan que una de estas piezas teatrales inéditas estaría publicada, con posterioridad al fallecimiento de Leopoldo Marechal, bajo otro nombre.
En 1975, gracias al director y profesor de teatro Enrique Ryma, se recupera el texto de la obra de teatro DON JUAN. Su estreno estaba anunciado para la temporada teatral de 1976. La dictadura militar prohibe la puesta en escena.
A mas de 35 años de su muerte, sus hijas María de los Ángeles y Malena, únicas custodias de su obra, ya que al morir Marechal era viudo, siguen intentando recobrar los manuscritos -éditos e inéditos- para publicarlos, digitalizarlos y permitir el acceso a los estudiosos de la obra, ademas de incorporarlos a la Fundación Leopoldo Marechal que han creado en 1991.
Dicho material es parte relevante del patrimonio de la cultura argentina.
Leopoldo Marechal (izquierda), Francisco Luis Bernárdez (centro) y Ricardo Molinari (derecha), año 1929
Leopoldo Marechal, más que un escritor de amplio lenguaje
Por Eduardo Pérsico
… porque Buenos Aires por su origen y sus frescos aluviones no es una sóla ciudad, sino treinta ciudades subyacentes y distintas. L.M.
Leopoldo Marechal nació en el barrio de Almagro, Buenos Aires, en 1900 y moriría en 1970. En su inicio literario sería apreciado por sus escritos en la revista Proa y luego como director de Martín Fierro, dos escenarios para la obra poética y narrativa de alguien con perfiles trabajosos de conciliar a veces por él mismo. Antes de cumplir treinta años, el poeta Marechal recibiría en 1929 el Premio Municipal de Poesía por ‘Odas para el hombre y la mujer’, un texto muy estimado luego entre la cofradía literaria porteña por su equilibrio entre clásico y novedoso. Luego en 1940 obtendría el Primer Premio Nacional de Poesía con sus obras ‘Sonetos a Sofía’ y ‘El Centauro’, menciones que lo distinguirían antes de emprender su obra narrativa en 1948. Cuando ya por entonces su obra poética lo hacía comparable con Jorge Luis Borges y ambos serían mejor considerados años más tarde.
Durante su niñez todos los veranos viajaba a casa de sus familiares a Maipú, una localidad a trescientos kilómetros al sur de Buenos Aires, en donde los amigos y familiares del lugar lo llamarían ‘Buenosayres’, nombre que adoptara en su primera obra narrativa de largo aliento, ‘Adán Buenosayres’. Novela donde se aprecian sutiles incidencias narrativas de Roberto Arlt, -que Marechal nunca desmintiera frontalmente- y se publicara en 1948 sin conseguir vender ni la mitad de su escasa primera edición, Aunque dentro del ámbito literario local recibiera elogios muy entusiastas del poeta Rafael Squirru y del aún habitante de Buenos Aires, Julio Cortázar. En verdad, no pocos culparon de ese inicial fracaso a la concepción partidaria del autor, peronista de la primera hora tanto política como afectiva, según acontece con ciertas adhesiones duraderas en el entramado histórico y social de los argentinos. Sobre esa primera experiencia del peronismo el mismo ferviente católico Marechal trabajaría en el campo de la educación y la cultura, y él explicaría ‘al escribir Adán Buenosayres no entendía como salirme de la poesía. Y me pareció que la novela no podía ser otra cosa que el sucedáneo legítimo de la antigua epopeya de lo religioso y lo épico’. Aunque en el mismo texto del ‘Adán’, él bien se entretuvo con varios personajes al ligarlos con personas reales de su amistad y bohemios de la vanguardia porteña. En el astrólogo Shultze se ven rasgos personales del artista Xul Solar, el filósofo Samuel Tesler sería Jacobo Fijman, un judío converso al catolicismo, y hasta el mismo Borges, antiguo amigo de Marechal pero alejados por el peronismo, es Luis Pereda, un poeta criollista y algo ciego. En tanto el nacionalista Raúl Scalabrini Ortiz sería el petiso Bernini y a Victoria Ocampo la ridiculizó como Titania en el Infierno de la Lujuria. Digamos crueldad pero de intelectuales…
Después de viajar a Cuba en 1967, - donde fuera invitado como Jurado del Premio Casa de las Américas y hoy allá su obra es muy elogiada – tal vez buscando cierta afinidad entre el marxismo y el cristianismo a su retorno sorprendió con unos renglones imprevistos. ‘Recuerdo que una vez en cierto debate sobre el comunismo realizado en París, creo que Jacques Maritain definió al comunismo como una ‘versión materialista del Evangelio’. Pensé entonces que era preferible tener y practicar una versión materialista del Evangelio que no tener ni practicar ninguna’. Texto en verdad reflexivo por la envergadura de su autor y que casi publica el semanario Primera Plana el 2 de mayo de 1967. Ya casi en la máquina de impresión, se levantaría ese texto por esas cosas que suelen acontecer…
Mario Goloboff - Polémica Marechal-Lugones sobre la rima, Suplemento Literario Télam, 08/03/12
En su primera novela, ‘Adán Buenosayres’ se pueden pesquisar unos pocos lunfardismos pero decenas de términos habituales en el habla coloquial de los argentinos. Y ya en su segunda novela publicada en 1965, ‘El Banquete de Severo Arcángelo’. el crítico Tomás Eloy Martínez observaría que la clave cierta de esa novela era el lenguaje. ‘Ese territorio donde Marechal se revela como un maestro. Su idioma es el que puede oírse en cualquier esquina de Buenos Aires, está teñido de giros zumbones, de alguna invención lunfarda y del barullo y la calidez que crecen en las conversaciones cotidianas’. Una certeza elogiosa de que Leopoldo Marechal igual a su primera obra en prosa de largo aliento, señoreaba sobre su propio lenguaje. Algo tan lejano de los escribas que hoy instalan cinco puteadas en un renglón al sólo efecto de confundirse con lo popular.
Es casi saludable apreciar que el Marechal del ‘Banquete’ apenas usara media docena de lunfardías; furca, berretín, apoliyar; y sabiendo que el lunfardo más que un léxico entre cazadores de palabras ‘al bardo’ es un aire y una atmósfera, nos autoriza a ciertos esguinces verbales siempre que por ahí respiren su comunicación los personajes. Según acontece al mechar terminos adversos según optara él en ‘Megafón y la Guerra’: ‘escuche jefe, si esta mufa sigue yo me abro del happening y vuelvo a la pizzería’. Habilitando más adelante ‘Flores, encajale un castañazo’ y que algún otro bramara por ahí: ‘¿Cuál es mi oficio? El de mantener a una runfla de vagos que apolillaban en sus catreras o aprendían a tocar bandoneones tan mártires como yo’. Pero en ‘Megafón y la Guerra’ publicado en 1970, Marechal merodea más que en lunfardías altisonantes en un tácito acuerdo con el lector, mostrando un clima delirante y de atorrantes varios donde un tal Frobenius interrumpe diciendo: ‘y yo haciendo uso de una metáfora porteña diré sólo que mi refutador tiene un corso a contramano en la pensadora’. O más adelante ‘este pobre náufrago quiere impresionar a la platea con un golpe de furca sentimental’, sumando por ahí una terminología coloquial y de entrecasa. Aunque en ‘Megafón’, su última novela, dispuso de algunos divertidos: ‘¿Y a usted qué se le frunce? –dice la vieja divertida’. ‘A mí no se me frunce nada – le gritó la otra’.
El valor ético y estetico de Leopoldo Marechal ayudó a quitarle marginalidad al lunfardo y a ciertos ámbitos solemnes de la Argentina, en tanto él igual a Roberto Arlt frecuentaron palabras y estilos en su comunicación naturales a las voces de nuestro pueblo. Que en definitiva son aquellas que indican nuestra posible permanencia histórica en el planeta. (enero 2014)
Leopoldo Marechal, un escritor argentino de oficio
Junio es un buen mes para acordarse de Leopoldo Marechal: nacimiento y muerte coinciden en este punto del calendario. Un hombre cuyo mundo estuvo integrado por escuelas, escritos, mitos criollos y clásicos como aportes propios, y por auges y ocasos como dones ajenos. Y fundamentalmente, esa sentencia de silenciamiento que se viene sosteniendo a lo largo del tiempo como castigo por portación de oficio.
Por Eduardo Paganini
[Augusto Roa Bastos, Leopoldo Marechal y Gabriel García Márquez en 1969, reunidos en función de jurado del concurso organizado por Primera Plana y Editorial Sudamericana]
¿Oficio o profesión? ¿Es la escritura una profesión, una profesión liberal de las que suelen regir en nuestra sociedad? Quizá para algunos sí, sus historias podrían demostrarlo, inclusive hasta resulta similar el escudo que proporcionan la matriculación y la colegiatura con la filiación editorial y la pluma disciplinada. Pero no es el caso de Marechal, que debió toparse con obstáculos muy próximos al devenir cotidiano y encarar la adversidad persistente, con una entereza difícil de empardar, durante muchos años hasta su fallecimiento un 26 de junio de 1970.
Está la firme sospecha de que el hombre —para los círculos que solía frecuentar— se mandó un par de macanazos, de ahí la bronca… Parece que mientras fue un poeta de la joven generación y sus preocupaciones no excedieron de la pasión por la metáfora enardecida o el viaje celebratorio a París, todo estuvo bien, inclusive su condición de maestro de grado en escuelas primarias daba un toque de nota de color a su condición bohemia. También es sabido que mientras estos pibes poetas coqueteaban al poli-ladron de papel con Florida y Boedo, todo chiste, sarcasmo, brulote y espíritu carnavalesco era bienvenido y festejado, aún desde los mismos atacados. Todo era una simple muchachada…
Pero, cuando advino el peronismo al gobierno, un gran sector de la opinión cultural —que no coincidía con los discursos y prácticas de la gestión— no le dieron a Marechal el visto bueno, fundamentalmente por dos conductas: su pública adhesión al nuevo movimiento y su participación como funcionario activo, por un lado, y, por el otro, la aparición de una novela experimental que revivió cierto espíritu juvenil, necesariamente más que olvidado por los personajes aludidos en ella, convencidos ahora de sus solemnidades y de la seriedad de sus estatus socio-culturales. Esa obra, Adán Buenosayres, desacomodó a la crítica por su planteo innovador e irreverente, lo cual sumado a la partidofobia generó muy pocos ensayos respetables (es el caso del juvenil Cortázar firmando como Julio Denis, de Graciela Maturo firmando como de Solá, y de Adolfo Prieto) y varias irrespetuosidades gratuitas (la mejor/peor, la de Anderson Imbert: “bodrio inclasificable”). Para aclarar, olvidando el viejo refrán criollo, Marechal se ve movido a publicar sus Claves para leer el Adán Buenosayres donde explicita que la novela no sólo está escrita en claves de personajes, sino —y esto es lo importante, subraya— que la concibió respetando las leyes de la epopeya clásica. Una novela que había estado madurando como proyecto de escritura durante 18 años!
En ese escenario de confrontación y contienda entre diferentes proyectos de país —que vemos reiteradamente renovado— la acción de Marechal generó la reacción en autoridades, administrativos y academia de la sucesión gubernamental del ’55.
Por eso renunció, para jubilarse antes que lo cesanteen y así ahorrarles un agravio más a los “libertadores”. Él mismo comentó que en esos meses de transición sin ingresos salariales sobrevivió gracias al sueldo de docente de su segunda esposa Elbia Rosbaco. Y agregó, en el mismo comentario, dos reconocimientos a colegas de escritura que fueron solidarios con él y colaboraron en los trámites que prometían ser enojosos: Rafael Squirru y Fernando Alonso.
Y así comenzó el “robinsonismo” esa etapa de tarea interna, silenciosa y silenciada, transformado su pequeño departamento en una “isla”, un breve territorio autosustentable aislado del furor adversario.
“…Casi desde ‘mi caída’, empecé a sentir el gran vacío que se fabricaba en torno de mí: rostros amigos me negaron el saludo en la calle, se me cerraron todas las puertas vitales y literarias, en una especie de ‘muerte civil’ o asesinato colectivo. Entonces Elbia y yo tomamos una decisión tan heroica como alegre: encerrarnos en nuestra casa y practicar un ‘robinsonismo’ amoroso, literario y metafísico.”
Pero en esa aparente inmovilidad, hubo mucha acción, y trascendente. Allí se gestó, en colaboración con el Gral. Juan José Valle, el “manifiesto patriótico”, pregón que guió el pronunciamiento para restaurar al peronismo en el gobierno. “No nos mueve el interés de ningún hombre ni de ningún partido. Luchamos por la patria que es de todos…”. El movimiento fue rápidamente controlado y reprimido con prisión y fusilamientos. Derrota que seguramente debe de haber impactado intensamente en el ánimo de Marechal, aherrojándose aún más en su clausura.
Siguió trabajando con las palabras, pero ya no con tanta intensidad, y debió pasar casi una década para que una editorial de envergadura lo incorporara a su catálogo: la Editorial Sudamericana publica en una edición de bolsillo El banquete de Severo Arcángelo, en el año 1965. Había impreso algunas obras en ese lapso1, pero estaban más cerca del folleto que del libro, nada que se comparara con las 290 páginas de ésta, su segunda novela. Había sido tan intensa la invisibilidad de Marechal que varios se anoticiaron con esta edición de que el autor estaba aún vivo… En El banquete… se da varios gustos al combinar temas favoritos (como el esoterismo, la dimensión humana y las problemáticas nacionales) con experimentaciones verbales. A tal punto esotérica la novela, que a sus lectores, no iniciados en la secta propiciadora del gran acontecimiento, no nos está permitido el ingreso al Banquete, y por eso la única referencia pública a su desarrollo y conclusión queda relegada a la frase final: “Y el banquete fue”.
En el país, en tanto, ya había pasado el efecto cáustico de la asonada cívico-militar que había depuesto a Perón, también había pasado una breve respiración constitucional y ya estábamos en las puertas de otro golpe de mano, esta vez liderada por el Gral. Onganía. Y en ese contexto, con intereses diversificados y otros tiempos, Marechal pudo reacomodarse un poquito más, no gran cosa. Pasó a ser legal reconocerlo como un escritor de fuste, e integró jurados literarios internacionales como el de Casa de las Américas en La Habana, Cuba, en 1967 (conjuntamente con Cortázar y Juan Marsé otorgándole el primer premio en novela a David Viñas por Los hombres de a caballo). También en ese mismo año, fue parte del jurado de la revista Primera Plana, de Buenos Aires, trabajando con García Márquez y con Roa Bastos (aquí el ganador fue Daniel Moyano por su El Coronel oscuro, publicado por demandas de época como El oscuro). Parecía que las ingratas épocas quedaban atrás, pero… su artículo periodístico sobre el gobierno marxista de Fidel Castro fue censurado por la dictadura de turno y secuestrada toda la edición… ¡De regreso al desánimo y al silencio enigmático! Una época de sensaciones contrapuestas como las que pueden generar las visitas de jóvenes interesados en su figura y trayectoria, por un lado, y el permanente hostigamiento del gobierno censor por otro. Es su última etapa, la época de: “¡Cuando dejarán mis compatriotas (se refería al gobierno de entonces [Onganía]) de orinarme encima?”2
El encierro produce trabajo, escribe una novela más, que el destino determinará como la última. Vuelve a sus preferencias de temas, de formas, de contenidos. Quiere unir lo verosímil con lo grotesco, como lo había hecho en sus otras novelas. “El absurdo es una vía de liberación”, había dicho alguna vez. Y ese contexto estaba signado por un fuerte reclamo precisamente de liberación. Juega con el humor y con la tragedia, con el pasado y con el futuro del país, pero se detiene en los dolores populares del presente. Por primera vez menciona personas de carne y hueso, que no son necesariamente personajes en la ficción, pero que definen el relato (Perón, Evita, el Gral. Juan José Valle, los fusilados en José León Suárez…), a la vez que vuelve a surgir su gusto por personajes en clave, pero no con espíritu de travesura y guiño complaciente juvenil, sino como arma, como una herramienta más para la reivindicación. La novela porta un panfleto de reclamo coyuntural, y al mismo tiempo es obra de arte de belleza permanente. Allí se relata cómo después de la felonía de un sector militar en coordinación con civiles ejercida contra un gobierno constitucional, que es evaluado además como popular, un grupo de personajes (entre los cuales se inserta el propio autor como cronista de la campaña) bajo el mando de un líder rebelde, Megafón, desarrolla sucesivas conductas reivindicatorias al mejor estilo de golpes de mano de comandos de la guerra de guerrillas. Pero aquí las armas son diferentes encuadres filosóficos o metafísicos con valor de juicio moral hacia los diferentes promotores de la nueva situación política en el país. Este germen de sublevación finaliza trágicamente con la muerte y descuartizamiento del héroe central, y ulteriormente con la dispersión secreta de sus restos fúnebres —pensemos en la fuerza emotiva de esta imagen literaria en una época en que el cuerpo de Eva Perón tenía su paradero desconocido en un claro caso de violencia simbólica—. Reactivando Marechal el valor de viejos mitos clásicos, marca que el rescate y reconstrucción del cuerpo de Megafón —tarea pendiente en la novela— tiene sentido redentor, pues una vez alcanzada su integridad absoluta se presagia la dispersión por todo el país de ese espíritu cívico que busca la restauración del gobierno destituido, de ese proyecto de país. Eso dice la novela, pero por fuera de ella, desde la realidad de la lectura, en la cuerda grotesca del relato, también se registran varios episodios con valor de augurio, en uno de ellos un militar de alto rango, contrafigura cierta del Gral. Aramburu —uno de los mentores del golpe militar del ‘55— resulta enjuiciado y metafísicamente sancionado, con pocos días de anticipación a su sentencia y muerte, condenado por un juicio sumario.
En pocas palabras: esta novela habla de un proceso que aun no había sucedido en su total expansión en el país y es el paso que va de la resistencia peronista hacia la lucha clandestina de guerra de guerrilla con acción directa. Megafón o la guerra debió haber sido meramente una novela más: es decir, un objeto estético de mayor o menor aprecio por parte de la crítica y los lectores, un volumen que pudo recrear, reflejar o refractar el pasado, el presente, la realidad, …pero la historia del país, o el poder de vaticinio del poeta, hicieron que se transformara en profecía. Es verdad que, según dicen, poeta y profeta comparten su etimología, pero Marechal con esto exageró, o se le fue la mano… Un intenso mensaje profético que conlleva un intensificador de enigmas: el mensaje es posterior al mensajero, esto es: la primera edición de la novela es posterior a la muerte del autor, por pocos días, menos de un mes... Marechal seguramente sólo habría podido corregir galeras, como era usual en esa época, careciente de los actuales correctores digitales, pero nada más. No hubo relecturas, entrevistas, presuntas claves para leer a Megafón, sólo el enigma. ¿La obra nació exclusivamente de su intuición y sensibilidad, de su poder de interpretación del espíritu del pueblo? O bien ¿tenía buena información acerca próximos acontecimientos de índole política? Tal vez ¿fue mera casualidad? Lo cierto es que la novela en dos meses exigió una segunda reedición: otro acontecimiento propio de época.
1 La Poética. Ediciones del Hombre Nuevo, Buenos Aires, 1959, 42 p.; La Patria. Buenos Aires: Cuadernos del Amigo, 1960, 16 p.; La alegropeya. Buenos Aires: Editorial del Hombre Nuevo, 1962, 52 p.
2 Cf. Leopoldo Buenosayres, Bernardo Verbitsky, reportaje publicado en Clarín: Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 10 de abril de 1975
Junio 2012
Marechal, el alegato
Por Guillermo Saccomanno
Ilustración: El Tomi (Télam)
La nueva edición de Cuaderno de navegación tiene un valor adicional además de la búsqueda metafísica de su autor. Porque incluye un texto inédito, en forma de carta, que Marechal le escribe a un tal José María, presumiblemente el poeta peronista Castiñeira de Dios, refiriéndose a una polémica en La Nación en noviembre del ‘63 entre Murena y el ensayista uruguayo Emir Rodríguez Monegal, quien en Narradores de esta América alude a su proscripción. El texto es El poeta depuesto, un inédito que el escritor pensaba incluir en la primera edición del libro en 1965. Se trata de una defensa apasionada, pero no menos meditada y racional, del peronismo y sus argumentos tienen una vigencia estremecedora. (Quizás algún espíritu progre se escandalice con la mención amistosa del nacionalista Marcelo Sánchez Sorondo. Y convendrá recordar que fue en su diario Mayoría, firmada por él mismo Sánchez Sorondo, donde se publicó la primera reseña a favor de El precio, la primera novela de Andrés Rivera).
Marechal traza su autobiografía política, la simpatía por el socialismo primero, un interés contemplativo y pietista por el yrigoyenismo y, más tarde, vía el cristianismo, su adhesión al justicialismo y su doctrina, adhesión que no implica, en su caso, hacerse el distraído y formular reparos en cuanto a la restricción de libertades individuales en el marco de un gobierno popular. Dos subrayados: “el hombre, por el solo hecho de vivir, es un ser comprometido ya desde su nacimiento hasta su muerte”. El otro subrayado, que explica el porqué de su compromiso político, tiene una base religiosa: “Se me impuso la doble y complementaria lección crística del amor fraternal y la condenación del rico en tanto que su pasión acumulativa trastorna el orden en la distribución asignado tan admirablemente a la Providencia en el Sermón de la Montaña”. Desde estos argumentos Marechal explica su peronismo. Pero antes de estas reflexiones, fue el instinto: cuando la mañana del 17 de octubre de 1945 vio pasar bajo el balcón de su departamento sobre Rivadavia, entre Congreso y Once, las masas de descamisados hacia la Plaza, sin vacilar, puro reflejo, Marechal supo que ahí marchaba el pueblo, bajó a la calle y se sumó a la manifestación que, según define, fue “la única revolución verdaderamente popular que registra nuestra historia”. A partir de entonces, Marechal se ganó el desprecio de la intelectualidad tilinga. En El poeta depuesto Marechal ironiza: quienes empiezan a segregarlo, los partidarios de la “civilización”, representan la “barbarie” que luego encarnará la “contrarrevolución” –así la denomina– del ‘55 con bombardeos, fusilamientos, torturas. Si hay un líder depuesto, un gobierno democrático depuesto, un pueblo depuesto, cómo no va a haber, por lógica, también un poeta depuesto. A él le ha tocado serlo.
Fue en 1971, bajo la dictadura de Lanusse. Hacía un año que Marechal había muerto. Por entonces un grupo de estudiantes de la carrera de Letras que nos acercábamos al peronismo decidimos homenajearlo. Buscamos a Elbia Rosbaco, Elbiamor, su viuda. Eran sus noches largas del duelo. La viuda nos recibía en su casa y nos hablaba de Marechal. Fascinados, la escuchábamos. Nosotros éramos más pichis que la generación de El escarabajo de oro, que precediéndonos, había iniciado bastante antes la revaloración de Marechal y compartían juntos veladas en las que fluían la literatura, la amistad y el humor, siempre el “humor angélico”, todo un don en Marechal. Transmitía calidez, Marechal. Como su Adán Buenosayres. Nos habíamos acercado primero a su obra y después a su viuda. No éramos inocentes: pensábamos en el escritor no sólo como una gran literatura. También como una provocación, y lo era. Ese primer homenaje al año de su muerte no era una simple mesa redonda literaria: era un acto político. Me acuerdo: tiempos de la
CGTA, en el Sindicato de Farmacia. Contábamos con el apoyo de las Cátedras Nacionales. Eduardo Romano y Juan Sasturain, si mal no recuerdo, enseñaban Adán Buenosayres. Invitamos a Abelardo Castillo, Liliana Heker, Haroldo Conti, Castiñeira de Dios y Antonio Carrizo. No me acuerdo si acudieron todos, pero sí que la sala desbordaba. Tal vez mi memoria se engaña: por ahí la audiencia nos parecía tan masiva porque el local era reducido. En la calle, en la puerta del sindicato, vigilaban patrulleros, un neptuno y camiones celulares. A la salida hubo un momento de tensión. De no haber sido por la popularidad y el carisma de Carrizo, el homenaje habría terminado con gases y a los bastonazos. Un año más tarde intentamos otro homenaje: esta vez en el sindicato del calzado. Entre los participantes estuvieron Arturo Jauretche y Juan Carlos Gené. Me acuerdo: leíamos a Marechal con fervor, pero también, como dije, nos entusiasmaba nombrarlo en los ámbitos académicos y de intelligentzia acartonada. Un buen escritor no podía ser peronista, pensaban sus detractores. Es más: no se podía ser peronista y escritor. Al peronismo la escritura le estuvo, le está, negada. La negrada no lee siquiera.
Hay un sinfín de anécdotas que lo retratan a Marechal, durante su colaboración con el peronismo, haciendo gauchadas, dándole una mano a quien en la mala lo requería. Pero muchos olvidarán esta generosidad suya. Ya desde 1948, cuando publicó Adán Buenosayres, Marechal venía registrando el ninguneo, una exclusión operada “según la triste característica de nuestros medios intelectuales, con el recurso fácil de los silencios prefabricados”. Son escasos quienes lo defienden: Murena, Sabato y Cortázar. A Cortázar, un artículo extenso sobre Adán Buenosayres le costará, a su vez, la repulsa del séquito de la Ocampo. Deberían pasar muchos años, casi hasta fines de los ‘60, para que se lo reivindicara. Entre las primeras señales de rehabilitación se contó Primera Plana, que coqueteaba con el peronismo, el elogio de El banquete de Severo Arcángelo, que operó como su reaparición pública. También por esa época, al igual que Martínez Estrada, viajaría a Cuba y revisaría su posición con respecto a la liberación latinoamericana que parecía tan inmediata. Son ya los tiempos de la insurgencia: el Cordobazo, la jotapé, la lucha armada prenuncian una revolución que Marechal comprende desde su cristianismo no muy alejado de la Teología de la Liberación. De esta época es Megafón o la Guerra, su novela publicada post mortem, explícitamente peronista y simpatizante de la guerrilla. No es la mejor de Marechal. La mejor, en mi opinión, sigue siendo el Adán Buenosayres, que aun cuando muchos la consideraron una versión local del Ulises joyceano, no se le parece en nada.
Descubrimiento de la Patria, en la voz de Leopoldo Marechal
Volviendo a El poeta depuesto: acá hay una prosa tan precisa como delicada, que termina con el mito de que el buen gusto literario era un patrimonio exclusivo de la colonialista secta Sur. En lugar de sorna, en Marechal asoma una picardía serena que mira con lástima a sus enemigos. Si algo no es Marechal es un resentido. Y su ensayo, en forma de carta, tiene un valor enorme si se lo intercala, complementario, entre la carta que el general Juan José Valle escribe a sus fusiladores en 1955 y la carta que Rodolfo Walsh le escribe a la junta militar del ‘76. Una digresión y no tanto: algún día la crítica habrá de reparar en estos textos con valor de carta abierta, y fijarse de qué manera, por ejemplo, Valle, al escribir la suya, parece estar imprimiéndole a Walsh un tono, el mismo. Reparar, digo, como la denuncia no implica necesariamente un registro de brulote sino que puede no subestimar a su destinatario al adoptar una preocupación por el estilo, la palabra justa. El poeta depuesto pertenece a esta clase de textos ejemplares y tiene el efecto de un alegato.
Pero, al margen del ninguneo sufrido por su compromiso político, hay una hipótesis que me queda picando. Y creo que me viene desde esa época en que un grupo de estudiantes lo homenajeábamos como provocación. Ahora que lo pienso, me pregunto si la mentada antinomia entre Borges/Arlt no deviene una contradicción maniquea, un invento que le queda cómodo a la intelectualidad liberal con sus remilgos antiperonistas. Es una contradicción, la de Borges/Arlt, educada, presentable, en la que no cabe el peronismo. Me pregunto, si la verdadera contradicción, civilización/barbarie, no es en términos de “alta cultura” Borges/Marechal. A Marechal no se le perdonó no sólo su militancia. No se le perdonó tampoco –y todavía no se dice– que desde el martinfierrismo pasara al justicialismo mientras publicaba una obra monumental como el Adán Buenosayres, una gran novela cargada de personajes inolvidables, poética, urbana, iniciática, amorosa, satírica, muy jodona. Lo trágico siempre ha tenido más y mejor prensa que el humor. Entre la melancolía de la guapeza devaluada de Borges y la angustia del Arlt humillado que plantea la traición como una condición de clase media, Marechal se cruza con una novela gigante, inusual en su forma y contenido, entre poética e hilarante, que empieza con un despertar de “la Gran Capital del Sur” donde una “mazorca” (sí, leyeron bien: mazorca, escribe Marechal) de hombres se disputan a gritos la posesión del día y la tierra. Marechal sobrevuela omnisciente sobre Villa Crespo, Avellaneda y Belgrano, el puerto y los frigoríficos, los cien barrios porteños. Mientras se oye la voz de una piba de barrio cantando “El pañuelito”, el narrador observa y celebra con “una mirada gorrionesca” la vida. A pesar de la religiosidad de su autor, Adán Buenosayres es una novela profana que se cifra en “la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación”. De acuerdo: lo que no se le perdonó a Marechal fue su peronismo. Pero menos se le perdonó el genio que brilla en cada página de Adán Buenosayres. Basta ichinearla, abrirla en cualquier parte para quedar pegado. Y dan unas ganas de leerla, de recomendarla, de compartir la lectura prodigiosa de esa cruza imaginativa entre lo barrial y lo flanneur, lo canyengue y lo criollo, el tango y la música clásica, lo filosófico y lo cotidiano, lo lírico y lo bajo, y con un desafuero rabelaisiano, como si fuera poco, un descenso, “El Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia”. Demasiado para los estreñidos del gueto literario entre los cuales, Borges, pareciera ser, con su “sense of humour” tan british, su máximo representante, “solemne como pedo de inglés”.
Suplemento Radar, Página|12, 27/07/08 - /www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-3129-2008-07-27.html
El poeta depuesto
Por Leopoldo Marechal
[Estos fragmentos pertenecen al texto inédito hasta ahora en versión completa, El Poeta depuesto, publicado en la nueva edición de Cuaderno de navegación (Seix Barral, 2008). La numeración discontinua pertenece al original]
1. José María, en La Nación del 17 de noviembre de 1963, H. A. Murena, objetando polémicamente al crítico uruguayo Rodríguez Monegal ciertas apreciaciones de su libro Narradores de esta América dice, refiriéndose a mí: “Marechal constituye un caso remoto por la doble razón de ser argentino y de que, a causa de su militancia peronista, se hallaba excluido de la comunidad intelectual argentina”.
Ciertamente, y como sabes, yo venía registrando en mí, desde 1948 en que apareció mi Adán Buenosayres, los efectos de tal exclusión, operada, según la triste característica de nuestros medios intelectuales, con el recurso fácil de los silencios y los olvidos prefabricados. La declaración de Murena fue un acto de valentía intelectual, como lo fueron las de Sábato repetidas en numerosas instancias. Y su confirmación de lo que yo había experimentado en carne propia me llevó a estas dos conclusiones: 1º, la “barbarie” que Sarmiento denunciara en las clases populares de su época se había trasladado paradójicamente a la clase intelectual de hoy, ya que sólo bárbaros (¡oh, muy lujosos!) podían excluir de su comunidad a un poeta que hasta entonces llamaban hermano, por el solo delito de haber seguido tres banderas que creyó y cree inalienables; y 2º, desde 1955 no sólo tuvo nuestro país un Gobernante Depuesto, sino también un Abogado depuesto, un Médico Depuesto, un Militar Depuesto, un Cura Depuesto y (tal mi caso) un Poeta Depuesto. Cierto es que las “deposiciones” de muchos contrarrevolucionarios de aquel Partido Socialista, en su brega parlamentaria, logró victorias que merecen el recuerdo y la gratitud de los que conocimos en tiempo y lugar el desamparo de los humildes. Pese a los afanes de la literatura en que se vio envuelta mi vida, lo seguí votando reiteradamente. Por aquel entonces el radicalismo, a la sombra de Hipólito Yrigoyen, se convertía en otro polo atrayente de las masas: es indudable que Yrigoyen era un conductor nato, de los que suscitan casi mágicamente la fe y la esperanza de una multitud. Los pueblos, en su íntima “substancialidad”, han encarnado siempre y encarnarán en un hombre el Poder abstracto que ha de redimirlos, ya sea un monarca, un presidente o un líder. Si bien se mira, todas las gestas de la historia se han resuelto por un caudillo “esencial” que obra sobre un pueblo “substancial”, así como la “forma” (en el sentido aristotélico) actúa sobre la “materia”. De tal modo, la democracia se hace visible y audible en un multitudinario “asentimiento”, rico en energías creadoras; y tal asentimiento es la vox pópuli y la vox Dei, origen del Poder que la democracia reconoce en el “pueblo soberano”. Ahora bien, si la democracia se despersonaliza, entra en la deshumanización de un Poder que se da como la fría respuesta de una computadora electrónica: el gobernante se convierte así en un robot humano, el gobierno se trueca en una “administración”, y los pueblos caen en la inercia o en el vacío de su “potencialidad” vacante. Retornando a Yrigoyen, obtuvo sin duda el asentimiento de una gran mayoría; pero sólo fue un asentimiento de cuño sentimental, y como “en potencia” de los “actos” que debía cumplir el líder con ella y que nunca se dieron. Desde Francia seguí yo en 1930 el epílogo de aquella historia: el derrumbe de un conductor fantasmal, inmóvil e invisible como un ídolo en su isla de la calle Brasil; y el derrumbe de un régimen que vegetaba merced a un asentimiento popular ya estéril al no recibir ninguna respuesta.
8. En aquellos días una gran crisis espiritual me llevó al reencuentro del cristianismo. Dije “reencuentro” sólo en atención a la fe cristiana de mi linaje que yo había olvidado más que perdido. En realidad, se dio en mí una toma de conciencia del Evangelio, vívida y fecunda por encima de tantas piedades maquinales. Y, naturalmente, en su aplicación al orden económico social (el único que atañe aquí al Poeta Depuesto), se me impuso la doble y complementaria lección crística del amor fraternal, y la condenación del “rico” en tanto que su pasión acumulativa trastorna “el orden en la distribución” asignado tan admirablemente a la Providencia Divina en el Sermón de la Montaña. Por aquellos años, en los Cursos de Cultura Católica y en las reuniones del Convivio que gobernaba con alegre teología el inolvidable César E. Pico, fui conociendo a los jóvenes nacionalistas que se agrupaban ya en torno de flamantes banderas. Los conocí a todos y no daré sus nombres en el temor de omitir alguno: me limitaré a sintetizarlos en Marcelo Sánchez Sorondo, que todavía hoy agita su bandera, ofreciendo la imagen de un combatiente solitario y bello en la medida de su obstinación militante. Pero el nacionalismo argentino, en razón de su intelectualidad, no llegó a construir más que un “Parnaso teórico” de ideas y soluciones que, sin embargo, contribuyó no poco a la formación de una conciencia nacional que pasaría luego al orden práctico de las realidades. A mi entender, si el nacionalismo no salió de su órbita especulativa, fue porque le faltó el conocimiento de “lo popular”. El conocimiento precede al amor, dice la vieja fórmula: nadie ama lo que no conoce previamente. Y el amor al pueblo se logra cuando se lo conoce. Un pueblo, al saberse conocido y amado, se rinde a las empresas que lo solicitan. Por lo contrario, la ignorancia engendra el temor; y el que no conoce al pueblo lo teme como a una entidad peligrosa en su misterio substancial.
Reseña de "Días como flechas" en la revista Caras y Caretas Nº 1488, 9 de abril de 1927.
9. Llegamos así al justicialismo, esbozado como doctrina revolucionaria desde 1943 a 1945 por un Líder cuyo nombre también fue silenciado por decreto. La revolución justicialista se nos presentaba como una “síntesis en acto” de las viejas aspiraciones nacionales tantas veces frustradas; y lo hacía enarbolando tres banderas igualmente caras a los argentinos: la soberanía de la Nación, su independencia económica y su justicia social.
No es extraño, pues, que el 17 de octubre de 1945 se diera la única revolución verdaderamente “popular” que registra nuestra historia, y que se diera en una expresión de masas reunidas, no por el sentimentalismo ni por el resentimiento, sino por una conciencia doctrinaria que les dio unidad y fuerza creativa. Y sostengo ahora que la gran obra del justicialismo fue la de convertir una “masa numeral” en un “pueblo esencial” o esencializado, hecho asombroso que muchos no entienden aún, y cuya intelección será indispensable a los que deseen explicar el justicialismo en sus ulterioridades inmediatas (las de los últimos diez años) y las que fatalmente se darán en el futuro argentino, ya sea por la continuación de la doctrina, ya por su muerte simple y llana y su substitución por otra de colores más temibles.
10. Volviendo a mi autobiografía política, ya sabes que los diez años de mi graciosa proscripción intelectual, a partir de 1955, constituyeron un oasis en el cual me fue dado resolver casi todos mis problemas físicos y metafísicos. Y ciertamente, no me faltaron horas para meditar en los eventos del país, en sus causas y sus efectos. Es el producto de tales meditaciones lo que voy a consignar en las páginas que siguen: lo hago con puros fines de servicio y hurtando tiempo a mi verdadera vocación que nunca fue la de la política. Mis intervenciones en ella se debieron a mi natura de “animal político” que Aristóteles hace común a todos los hombres; y obré así con la sinceridad que, según entiendo, inspira todos mis actos. Hombre soy; y el hombre, por el solo hecho de vivir, es un ser “comprometido” ya desde su nacimiento hasta su muerte. A través de las leyendas negras, las hipérboles negativas, los histerismos de unos y la guerra psicológica de otros, analizaré, pues, a) el gobierno justicialista, su naturaleza, virtudes y errores, b) el alzamiento contrarrevolucionario que dio fin a la primera encarnación de la doctrina; c) sus efectos ulteriores; y d) algunas perspectivas del futuro nacional.
11. La mayor parte de las apreciaciones negativas que se han formulado y se formulan acerca del gobierno del justicialismo se basan en un punto de vista erróneo que hace imposible la intelección del caso. El error consiste, a mi juicio, en considerar su accesis al poder, en modo simplista, como el triunfo de un “partido político” habitual, alcanzado en elecciones y circunstancias habituales, cuando lo que triunfa entonces y accede al poder es nada menos que una “revolución doctrinal” encarnada en una mayoría de pueblo que ni siquiera se había organizado aún en “partido”. Lo que tal vez induzca en error a esa crítica es el hecho “despistante” de que una revolución integral, como la justicialista, llegase al poder, no según las vías históricas del asalto y la violencia, sino por las muy amables de la democracia y en la elección más inobjetable que se haya dado en nuestro sistema representativo. Es una primera marca de “benignidad” cuyo significado me reservaré por ahora. Claro está que por ser “multitudinaria”, esa revolución asume la mayoría de los gobiernos nacionales, provinciales y municipales; y no lo está menos que, por ser “doctrinal”, esa revolución induce a sus gobernantes cierta “unanimidad” de pensamiento y de acción, que surge de la doctrina misma y no de la obsecuencia general frente a un dictador, según el esquema idiota que suele aplicar el cine yanqui a las revoluciones latinoamericanas. Pero, naturalmente, la unanimidad a que me referí, ejercitada por una mayoría en obra, confiere al conjunto el carácter de una “dictadura”. Y eso hace chillar a la “minoría” que no puede o no sabe o no quiere admitir el hecho revolucionario.
12. Ahora bien, como todo proceso vital, una revolución auténtica necesita defenderse de sus agresores; y como todo proceso ideológico, necesita los recursos expansivos del adoctrinamiento, capaces de ganar al adversario y al indiferente. Uno y otro aspectos, el de la defensa y el de la propaganda, suelen dar en abusos de color “tiránico”; y será interesante analizar cómo se desempeñó el justicialismo en ambas asignaturas. Defendiendo su realización en marcha y en el uso de un “derecho revolucionario” que no se le discute a ninguna revolución auténtica, el justicialismo se limitó a restringir algunas libertades individuales frente a las tentativas de contrarrevolución que se dieron casi desde su principio, o en menoscabo del “derecho de pataleo” que recababa una minoría de políticos fuera de uso y de intelectuales que sólo se jugaron al fin en la intimidad segura de sus casas o en “autodestierros” grises, donde alcanzaron la palma de un martirio incruento que más tarde les daría fáciles rentas. Nuevamente, y contra las prácticas históricas de los paredones de fusilamiento, la revolución justicialista presentó una “marca de benignidad” que dejó en pie a todos sus enemigos. No procedió así la contrarrevolución de 1955, ya que usó el fusilamiento en su instrumental represivo, la violencia legalizada y por último la muerte civil de una mayoría social entera. Verdad es que tales aciertos “libertadores” determinaron su vertiginoso, su increíble fracaso.
Augusto Roa Bastos, Leopoldo Marechal y Gabriel García Márquez en 1969, reunidos en función de jurado del concurso organizado por Primera Plana y Editorial Sudamericana.
13. Veamos ahora, José María, el aspecto del justicialismo en su acción de propaganda. Inicialmente, y durante algún tiempo, se dio a la tarea de perfeccionar intelectualmente su doctrina y de divulgarla con los recursos habituales de la publicidad. A mi entender se logró en esos años, por adoctrinamiento, la consolidación de una conciencia nacional y social, o como ya dije, la transmutación de una masa numérica en un pueblo esencializado, lo cual, en adelante y hasta hoy, haría ridícula la pretensión de “educar al soberano” que siguen exhibiendo los políticos en quiebra electoral. Pero las cosas no siguieron así. Recuerdo y recordarás que una mañana de 1946, en un viejo edificio de la calle Piedras, el entonces coronel Perón, al desarrollarse sus planes de futuro, calculó hasta “el desgaste de prestigio” que le ocasionaría la ejercitación del poder. Ciertamente, cualquier plan teórico, llevado al orden contingente de la práctica, sufre limitaciones y frustraciones inevitables que provienen o de una resistencia del medio a trabajarse o de la naturaleza falible de los hombres que han de trabajarlo. No hay duda, por ejemplo, de que si la humanidad aplicase integralmente a este mundo la enseñanza crítica del Sermón del Monte, todos los problemas que nos afligen se resolverían de súbito; sin embargo, dos milenios de cristiandad no han conseguido ni parecen acercarse a esa meta dichosa. Volviendo a nuestro asunto, convendrás conmigo que una revolución en marcha tendría que defenderse más de sus “enemigos internos” que de sus enemigos exteriores.
14. Y son sus “enemigos internos”: a) los que, habiéndose negado en “las duras”, se acercan a “las maduras” y constituyen esa legión de “obsecuentes” y “usufructuarios” que acaban por desfigurar el esquema de una revolución y en destruirla por el ridículo y la voracidad; b) los militantes útiles de la primera hora, que no tardan en “aflojar las consignas”, ganados por la molicie del triunfo, y que al dar por concluida la fase revolucionaria de un movimiento que recién comienza inician ya la curva descendente de su frustración; c) los “fieles” que ante la obsecuencia y los aflojamientos ya dichos concluyen por resentirse y distanciarse de la lucha. José María, te dediqué una vez mi Didáctica de la Patria; y la continuaré ahora diciéndote que, si un día llegas a ser un Líder vencedor, te guardarás primero de los obsecuentes. Si no lo haces, ellos te envolverán con la telaraña de sus adulaciones mentirosas, para desconectarte de la realidad y de los honestos combatientes que te siguen; con inciensos no caros ellos tratarán de lanzarte a un “dividismo” excluyente y de hacer que desbordes en los arabescos de tu “individualidad”; y si les dejas arrastrarte por esa corriente, vendrá la hora en que se aburrirán hasta los tuyos de tu sonrisa o tu oratoria de líder, olvidando lo mucho bueno que ya hiciste y lo que de ti se aguarda todavía. Un poco de todo ello se vio en el justicialismo gobernante, como el exceso chillón de la propaganda individualista, el afán hiperbólico de las glorificaciones prematuras, ciertas ingenuidades de tipo folklórico y otras “exterioridades” que se debieron y pudieron evitar en favor de la esencia “íntima” del movimiento. En cuanto a otras exuberancias, no estoy de acuerdo con algunos enemigos: ciertos matices populares de aquellas jornadas no son más “carnavalescos” que las murgas, los sombreros historiados y los bailongos que nos exhiben las campañas electorales de la USA.
En cuanto a la “marchita” famosa, te recordaré que en nuestras últimas elecciones lanzaron la suya candidatos a legislador que apenas obtuvieron algunos miles de votos.
17. Ante la manifestación popular del 17 de octubre de 1945, alguien la definió torpemente como un “aluvión zoológico”. Ciertamente, lo que allí se manifestaba era un aluvión, pero un “aluvión étnico”, integrado por criollos que, a fuerza de ser pobres consuetudinarios, no habían tenido nunca ni siquiera la posibilidad de corromperse, e integrado por los hijos y nietos de aquellas migraciones europeas que afluyeron masivamente al país desde la segunda mitad del siglo pasado. Voy a referirme a esa parte “zoológica” del aluvión, ya que, si no se la entiende, nuestra historia nacional de los últimos tiempos continuará presentándose como un suceder ininteligible. Se narra que una vez el general Roca, mirando desde un ventanal de la Casa Rosada una columna de inmigrantes recién desembarcados, se preguntó qué sucedería cuando los hijos de aquellos hombres llegaran al gobierno. Esa pregunta sola define la agudeza intuitiva de aquel viejo militar, tan admirable por muchos conceptos. Roca se limitó a especular sobre la accesis de aquellos hombres futuros al poder: la consecuencia realmente fundamental de aquellas migraciones está en el hecho de que, a través de un siglo, sus descendientes fueron haciéndose notables en las ciencias, en las artes, en las letras, en la creación empresaria, en las jerarquías militares, en los hombres de iglesia, en los técnicos, en los trabajadores especializados; todo lo cual forma hoy ese “pueblo excepcional” que reconocen en nosotros hasta nuestros enemigos exteriores. Claro está que todo ese trabajo de adaptación y cruce de familias europeas tuvo un soporte generoso en la criolledad anónima, la cual ofreció puentes naturales, imprimió sus caracteres y adoptó muchos de los foráneos, con la sencilla espontaneidad de quien integra una renovación biológica, y sin más incidentes que los ofrecidos, en modo cómico, por aquel encuentro de razas que documentó en su hora el sainete nacional (¡yo fui testigo!). Pero algo desentonaba en el conjunto: fue una minoría que vio esas novedades primero con orgulloso desdén, más adelante con inquietud y al fin con un temor que linda hoy con el pánico. Es lo que se designó más tarde con el nombre de “oligarquía” y en la cual el justicialismo vio a su antagonista nato desde las primeras escaramuzas.
25. Hoy, a diez años de su proscripción, el justicialismo está ofreciendo al devenir posible de la nación un pueblo esencializado todavía en un sistema doctrinal casi perfecto. Desde su enunciación, esa doctrina se nos viene dando como una fuerza ideológica que no sólo responde a la tradición occidental y cristiana de nuestro ser argentino sino que sigue ofreciéndosenos como una “tercera posición” entre los dos frentes que se disputan la hegemonía del mundo (...). De tal modo el justicialismo aun ofrece un pueblo cuya firmeza doctrinaria resistió durante una década los embates y acechanzas de sus enemigos visibles e invisibles, y que se acrecienta con el ingreso masivo de nuevas generaciones. Es un pueblo que, todavía en su incapacidad de resentimiento y en la conciencia de su verdad, solicita la intelección de sus opositores frente a cegueras que parecerían incurables.
26. Así doy fin a estas aclaraciones de un Poeta Depuesto. Bien sabe Dios que sólo un afán de servicio en el esclarecimiento de las cosas me ha llevado a escribir estas páginas, robándoles tiempo a otras labores de mi pluma. Y me pregunto ahora, José María, si aquel Leopoldo Marechal, el comunero de París, y aquel Alberto Marechal, el trabajador uruguayo, bendecirían hoy a este Leopoldo Marechal, el poeta, que se vio excluido de la intelectualidad argentina por seguir un pendón a su entender indeclinable.
Suplemento Radar, Página|12, 27/07/08 - www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/subnotas/3129-335-2008-07-27.html
Leopoldo Marechal vio Cuba con los ojos de un “viejo cristiano y justicialista”
En 1967 Leopoldo Marechal fue invitado a participar como jurado del certámen anual de literatura organizado por Casa de las Américas. Este texto fue publicado en la revista El Descamisado Nº 7, 3 de julio de 1973. Descargar revista completa en pdf
“¡Cuba, qué linda es Cuba! Quien la defiende la quiere más”. Esta canción popular nos siguió, a mi mujer y a mí, durante los 40 días en que fuimos huéspedes de la isla de Fidel Castro, donde transcurre la experiencia económicosocial más fascinante de esta segunda mitad del siglo.
Cuando la Casa de las Américas me invitó a visitar la patria de Martí, como jurado de su certamen anual de literatura, me asombré:
¿Cómo puede ser —me dije— que un Estado marxista-leninista invite a un cristiano viejo, como yo, que además es un antiguo “justicialista”, hombre de tercera posición?
Y decidí viajar a la isla en busca de respuesta a esa pregunta, y a otras que yo me había formulado acerca de un pequeño país del Caribe sobre el cual gravitan leyendas negras y leyendas blancas, miedos y amores tal vez prefabricados. Entre las cosas de mi equipaje llevaba dos aforismos de mi cosecha, útiles para estos casos: 1) “Hombre soy, y nada que sea humano me asusta”, y 2) “El miedo nace de la ignorancia: es necesario conocer para no temer”.
Y ya estamos en vuelo, sobre el Golfo de México, rumbo a una isla sospechada, sospechosa. Es, sin duda, un país socialista, sudoroso de planes quinquenales, con músculos tensos y frentes deslustradas por el materialismo histórico. Una de las azafatas distribuye bocadillos de caviar: ¿no es una referencia evidente a la Cortina de Hierro? Pero, a manera de un desmentido, vienen los daiquiri espirituosos y la fragante caja de habanos.
¡Cuba, qué linda es Cuba! Y, mirándolo bien, ¿las mismas azafatas no tienen el ritmo cimbreante de las palmeras y la frescura de los bananos en flor?
Horas más tarde aterrizamos en el aeropuerto José Martí. En el atardecer de invierno, advertimos cierto calor y cierta humedad de trópico. Nos aguardan allá Ricardo y Norma, jóvenes, eficientes y plácidos en cierta madurez acelerada: se anuncia en ellos la “efebocracía” o gobierno de los jóvenes; así me definió más tarde don Pedro González, profesor jubilado de la Universidad de California, el régimen de Cuba revolucionaria, régimen sin ancianos visibles, de jóvenes, adolescentes y niños.
Los “carros” nos conducen a La Habana por un camino bordeado de palmeras: la ciudad no está lejos, y poco después vemos erguirse sus grandes monobloques, en cuyas ventanas empiezan a brillar las luces de la noche. Llegamos, por fin, al Hotel Nacional, que será nuestra casa durante cuatro días. Es un edificio monumental, concebido por la imaginación lujosa que requerían los fines a que se lo destinaba, lugar de week end para millonarios en exaltación, tahúres internacionales, actores famosos de la cinematografía. Lo asombroso es que la revolución lo haya conservado, como los demás hoteles, restaurantes y cabarets de Cuba, en la plenitud de sus actividades, con personal y servicios completos.
Ya en nuestra habitación, abrimos las ventanas que dan al mar y vemos la bahía de La Habana, con su antiguo morro, a cuyos pies festonea la espuma. En otra parte del hotel, y entre palmeras, una gran piscina de natación que abandonan ya unos bañistas corridos por la noche.
Pero, ¿qué formas se yerguen allá, en aquel terreno vecino al parque? Son dos pequeñas baterías antiaéreas, cuyas bocas de fuego apuntan al Norte.
La mucama de nuestro piso, joven y hermosa, entra en nuestra habitación y lo prepara todo con una meticulosidad tranquila de mansión solariega.
—Mercedes es mi nombre —le dice a Elbiamor con un despunte de risa—. ¿De dónde eres tú?
—De la Argentina —responde.
—¡La patria del Che! —recuerda Mercedes.
Nos pide que cuidemos los materiales del hotel. Ahora son del pueblo todo: ella lo sabe porque no hace mucho que fue “alfabetizada” y ya tiene una “conciencia social”.
—Antes de la revolución —aclara— yo no podía entrar en este hotel. —¿Por qué no? —interrogo. —Soy una mujer de color.
Vuelve a reír con su blanca dentadura de choclo. Elbiamor, entre lágrimas, besa su mejilla de ébano.
Bajamos al comedor. Luego de la cena nos llevarán a Varadero, donde se realiza la última sesión del Encuentro de Poetas, organizado en homenaje a Rubén Darío al cumplirse el centenario de su nacimiento. En el comedor me encuentro con Julio Cortázar: hace veinte años que no nos vemos. Abrazo su fuerte y magro esqueleto de alambre. Su melena y sus patillas le dan el aspecto de un beatle. Hemos de actuar en el mismo jurado de novela. Antes de separarnos me anuncia, en voz baja, con cierto humor perverso:
—Han llegado cuarenta y dos originales de gran envergadura.
Arañas de cristal, manteles lujosos, vajillas resplandecientes, flores y músicas, evocan en el gran comedor los esplendores del antiguo régimen. Son los mismos camareros de ayer, con los mismos smokings y la misma eficiencia; sirven cocktails de frutas tropicales, langostas y otros manjares, a una concurrencia visiblemente internacional, de la que formamos parte. Si, son los mismos; pero ahora trabajan en una revolución. No tardaremos en tuteamos con ellos y llamarnos “compañeros”, diferentes en la función social que cumplimos, iguales en cierta dignidad niveladora.
En los días que seguirán, repetiremos esa experiencia extraña con todos los hombres de la isla; la aprenderemos y sabremos que la palabra “humanidad” puede recobrar aún su antiguo calor solidario.
Esa misma noche, en una surte fantástica, llegamos a las playas de Varadero, a ciento cincuenta kilómetros de la capital. ¿A quién se le ocurrió la idea de reunir allí a una pléyade de poetas iberoamericanos con el solo fin de celebrar a Rubén Darío? ¿Se perseguía un objetivo puramente poético? ¿Por que no?, me dije antes de llegar. Cuba fue siempre vivero de poetas.
Y recordé aquellos versos de Darío que figuran en su poema dedicado a Roosevelt: “Eres los Estados Unidos, eres el futuro invasor de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”. ¡Qué resonancia profética tenían esos versos del nicaragüense, junto al mar de las Antillas, y en Cuba, que aún tiene la pretensión exhorbitante de ser libre, de edificar en libertad sus estructuras nacionales!
# Varadero está de fiesta por un poeta muerto y una nación viva. Entre las mesas ubicadas al aire libre, veo de pronto a Nicolás Guillen: también él me ha reconocido, y éste es mi segundo abrazo demorado, en una noche de iniciación. Después correrá el buen ron de la isla, cantarán los improvisadores de décimas, bailarán los litúrgicos danzarines afrocubanos, y !a señora del poeta Fernández Retamar ha de brindarle a Elbiamor una enorme caracola del Caribe. Diálogo con guayaberas
A la mañana siguiente nos bañamos en aquel mar de colores cambiantes, o discurrimos con los compañeros, en blancas y finísimas arenas, como vidrio molido. Por la noche, dando fin al Encuentro de Poetas, cenamos en la gran morada que fue de mister Dupont, el financista internacional que apuraba en ella su week end para contrarrestar el frío de sus computadoras instaladas en Nueva York. Cierto, la casa es monumental, con su embarcadero propio, su piscina y su jungla, pero adolece de un mal gusto que parecería insanable en la mentalidad de los Cresos. El hall, verbigracia, en conjunto inarmónico, reúne un piano de cola, un órgano Hammond, muebles en anarquía, cuadros y tapices anónimos que parecen salidos de una casa de remate.
Afortunadamente, aquella noche una revolución socialista consigue hacer el milagro de dignificar la casa y sus tristes objetos: poetas y escritores de Iberoamérica están sentados a la mesa de los periclitados manqueras: nalgas líricas o filosóficas substituyen en los sillones dorados a las nalgas macizas del capitalismo. Se come, se bebe, se recita, se canta. Por un instante me asalta la idea curiosa de que me estoy bebiendo los estacionados vinos del opulento y alegre pirata. Mister Dupont, disculpe: la Historia no se detiene.
Han entrado los danzarines negros y los cantores que eternizan su África. Discutimos o bailamos, ¿qué importa la distinción en esta primera noche del mundo? Desde su mesa, un grupo de cubanos entona en mi honor “Los muchachos peronistas”.
Lo peor es el regreso, claro está. Entre un poeta de guayabera blanca y un sociólogo de guayabera gris, camino junto al mar feérico, bajo el plenilunio. Y mi inquietud toma la forma de un remordimiento: ¿seremos nosotros, una minoría, los únicos usufructuantes de una herencia reciente? El de guayabera blanca me responde:
—Tranquilízate, alma buena. En Cuba no hay ahora ningún hambriento; no hay desnudos ni descalzos; no hay desocupación, ni despidos, ni embargos; no hay mendigos ni analfabetos.
En cuarenta días de viajes, estudios e inquisiciones, pude comprobar, más tarde, la verdad que había en las aseveraciones del poeta, y lo fácil que es resolver un problema de justicia social cuando un pueblo se decide a tomar el toro por las astas. Pero en aquella noche de Varadero las preguntas afluyen a mis labios de recién venido:
—¿Pero el marxismo-leninismo es esto? ¿Nada más que esto? El sociólogo se vuelve al poeta y le dice con ese tono inimitable de la travesura cubana:
—No creo que Fidel haya leído ni ochenta páginas de El Capital.
—¿Es que pueden leerse más de ochenta páginas? —reflexiona el poeta.
—Sin embargo —insisto—, el propio Fidel se ha declarado marxista.
—¿Y por qué no? —argumenta el sociólogo—. A juzgar por algunas Encíclicas, más de un Papa está en ese riesgo. ¿Y sabes por qué? Porque el marxismo se resuelve al fin en una “dialéctica” que se adapta muy bien a cualquier forma de lo contingente social. Quiero decir que sirve tanto para un barrido como para un fregado, si se trata de barrer o fregar en una vieja estructura político-económica.
Yo me río:
—El viejo Marx —arguyo— ha prolongado su gloria merced a esa flexibilidad de su dialéctica. Pero, en cambio, lanzó al mundo una “logofobia” retardante de muchos procesos revolucionarios.
—¿Qué es una “logofobia”? —inquiere el de la guayabera blanca.
-Logofobia —respondo— es el temor a ciertas palabras. Y el término “marxismo”, una de las más actuales.
— ¡Eso merece un extra seco en las rocas! —ruge el sociólogo entusiasmado.
—Lo tomaremos en cuanto exponga mi enseñanza paralela sobre la “logolatría”.
—¿Y qué diablo es una “logolatría”?
—Es una adoración de la palabra por la palabra misma —le contesto—. Gene-estilo de la colonia, es la más bella que conozco, incluyendo la de México; los paralmente, se toma una logolatría para defenderse de una logofobia.
—¿Ejemplos de logolatrias? Los términos “democracia”, “liberalismo”, “civilización occidental y cristiana”, o “defender nuestro estilo de vida”: esto ultimo, naturalmente, a costa de los estilos ajenos. – ¿No es ésa una mulettilla del Tío Sam?
- El Tío Sam, ¡que tío!
Suenan tres carcajadas en la noche del trópico. Pero el sociólogo de guayabera gris tiende una mano al horizonte marítimo:
— ¡Silencio! — dice —, El tío Sam está desvelando, a noventa millas náuticas de aquí. —¿Que hace?
—Esté revisando su cuadragésimo submarino atómico. —¿Con qué fin?
—Le quita el sueño, entre otras cosas, una islita de siete millones de habitantes que ha tenido el tupé de ensayar un régimen socialista en sus propias barbas.
Cierta mañana, y a mi pedido, un arquitecto arqueólogo, joven como todo el mundo en la isla, me hace recorrer la vieja Habana: su catedral, en el más puro lacios condales, al enmarcar la plaza de la catedral, integran un conjunto arquitectónico de sobria pureza.
Mi acompañante y mentor me conduce luego al Castillo de la Fuerza, reducto castrense que los españoles erigieron antaño contra los invasores de la isla, reales algunos y hasta hoy siempre posibles. Cruzamos el puente levadizo, recorremos los oscuros pasillos, nos asomamos a las troneras y almenares.
—Esta fortaleza —dice mi guía— es un símbolo perfecto de Cuba.
—¿Por qué?
—Sus constructores y defensores representaron al colonialismo; sus atacantes representaron a la piratería. Y, hasta Fidel, Cuba se ha debatido entre colonialistas y piratas.
—¿Ya no? —insisto.
—El riesgo subsiste en potencia. ¿Tú eres argentino?
—Sí.
—Entonces has de saber, en carne propia, que hay nuevas formas de colonialismo y nuevas formas de piratería
“¡Tocado!”, me digo en mi alma. Y el arqueólogo concluye: —La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la Historia Nacional de Cuba.
Regreso al hotel, en cuyos ámbitos empiezo a conocer la naturaleza de sus huéspedes. Ya me topé, con los tenistas polacos, tan elegantes con sus conjuntos rojos de pantalón y remera. Eludo ahora a los ciclistas hispanoamericanos que han de correr la Vuelta de Cuba: llevan siempre consigo sus bicicletas, en el comedor y en los ascensores; Cortázar me comunica su sospecha de que los corredores duermen con sus máquinas y tienen con ellas relaciones extraconyugales (¡diablo de novelista!).
Luego me voy a la piscina: es un gran espejo de agua entre palmeras y bajo el sol de Cáncer, que acaricia y muerde a la vez como un ungüento. ¿Quiénes han invadido la piscina, tan solitaria otras veces? Porque ¡a gente de Cuba sólo nada en verano, y la isla está en la mitad de su invierno.
Estudio a los invasores: no hay duda, son caras y pelambres del mundo eslavo. Y al fin identifico a los deportistas soviéticos, entre los cuales alza su mole ciclópea el campeón olímpico de levantamiento de pesas. Paseándose en torno a la piscina, muy a lo peripatético, Dalmiro Sáenz, jury en el certamen de cuento, lee originales con toda la gravedad que le consiente su pantalón de baño.
—¿Qué hacen aquí los rusos? —me pregunta, indicando a los invasores.
—Vienen a descansar, después de su zafra —le respondo.
—¿Qué zafra?
—La del Uranio 235.
Dalmiro estudia mi respuesta. Y, sin embargo, su atención está fija en el ciclope ruso.
—Un gran levantador —me dice.
—No hay duda —le contesto—: ahora me crucé con él en la cafetería, y lo estudié en el fondo de los ojos. —¿Qué viste?
—Una caverna del paleolítico y un gran desfile de brontosaurios.
Naturalmente, hay rusos en Cuba, y checos, y búlgaros, y polacos, técnicos, hombres de deportes y hasta turistas. ¿Por qué “naturalmente”? Se dice que cuando, triunfante su revolución, Fidel Castro se dirigía a la capital, llevaba in mente dos preocupaciones: evitar que la burguesía local, dúctil actriz de la historia cubana, intentase usufructuar pro domo sua, como lo hizo tantas veces desde la colonia, un triunfo que había costado sangre y lágrimas; y evitar que hiciese lo propio el marxismo intelectual y minoritario, que también alentaba en la isla, como sucede aquí y en todas partes. Fácil es deducir que una “tercera posición” equilibrante maduraba en la cabeza del líder. Y se produjo entonces la intervención y bloqueo contra una pequeña y esforzada nación que sólo buscaba una reforma de sus estructuras para lograr su propio estilo de vida.
Claro está, bloqueada y amenazada, la isla de Fidel, sin combustibles, sin contradicciones del mundo latino. Está dándose aquí, evidentemente, un comunismo sin industrias básicas y sin comunicaciones, habría tenido que declinar su revolución; los norteamericanos, que no tienen experiencia ni prudencia históricas, la arrojaron a la órbita de Rusia, que tiene todo eso y, además, un estilo y método revolucionarios.
Por aquellos días, los cubanos entonaban el estribillo siguiente: “Los rusos nos dan, / los yanquis nos quitan, / por eso lo queremos a Nikita”. Cierto es que más tarde, cuando los rusos, movidos por la estrategia de la hora, retiraron los cohetes cedidos a Cuba, se cantó este estribillo: “Nikita, Nikita, / lo que se da no se quita”.
Un oyente que escuchaba esta explicación, me dijo:
—No puede ser: es demasiado ingenuo, demasiado “simplista”.
—Compañero —intervine yo—, ahí está la madre del borrego, como decimos en Argentina. Desde hace muchos años observo una tendencia universal a desconfiar de las explicaciones “simplistas”; en cambio, se prefiere complicar los esquemas en lo político, en lo social, en lo económico, y hacer una metafísica inextricable de lo que es naturalmente “simple”. A mi entender, toda esa complejomanía proviene de los interesados en “enturbiar las aguas”.
Pero, impuesta o no por las circunstancias, es de imaginar lo que una teoría filosóífico-social, como el marxismo, logra o puede lograr en un pueblo que, como el cubano, tiene toda la soltura, toda la imaginación y, además, todas las alegres sui géneris, o más bien una empresa-nacional “comunitaria” que deja perplejos a los otros Estados marxistas, en razón de su originalidad fuera de serie.
Un soviético, un checoslovaco, un búlgaro, de los que frecuentemente visitan a Cuba, no dejan de preguntarse, vista la espontánea y confesa “heterodoxia” cubana:
—¿Qué desconcertante flor latina estará brotando en las viejas y teóricas barbas de Marx?
# La “primera” y la “segunda”
De pronto nos anuncian que Fidel Castro ha de asistir, en San Andrés, en la provincia de Pinar del Río, a la inauguración de una comunidad erigida en plena montaña.
Llegamos al atardecer en un ómnibus (allá le dicen guagua) de construcción checa, atravesando villas coloreadas y paisajes de sueño. Una concentrar multitudinaria se ha instalado allá: son hombres y mujeres de toda la isla, que quieren oír a Fidel. Además, está jugándose allí mismo un trascendente partido de baseball, el de los “industriales” contra los “granjeros: el baseball es el deporte nacional, como el fútbol entre nosotros, y suscita en las tribunas populares las mismas discusiones y trompadas que se dan en la “bombonera”, por ejemplo; el mismo Fidel Castro es un “bateador” satisfactorio. El partido concluye: ganaron los “industriales”. Risas y broncas. Pero la noche ha caído; se oye un helicóptero; y poco después una gran figura barbada sube a la plataforma.
Déjenme ahora esbozar un retrato del líder.
Fidel Castro es un hombre joven, apenas cuarentón, fuerte y sólido en su uniforme verde oliva: cariñosamente lo llaman El Caballo, en razón de su fortaleza militante. Bien plantado en la tribuna, deja oír su alocución directa, con una voz resonante y a la vez culta, que traiciona en él al universitario metido por las circunstancias en un uniforme castrense. Al hablar acaricia los micrófonos; y en algún instante de pausa dubitativa se rasca la cabeza con un índice crítico, lo cual hace
Reúne a los “compañeros”, les habla de asuntos concretos: planes de trabajo, análisis y critica de lo ya realizado, exhortaciones de conducta civil, palabras de aliento y de censura según el caso. Nunca se dirige a ellos en primera persona del singular —”yo”—, sino en la primera y segunda del plural —”nosotros” y “ustedes”—, lo cual le confiere un tono de entrecasa, humano y familiar, que borra en él cualquier arista de demagogia o se resuelve en una demagogia tan sutil que nadie la advierte. Dialoga con el pueblo que lo interroga y le sirve de coro, lo cual me trae algunas reminiscencias argentinas: “Oye, Fidel, ¿y esto? Oye, Fidel, ¿y aquello?” Y Fidel Castro recoge las preguntas en el aire y las contesta, rápido, certero y a menudo incisivo.
Una de sus preocupaciones actuales es el “burocratismo” en que suelen aletargarse y morir las revoluciones. Informa en un discurso que se ha creado la Comisión Nacional contra el Burocratismo; y una quincena más tarde anunciará en otro:
—Compañeros, la Comisión Nacional contra el Burocratismo se ha burocratizado.
Conoce a fondo los problemas generales de su pueblo, y hasta los particulares de sus individuos, tanto en el bien como en el mal. Durante el huracán “Flora”, que asoló a la isla, condujo un tanque anfibio de salvataje y estuvo a punto de morir ahogado. En el corte de caña de azúcar, empresa nacional que moviliza hoy a todos los habitantes, Fidel Castro interviene, como todos, y no cortando algunas cañas simbólicas, sino trabajando jornadas enteras a razón de ocho horas cada una.
Esta noche lo escuchó en San Andrés: hace frío en la montaña, vinimos desprevenidos y nos abrigamos con mantas del ejército. Fidel no es ya el orador “larguero” y teatral, imagen con ¡a que aún se lo ridiculiza fuera: sus apariciones en público son cada vez más escasas y sus discursos cada vez más cortos. En esta oportunidad, además de referirse al asunto concreto de la reunión, toca dos puntos que me interesan como escucha foráneo: define a la suya como a la “primera revolución socialista de América”, y es verdad que lo ha dicho muchas veces. Pero, a continuación, la identifica con una “segunda independencia de Cuba”, y me acuerdo entonces de lo que dijo el arqueólogo en el Castillo de la Fuerza: “La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la Historia Nacional de Cuba”.
Ya en el ómnibus o guagua, que a través de la noche nos devuelve a la capital, y mientras Ricardo y Ernesto cantan aquello de “¿Cuándo volveré al bohío?”, sin duda para que no se duerma el compañero chofer en el volante, doy cuenta de mis observaciones al sociólogo de guayabera gris que compartió con nosotros la bodega ilustre de mister Dupont.
—Evidentemente —me dice—, el movimiento revolucionario de Fidel en pro de la “segunda independencia” no es más ni menos que una continuación inevitable del movimiento de José Martí en favor de la “primera”.
—Es tan verdad —asiento yo—, que la figura de Marti está hoy en Cuba tan presente y es tan actual como la del mismo Fidel, y los escritos de Martí abundan en la formulación teórica del movimiento castrista.
Los cantantes de¡ ómnibus han pasado en este momento a la canción “No la llores”, y el de la guayabera gris insiste:
—Esa continuidad revolucionaria está favorecida por el hecho de que la pasada historia de Cuba y la presente casi se tocan. Y si no, recapitulemos: la gesta de Martí comienza en 1895; el primer presidente de Cuba, Tomás Estrada Cabrera, es reconocido por “ellos” en 1902; luego, dos gobernadores norteamericanos, con el pretexto de pacificar la isla, se mantienen en el poder hasta 1909; después, una serie de gobiernos, electos o dictatoriales, que duran o no según el apoyo de los Estados Unidos, cuyos intereses económicos en la isla son cada vez más fuertes. La primera independencia (José Martí) y la segunda (Fidel Castro) se parecen como dos gotas de agua. Tienen los mismos opositores: un imperialismo exterior, ávido y prepotente, y una oligarquía local en colaboración con el primero. Uno y otro líder se parecen hasta en el modus operandi que utilizan: desembarcos furtivos en la costa cubana, internación en los montes, actividad de guerrillas. Lo único que añade Fidel a esa empresa insistente de Cuba es el acento de lo social-económico, que, por otra parte, resuena hoy universalmente.
Las luces de La Habana se nos vienen encima. En el recibimiento del hotel (que allá se llama “carpeta”) encuentro una nota de Granma, órgano del partido, en la cual se me solicita un reportaje. Granma es el nombre del yate que, en 1956, trajo a Fidel Castro y a sus 82 compañeros desde México a la provincia de Oriente, donde la Sierra Maestra ofrecía un campo ya histórico de operaciones. Al día siguiente respondo a las dos preguntas del reportaje: —Usted —inquiere mi repórter—, que ha sido testigo y partícipe de la historia de nuestro continente a lo largo de este siglo, ¿cómo definiría este momento de América latina?
—Desde hace tiempo —respondo—, América latina vive en estado “agónico , vale decir, de lucha, según el significado etimológico de la palabra. Y esa lucha tiende, o debe tender, a lo que Fidel Castro llamó anoche “segunda independencia”. Yo diría que nuestro continente pugna por entrar en su verdadero “tiempo histórico”: lo que vivió hasta hoy es una suerte de prehistoria.
—¿Qué impresiones tiene usted de su primer viaje a Cuba? —A primera vista, y mirada con ojos imparciales, Cuba me parece un laboratorio donde se plasma la primera experiencia socialista de Iberoamérica. Por encima de cualquier “parnaso teórico”, de ¡deas, entiendo que Cuba está realizando una revolución nacional y popular, típicamente cubana e iberoamericana, que puede servir no de patrón, sino de ejemplo a otras que, sin duda, se darán en nuestro continente, cada una con su estilo propio y su propia originalidad.
Resuelto ya el certamen literario de La Casa de las Américas, hemos de viajar al interior de la isla con el propósito de visitar la base militar de Guantánamo y después Minas de Frío.
Desde la ventana de mi cuarto estudio las dos pequeñas baterías antiaéreas que, según dije, apuntan al norte marinero. Porque a 90 millas de aquí está un enemigo al que no se odia ni se teme, pero se lo vigila en un tranquilo alerta. Ésas dos baterías tienen, ante mis ojos, la puerilidad de la honda de David ante la cara inmensa de un Goliath en acecho. Regularmente, el crucero “Oxford” entra en las aguas territoriales de Cuba, y su blanca silueta se recorta en el horizonte marítimo.
Desde Miami, las emisoras difunden noticias truculentas: el malecón de La Habana está lleno de fusilados que hieden al sol; faltan alimentos en la isla; Fidel Castro ha desaparecido misteriosamente. Yo estoy ahora observando el malecón lleno de paseantes alegres y de tranquilos pescadores; todos comen bien en la isla, y hace unas horas ví a Fidel Castro en una reunión de metalúrgicos.
Pero en otro lugar del territorio, el enemigo está más cerca y se hace visible. ¿Dónde? En Guantánamo. Yo estoy en Guantánamo, junto al mar del Caribe, donde los norteamericanos tienen la base conocida, separados de los cubanos por una cortina de alambre tejido. Ese limite somero es el lugar de las “provocaciones”. Converso con la tropa del destacamento cubano, miro fotografías y documentales cinematográficos:
—A veces —me dice un oficial—, los marines yanquis arrojan piedras al destacamento, con las mismas actitudes y el furor de un peacher de baseball; otras, en son de burla, parodian ante los centinelas de Cuba los movimientos de los bailes afrocubanos, y orinan ostensiblemente cuando izamos nuestra bandera.
—¿Y ustedes qué hacen;? —pregunto.
—La consigna es no responder a las provocaciones. Uno de nuestros centinelas les volvió la espalda, sólo para no verlos. —¿Y ellos qué hicieron?
—Lo mataron de un tiro en la nuca. Vea usted su cadáver.
Desde Guantánamo, tras regresar a nuestra base de Santiago de Cuba, nos dirigimos a la Sierra Maestra con el propósito de subir a Minas de Frío, cumbre donde el comandante Ernesto Che Guevara tuvo su cuartel de operaciones. Siguiendo la norma revolucionaria de instalar escuelas donde hubo cuarteles y escenarios de lucha, se ha fundado un centro educacional, donde se preparan los maestros del futuro.
La subida es difícil, ya que se hace por una cuesta empinada, rica en torrenteras y despeñaderos, que hasta no hace mucho sólo era transitable a pie o a lomo de muta. Nosotros la franqueamos en un camión de guerra soviético, que en dos horas de. trajín, sacudones, y, patinadas nos> deja, en la cima, algo así como un altiplano donde conviven 7.000 alumnos, muchachas y muchachos de todas las pieles, bien alojados y guarnecidos.
—¿Por qué instalar esa escuela en una cumbre sometida a todos los rigores climáticos?
—Para fortalecer y templar —responden— a los jóvenes que han de ejercer el magisterio en los más duros rincones de la isla. Nuestra campaña de alfabetización, iniciada en 1961, redujo el índice de analfabetos a un 3,5 por ciento. Ahora, Fidel quiere que toda Cuba sea una escuela.
Y abordamos a los alumnos, con su ropa y zapatos de montaña (ellas, naturalmente, con ruleros en la cabeza). Blancos, negros y mulatos tienen la conversación fácil y una seguridad alegre que anula toda ostentación o dramatismo. Quieren saber de nosotros: los fascinan nuestros diversos tonos del idioma español. Al fin piden que cantemos: yo berreo una vidalita sureña, y Juan Marsé arriesga una sardana de su terruño catalán.
A la caña
¡Tendría tantas cosas que referir! Sólo puedo hacerlo en síntesis rapsódicas o en pantallazos de cinematografía. Estamos ahora en un grande y viejo taller metalúrgico, donde Fidel Castro reúne a trabajadores y estudiantes de escuelas tecnológicas
Tras un intento inicial de industrialización, la isla entera se vuelca hoy a los afanes de la agricultura. Pero hay que pensar en el futuro, y el conductor habla: se refiere a la explotación de los minerales que abundan en las sierras, a sus aleaciones posibles, a los futuros altos hornos y acerías, a la perfección técnica de los obreros. Un químico visitante, que tengo a mi costado murmulla:
—¡Sueña! ¡Está soñando en alta voz!
—¿Qué importa? —le contesto—. ¿Qué Importa, si todo este pueblo que lo escucha está soñando con él? al fin y al cabo, ¿qué sueña? La ilusión de una felicidad en la soberanía, siempre posible y siempre demorada. ¿No están, acaso, en ese mismo sueño todas las otras repúblicas de Iberoamérica?
Y Fidel sigue hablando, frente a los rostros encendidos. Fidel está soñando: ¡pobre del que se ría!
Esta mañana, Elbiamor y yo estamos a solas con Haydée Santamaría, heroína de la revolución cubana en sus preparativos y combates. Su hermano y su prometido fueron torturados hasta morir, frente a ella misma, para que revelara el paradero de los jefes. Toda revolución cruenta deja siempre como posible y hasta inevitable el juego numeral de las victimas, de modo tal que uno y otro bando puedan sentarse a la mesa y barajar en el tapete sus propios muertos. Haydée no lo hace, aunque tal vez en sus sueños perdura una pesadilla de ojos arrancados. Perdonar y olvidar ha dicho ella—, y sobre todo combatir por un orden humano y una sociedad que hagan imposibles, en adelante, los horrores de la jungla.
Detrás de ese afán, ella trabaja día y noche, como si fuese la madre, la hermana y la novia del movimiento. De pronto recuerda mi cristianismo y el de Elbiamor:
—Antes de la revolución —nos dice—, yo era creyente, como todos los míos. Después entendí que, si deseaba trabajar por un orden nuevo, debía prescindir de Dios, olvidarlo.
No entendemos el porqué de tal resolución, romántica, y callamos. —El otro día —refiere de pronto—, mi hija de cuatro años me preguntó quién era Dios.
—¿Y qué le respondió usted?
—Le dije que Dios era todo lo hermoso, lo bueno y lo verdadero que nos gustaba en la naturaleza.
La miramos con ternura.
—Belleza, Bondad y Verdad —le dije al fin—: son, justamente, tres nombres y tres atributos de lo Divino.
Haydée calla. Luego se dirige a su escritorio y me trae como obsequio una caja de habanos construida con maderas preciosas de Cuba.
¿Y el ambiente religioso de la isla? Puedo decir que actualmente se oficia con regularidad en los templos católicos y protestantes. En las santerías, se ofrece al público el acervo iconográfico tradicional, junto con la utilería de las magias africanas, que conservan en la isla una tradición semejante. Fidel Castro, en una campaña contra las malezas rurales, aconsejó, no sin humorismo, respetar las hierbas rituales de los brujos. En realidad, no se manifiesta en Cuba ni menor ni mayor religiosidad verdadera que en muchos otros países del orbe cristiano, incluido el nuestro.
Sé, de muy buena fuente, que en el Comité Central del Partido hay católicos viejos y católicos de reciente conversión, además de algunos marxistas puros, uno de los cuales, en su inocencia, me confesó haber bautizado a un niño con champagne y en el nombre de Marx, de Lenin y de Fidel. Y digo “en su inocencia”, porque aquel hombre, fundamentalmente bueno, “no sabia lo que hacía”, dicho evangélicamente.
Triunfante la gesta revolucionaria, tuvo un despunte de oposición en algunos sacerdotes de nacionalidad española y algunos pastores protestantes de nacionalidad estadounidense, que obraban, sin duda, por razones “patrióticas”. Fidel Castro dijo, entonces, que todo cristiano debería ser, por definición, un revolucionario. Recuerdo que hace ya muchos años, en cierto debate sobre el comunismo realizado en París, alguien (creo que Jacques Maritain) definió al comunismo como una “versión materialista del Evangelio”. Pensé yo en aquel entonces que era preferible tener y practicar una versión materialista del Evangelio a no tener ni practicar ninguna,.
Y me digo ahora, con más ciencia y experiencia, que toda realización en el orden amoroso de la caridad, sea consciente o inconsciente, entraña en sí misma una “petición” de Jesucristo.
Terminó para nosotros la Misión Cuba. Una tarde respondemos a los alumnos, en la Escuela de Letras. Uno me pregunta por el Facundo, de Sarmiento, y le aclaro algunas nociones. Otro Interroga sobre El Matadero, de Echeverría, y César Fernández Moreno se encarga de las respuestas. Pero todos los cubanos acuden al corte de caña: gobernantes y gobernados, obreros y estudiantes, artistas y técnicos.
Se ha iniciado la Séptima Zafra de la Revolución, que promete ser la más cuantiosa del siglo. Los contingentes están saliendo a la tierra (o a la caña, como dicen allá): todos van alegres, porque el trabajo ya no es una “maldición antigua”, sino un esfuerzo que hace doler las manos en el machete, los tres primeros días, y concluye por mudarse en una felicidad virgiliana.
Estamos en el aeropuerto José Marti, como a nuestra llegada: el cuatrimotor Britannia nos espera, trajinado y temible a los ojos de Elbiamor. Nuestro compañeros de Cuba nos despiden: hay calor en sus manos y esperanza en sus voces. El avión toma la pista: ellos quedan allá, con su ensueño acunado entre peligros, y sin otro sostén que su líder y los símbolos de su enseña nacional, enumerados en la misma canción con que inicié esta crónica: “Un Fidel que vibra en la montañas, un rubí, cinco franjas y una estrella”.
Revista El Descamisado Nº 7, 03/07/73
El retorno de Adán Buenosayres
Revista Primera Plana, 13 de julio de 1965
Ilustración: Ricardo Ajler
Sorprende encontrarlo tan parecido, físicamente, a otros escritores de su generación. Quizá -llega a pensarse- porque la moda del tiempo en que ellos eran jóvenes consistía en llevar el pelo muy aplastado hacia atrás; y por eso, tal vez, Eduardo Mallea y Jorge Luis Borges tienen esta misma frente despejada de Leopoldo Marechal. Aunque la teoría no explica por qué también se asemeja en ellos la parte inferior de la cara, la pronunciada curva bajo la nariz, la boca algo huidiza y como incrustada entre surcos profundos; y las cejas enarcadas sobre unos párpados espesos.
Aquí, en fin, está Marechal, nacido en Buenos Aires en 1900, y convertido en una susurrada leyenda que, a veces, conduce a una interrogación cruel: "¿Cómo? ¿Todavía vive?" Vive, sí, en Rivadavia al 2300, con su segunda mujer, la poeta Juana Elba Rosbaco -por él rebautizada Elbiamor-, entre libros y papeles: esos papeles que, hasta hace una semana, incluían los originales de su segunda novela, El banquete de Severo Arcángelo, entregados hoy a la Editorial Sudamericana.
La misma casa editora que, hace diecisiete años, le publicó Adán Buenosayres, casi unánimemente reconocida como la mejor novela escrita en la Argentina. Entonces, en 1948, las 744 páginas dé Adán (a veces comparada con el Ulises, de Joyce, en su intención y estilo) costaban 18 pesos; en 1965, los 600 ejemplares sobrevivientes de esa primera edición -que abarcaba 3 mil- se venden a 700 pesos, y algunos libreros ni siquiera cortan la esquina de la solapa donde se lee el precio original.
También entonces, el acercamiento del autor al peronismo provocó el silencio y el desdén de sus colegas. Adán fue apenas recibida por dos comentarios: un brulote del polígrafo Eduardo González Lanuza, en la revista Sur, y un estudio -"el único serio en aquel momento", acota Marechal- de Julio Cortázar, en Realidad. "Pero esa proscripción literaria -informa Marechal, con su afición por la retórica- no me desalentó en lo más mínimo; al contrario, me resultó muy fructífera: porque me dediqué a escribir doce obras teatrales, y poesías, y a releer los clásicos."
El módulo prolijo
El clasicismo es, para Marechal, no sólo una categoría estética, sino todo un estilo de vida. A la entrada de su modesto departamento, a dos cuadras de Plaza Once, una figura femenina, de mármol, impone su planta helénica, reiterada en las máscaras que adornan la biblioteca-escritorio-sala de estar.
Allí devana sus horas este retirado del magisterio, cuya vida responde a un módulo prolijo: "Me levanto hacia el mediodía y no almuerzo, sólo tomo mate. Desde las dos de la tarde, hasta la noche, escribo; después de comer, y hasta las cuatro de la mañana, Elbiamor lee, en voz alta."
El timbre de Marechal se alza, inesperadamente, en inflexiones irónicas: "A veces miro televisión, porque es una catarsis; pero en el verdadero sentido griego de la palabra, una purga." En cambio, hace ya una década que no pisa un cine o un teatro: "Sí, comprendo que es una vida volcada hacia adentro. Pero es que cuesta renunciar a la soledad y, sobre todo, a una soledad poblada, como la mía. Sin embargo, recibo a los amigos y a todo el que quiera venir a verme, siempre que me llame por teléfono antes", expresó en su larga charla con Primera Plana.
Por tercera vez, Marechal enciende su pipa curva, y remonta el curso del tiempo. "Nací en Almagro, pero en seguida nos mudamos a Villa Crespo, el barrio donde vivieron los personajes de Adán Buenosayres," A los once años "descubrí lo que era escribir y redacté 'El pirata rojo', un cuento de aventuras inspirado en mi querido maestro, Emilio Salgari". A los catorce años, las pipas comenzaron a humear en sus labios ("tengo una cantidad de pipas, pero no es una colección; son dos cosas distintas") y los versos a brotarle con una asiduidad que, por fin, se volcó en un libro, 'Los Aguiluchos'.
Eran los tiempos del grupo Martín Fierro ("no sé de dónde saca la gente eso de la rivalidad con los de Boedo; muchos de nosotros pertenecíamos a los dos movimientos"), y los íntimos amigos de Marechal se llamaban Eduardo Mallea y Francisco Luis Bernárdez. Sólo en este momento, la melancolía se insinúa en la confidencia: "Éramos inseparables, con Eduardo y Paco, pero las circunstancias nos distanciaron."
Esas circunstancias tienen un nombre: peronismo. El viejo Partido Socialista contó con la simpatía -ya que no con la afiliación- de Marechal, quien, como otros integrantes de Martín Fierro, desfiló alguna vez, con un clavel rojo en la solapa, ante la Casa del Pueblo. Después, el poeta se conectó con un grupo de nacionalistas ("que no eran como los de ahora"), pero advirtió que "nunca saldrían del limbo teórico; y al poder se lo conquista con la idea y la acción, no con slogans". Cuando apareció Perón, "aquella teoría pareció, por fin, volverse realidad; el peronismo -afirma- es la única revolución popular que se hizo en la Argentina, y no me arrepiento de haberlo apoyado, aunque nunca milité activamente en él".
La catedral de palabras
Sobre el pelo corto de la silenciosa Elbiamor, un último rayo de sol centellea como los áureos lomos de los libros que ciñen la habitación. Cadenciosamente, con súbitos chispazos intencionados, la voz de Marechal sigue hilvanando recuerdos que ya son historia. Hacia 1928, disuelta la camaradería de Martín Fierro, con otro libro de poemas publicado el año anterior (Días como flechas), Marechal ingresa a la redacción del flamante matutino El Mundo. A uno y otro lado de su escritorio, tableteaban sus máquinas dos viejos amigos del poeta: Conrado Nalé Roxlo y Roberto Arlt. "Pero no se crea que charlábamos; había mucho que hacer." De tanto en tanto, la voz gruesa de Arlt se alzaba por sobre el martilleo mecánico: "Decime, Leopoldo, ¿exégesis se escribe con ge o con jota?" Dos años duró aquella sujeción de Marechal al periodismo, después de los cuales "nunca más volví a ver a Arlt".
Pero, nueve años más tarde, una carta escrita a máquina, sin ningún acento, y signada con un garabato erizado de ganchos y curvas, llegó a manos de Marechal. Decía: "Buenos Aires, octubre 30 de 1939. Querido Leopoldo: Te escribe Roberto Arlt. He leído en La Nación tu poema El Centauro. Me produjo una impresión extraordinaria. La misma que recibí en Europa al entrar por primera vez a una catedral de piedra. Poéticamente sos lo más grande que tenemos en habla castellana. Desde los tiempos de Rubén Darío no se escribe nada semejante en dolida severidad. He recortado tu poema y lo he guardado en un cajón de mi mesa de noche. Lo leeré cada vez que mi deseo de producir en prosa algo tan bello como lo tuyo se me debilite. Te envidio tu alegría y tu emoción. Que te vaya bien. Roberto Arlt."
En París, en 1930, empezó Marechal a acumular los laberintos de Adán Buenosayres, a la manera de un ejercicio relajador después de combatir varias horas diarias con la poesía. "Yo me siento poeta, escribir la novela no era lo más importante; fue un trabajo postergado muchas veces." Por eso, la segunda novela, después de diecisiete años, no sólo es una sorpresa para los demás, sino también para el autor: "Pensé que había agotado el interés por el genero y que no volvería a repetir la experiencia."
Sin embargo, el nacimiento de 'El banquete de Severo Arcángelo' (cuyo prólogo se reproduce aquí, como primicia exclusiva) se parece a una expiación: "Dejé a Adán Buenosayres sin salida, en el último círculo infernal: era una maldad que había que reparar de alguna manera, porque toda experiencia en el infierno ha de tener principio y fin; si no, no vale de nada." El banquete sería, entonces, la redención de un personaje; y, además, el cumplimiento de un anhelo de infancia: escribir una novela de aventuras. ¿Qué es, en síntesis, la nueva novela de Marechal? El humo denso de la pipa no oculta del todo una inesperada luz de travesura en los ojos del escritor: "Nada más que los preparativos de un banquete que se hará en San Isidro, contados por la persona encargada de organizarlo. Pero, al final, no se sabrá bien si es una orgía o una empresa metafísica."
Porque la travesura tiene su lugar en este mundo de moroso clasicismo donde se ha refugiado Marechal. En Adán, los personajes no disimulaban su realidad: allí estaban Borges, Scalabrini Ortiz, Xul Solar y Norah Lange y su familia, bajo el disfraz del apellido Amundsen. Pero nada de esto sucede en El banquete, donde no hay claves. Y ya que se habla de Borges, un juicio implacable zumba en el aire quieto: "Nunca me interesó." Para Marechal, "lo más importante que se ha publicado aquí en los últimos tiempos, es 'Sobre héroes y tumbas', de Ernesto Sábato, y Rayuela, de Julio Cortázar".
Y vuelve a reclinarse en el silencio, como en un lugar predilecto. Pero hasta ese silencio están comenzando a llegar las voces del mundo: la aparición de El banquete coincidirá con una reedición popular de Adán Buenosayres; en 1965, en la Facultad de Filosofía y Letras se han presentado cinco tesis sobre la primera novela de este alejado.
Un texto inédito de Marechal
Con el título de "Dedicatoria Prólogo a Elbiamor", esta página inicia la segunda novela de Leopoldo Marechal, El banquete de Severo Arcángelo.
Elbiamor: desde mi niñez vine soñando con escribir una historia de aventuras. Por aquellos días navegué yo en la tapa de un antiguo baúl: navegaba idealmente, quise decir en la inmovilidad, esperando que un desbordamiento del arroyo Maldonado pusiera mi navío a flote y lo lanzara, por fin, a las turbulencias del mar libre. Y en tal espera, escribí, a los diez años, mi narración ideal, El Pirata Rojo, a la manera de Salgari, mi entonces querido y envidiado maestro. Después, y en eso otra navegación que va del niño al hombre, se me trabucaron los planes y la vida; y todo entró para mí en un tirabuzón del suceder, entre lírico, dramático y cómico, del cual mi Adán Buenosayres dio buena información en su hora. Lo que yo había soñado en mi niñez era una historia de niños para niños; y lo que había logrado yo en Adán Buenosayres era sólo una historia de hombres para hombres. No obstante, mi sueño infantil quedó en pie, y lo realizo ahora en El Banquete de Severo Arcángelo. Es una novela de aventuras, o de "suspenso", cómo se dice hoy: se dirige, no a los niños en tránsito hacia el hombre, por autoconstrucción natural, sino a los hombres en tránsito hacia el niño, por autodestrucción simplificadora. Elbiamor, al escribirlo, y por añadidura, di con la manera de reparar una injusticia que me atormentaba: en Adán Buenosayres dejé a mi héroe como inmovilizado en el último círculo de un Infierno sin salida, y promover un descenso infernal, sin darle al héroe que lo cumple las vías de un "ascenso" correlativo, es incurrir en una maldad sin gloria en la que no cayó ni Homero ni Virgilio ni Dante Alighieri. El Banquete de Severo Arcángelo propone una salida; y a mi entender no fue otro el intento del Metalúrgico de Avellaneda. Elbiamor, tal es la obra que te dedico: haga Dios que se cumplan sus buenos propósitos. [Copyright by Editorial Sudamericana]
Publicado en Primerra Plana, 1965 | Fuente: Mágicas Ruinas | www.magicasruinas.com.ar
A 60 años de la publicación del Adán Buenosayres
El día que la literatura argentina tuvo su Ulises criollo
[Foto: Sara Facio]
Así como Irlanda tiene su día Bloom –el 16 de junio– por el célebre personaje de James Joyce, la mañana del 28 de abril quedó grabada como la jornada en que comienza una de las aventuras metafísicas más fascinantes de las letras rioplatenses.
Por Alejandro Rodríguez Bustamante
A finales de la década de 1920, a las diez de la mañana de un 28 de abril, el poeta Adán Buenosayres despertó para siempre. ¿Qué lo arrancó de las fauces del sueño? ¿Fue la voz de Irma, que más que entonar se desgañitaba con los versos iniciales de El Pañuelito"? Sí, era Irma que barría la vereda de la pensión frente al 303 de la calle Monte Egmont, en el barrio de Villa Crespo. Sí, Irma, la de aquellos ojos que el poeta había alabado en forma sibilina, ya que en realidad su atención debió estar puesta en la grupa salvaje de la muchacha. Éste es más o menos el comienzo del hilo narrativo, que pronto se volvería trama aluvional.
Hace exactamente 60 años, en 1948 se publicó la primera edición de la novela Adán Buenosayres, escrita por Leopoldo Marechal (1900-1970). Apenas dos fueron las salvas que logró la obra en su época. La primera, ese mismo año y en la revista Sur (número 169, de noviembre de 1948), se debió a la pluma de Eduardo González Lanuza, quien con sorna se juzgó muy por debajo del nivel de genialidad que el comentario de la novela requería, porque planteaba la necesidad de un "crítico genial". No ahorró elogios a la poética de Marechal, pero decididamente intentó enterrar su obra narrativa. En primer lugar, le reprochó la extensión "en estos tiempos de escasez de papel y tiempo". Pero también se refirió con desprecio al idioma usado por el escritor, de fuerte contenido escatológico, que pudo sortear el "lápiz rojo" de los "encargados de velar por la moral y las buenas costumbres".
Atrincherado en una mediocridad pacata, González Lanuza fue incapaz de ensayar una crítica literaria, despojada de aspectos políticos e ideológicos, de prejuicios, y que olvidara los intereses de las camarillas intelectuales del momento. Ni por asomo vislumbró el destino que su pequeña costura de amanuense tendría en años venideros, cuando Adán Buenosayres adquirió toda su estatura de novela de ruptura y anticipación.
Casi seis meses después tuvo que ser el ojo avizor de un muchacho que prometía, Julio Cortázar, quien señalara que el libro de Marechal era una obra grande, y que se iba a necesitar mucho tiempo para desentrañarla. Así lo expresó en Realidad: Revista de ideas (número 14, marzo-abril de 1949). La primera virtud que Cortázar señaló fue que se trataba de un testimonio de época sin igual, eso que González Lanuza había subrayado como un defecto y con el "lápiz rojo" no del crítico sino del censor.
La lectura de Cortázar, novelista al fin, separó los dos últimos libros que componen la obra "El Cuaderno de Tapas Azules" y "Viaje a la ocura ciudad de Cacodelphia", por considerar que constituían nada más que apéndices y le hacían perder su fuerza y color. ¿Qué es los que más valoraría en Adán Buenosayres el futuro autor de Rayuela, esa otra gran novela argentina? "Muy pocas veces entre nosotros se había sido tan valerosamente leal a lo circundante –afirma Cortázar–, a las cosas que están ahí mientras escribo estas palabras, a los hechos que mi propia vida me da y me corrobora diariamente, a las voces y las ideas y los sentires que chocan conmigo y son yo en la calle, en los círculos, en el tranvía y en la cama."
¿Cómo se logra esto en la novela? Continúa Cortázar: "Para alcanzar esa inmediatez, Marechal entra resuelto por un camino ya ineludible si se quiere escribir novelas argentinas; vale decir que no se esfuerza por resolver sus antinomias y sus contrarios en un estilo de compromiso, un término aséptico entre lo que aquí se habla, se siente y se piensa, sino que vuelca rapsódicamente las maneras que van correspondiendo a las situaciones sucesivas, la expresión que se adecúa a su contenido". Es decir, el viejo precepto de Henry James: "Cada tema tiene su tratamiento, la virtud del escritor está en encontrarlo".
La novela de Leopoldo Marechal, un trabajo que le demandó unos veinte años, se conoció dentro del contexto político del período posterior a la finalización de la Segunda Guerra Mundial, pero por sobre todo del surgimiento en la Argentina del fenómeno peronista. Y Marechal fue peronista. Esto hizo, en parte, que la intelligentzia argentina le diera la espalda. Pero, además, porque con profundo amor Marechal la ridiculizó en todos sus mohínes de colonización mental y cultural. No muy distinta fue la suerte de uno de los grandes poetas argentinos, Leónidas Lamborghini. Peronista también, tuvo que aguardar con paciencia de Job el análisis lingüístico de los especialistas académicos de fines de la década de 1990 para ver revalorizada públicamente su obra.
Leopoldo Marechal y Juan Rulfo
Claro que Marechal y Lamborghini no fueron los únicos en penar por el desconocimiento. Por aquello de que "nadie es profeta en su tierra", en otra vereda Jorge Luis Borges esperó hasta la exasperación la consideración de sus connacionales. Supo también cuán decepcionante resulta que la alfombra roja llegue de la mano de reconocimientos extranjeros. Pero Borges, a pesar de ser uno de los blancos del humor de Adán Buenosayres, siempre supo que iba estar presente en el entierro de Marechal.
Fue recién en 1997, casi medio siglo más tarde, que el libro consiguió el reconocimiento que merecía en una edición crítica del Fondo de Cultura Económica. Entre los comentaristas estuvo el muy agudo Ricardo Piglia, también novelista, quien recuperó el espíritu cortazeano para juzgar la novela de Marechal, aunque revaloriza los dos libros finales. Y no duda en transgredir la propia intimidad al reproducir sus comentarios escritos sobre los márgenes del grueso volumen publicado por primera vez en 1948. "Transcribo algunas de esas notas en el orden en que fueron escritas", dice, para luego añadir que "deben ser leídas como la historia microscópica y privada de mi admiración por uno de los mejores libros que se han escrito en esta lengua".
En esas anotaciones de comienzos de la década de 1960 Piglia no sólo entrega una verdadera lección de estética, sino que recorre temas como el centro y las periferias culturales en el mundo, el colonialismo o la libertad con la cual los lugares alejados de las metrópolis pueden usar y tergiversar los modelos, viejos o no, para generar una voz propia, beligerante, opuesta al nacionalismo pedestre. Y tampoco duda en arriesgarse: "En Adán Buenosayres, como en Borges, la parodia de las tradiciones literarias, la discusión sobre el nacionalismo estético y sobre el ser argentino son la condición del descenso al sótano metafísico. El escritor argentino como escritor fracasado por la tradición accede al aleph místico y a lo universal si se sabe despojar de los brillos costumbristas".
En Marechal la parodia de las tradiciones literarias y del nacionalismo de patas cortas se desliza entre la mirada piadosa, enternecida, y el humor cáustico. Una de las pruebas más desopilantes la da en el "Libro séptimo", durante el diálogo entre el astrólogo Schultze, empeñado en conocer la "Sanpuerta" de descenso al inframundo, y la vieja curandera de campo, doña Tecla, poseedora del secreto. Allí el "neogogo" (Schultze) y la "paleogoga" (Tecla) compiten en una payada de fórmulas mágicas, coplas populares y otras vivezas criollas, hasta que la curandera da el brazo a torcer ("¡Pirocagaron los paleogogos!", se lamentaría la matriarca).
"La aparición de este libro –había señalado anticipatoriamente Cortázar– me parece un acontecimiento extraordinario en las letras argentinas, y su diversa desmesura un signo merecedor de atención y expectativa", a pesar de que en otros momentos lo critica con dureza. Sin embargo, no cabe duda de que el hilo conductor que nace con la novela de Marechal puede rastrearse en la obra del propio Cortázar y llega plenamente hasta la narrativa argentina contemporánea.
No cabe duda de que el autor de Adán Buenosayres había leído con sumo interés el Ulises, del escritor irlandés James Joyce, una obra si se quiere también descomunal que se irguió contra los modelos en boga dentro de la literatura inglesa de su tiempo. No sólo Marechal lo conversó así con sus amigos literatos, sino que todos los comentaristas y críticos serios percibieron la marca de la influencia joyceana, al punto que podría decirse que Adán Buenosayres es el Ulises criollo.
Esto no habla ni bien ni mal del intento de Marechal. En realidad el problema radica en ver qué es lo que hizo dentro de esa corriente. Todo escritor que se precie es heredero de una o varias tradiciones, es decir, recoge la antorcha dejada por las generaciones anteriores, tanto las locales como las de otras latitudes. En pocas palabras, al partir de las experiencias previas el creador se ahorra tener que redescubrir la rueda o la pólvora por sí mismo, como también terminar hablando por boca de ganso o afirmando verdades de Perogrullo. Se sabe que en cualquier género literario la mejor escuela la da una lectura sistemática desde las obras clásicas hasta las contemporáneas. Nadie en su sano juicio podría decir que está libre de influencias.
Si Marechal tomó de Joyce lo que necesitaba, ¿quién se animaría a ubicarlo dentro de las letras irlandesas o inglesas? Queda bien claro que el autor de Adán Buenosayres es parte de la cultura argentina, con todos sus aciertos y desprolijidades, de la misma manera que el del Ulises lo es de la irlandesa, o el de Pasaje a la India, Edwar M. Forster, de la inglesa.
Pero más allá de los logros novelísticos, también es cierto que Marechal introdujo un fuerte tono poético a su libro, y eso también fue una impronta para la narrativa posterior. Ya en la especie de prólogo que abre el volumen, durante el cortejo fúnebre de sólo seis hombres que lleva a Adán Buenosayres "en cierta mañana de octubre de 192." hasta su destino final en el Cementerio del Oeste, dice Marechal: "La primavera reía sobre las tumbas, cantaba en el buche de los pájaros, ardía en los retoños vegetales, proclamaba entre cruces y epitafios su jubilosa incredulidad acerca de la muerte".
Fuente: Crítica, 28/04/08
Marechal, cara al viento como un león
Por Roberto Bardini
"Creo que actualmente hay dos Argentinas: una en defunción, cuyo cadáver usufructúan los cuervos de toda índole que lo rodean, cuervos nacionales e internacionales; y una Argentina como en navidad y crecimiento, que lucha por su destino, y que padecemos orgullosamente los que la amamos como a una hija. El porvenir de esa criatura depende de nosotros, y muy particularmente de las nuevas generaciones".
Estas líneas pertenecen a Leopoldo Marechal, nacido el 11 de junio de 1900 en el barrio de Almagro. Son parte de "Los puntos fundamentales de mi vida", un texto del escritor que publicó el suplemento Cultura y Nación de Clarín el 29 de marzo de 1973, tres años después de su muerte. En ese mismo texto póstumo, Marechal afirma:
"Desde hace algunos años oigo hablar de los escritores comprometidos y no comprometidos. A mi entender, es una clasificación falsa. Todo escritor, por el hecho de serlo, ya está comprometido: o comprometido en una religión, o comprometido en una ideología político-social, o comprometido en una traición a su pueblo, o comprometido en una indiferencia o sonambulismo individual, culpable o no culpable. Yo confieso que sólo estoy comprometido en el Evangelio de Jesucristo, cuya aplicación resolvería por otra parte, todos los problemas económicos y sociales, físicos y metafísicos que hoy padecen los hombres".
A Marechal también le pertenece esta frase: "¿Saben ustedes que durante una tormenta el león da la cara al viento para que su pelambre no se desordene? Yo hago lo mismo: doy la cara a todos los problemas: es la mejor manera de permanecer peinado".
Lo dice un poeta, narrador, ensayista y dramaturgo que enfrentó todos los problemas que le salieron al paso y permaneció peinado, sin caer en "agachadas", hasta su muerte el 26 de junio de 1970. Hijo de un obrero mecánico uruguayo y madre argentina de familia vasca, Marechal también es católico y peronista. Nunca se arrepiente de su opción política a pesar de que tuvo que pagar un alto precio: el silencio editorial, el autoaislamiento, el desprecio oficial de los "vencedores" de septiembre de 1955.
"Crimen"... y castigo
¿Cuál es el "pecado" de Marechal? Ocupar cargos públicos de 1944 a 1955. Por un lado, la cultura liberal representada por la revista Sur y los diarios La Nación y La Prensa no le perdonan al escritor su amistad con algunos intelectuales nacionalistas. Marechal era maestro de primaria, profesor de secundaria y bibliotecario; para mejorar su situación laboral en 1943 acepta el cargo de director del Consejo General de Educación, en Santa Fe, que le ofrece Gustavo Martinez Zuviría, entonces ministro de Instrucción Pública. Al año siguiente, Ignacio Anzoátegui lo invita a colaborar en la recién creada Secretaría de Cultura y lo designa director general
Por otro lado, la inquisición liberal instaurada por la autodenominada "revolución libertadora" de 1955 condena durante décadas a este hombre -uno de los mejores escritores argentinos del siglo XX- porque desde el 17 de octubre de 1945 adhirió al peronismo. Él mismo relata su temprano respaldo a aquella gesta popular y sus posteriores consecuencias:
"Me vestí apresuradamente, bajé a la calle y me uní a la multitud que avanzaba rumbo a la Plaza de Mayo. Vi, reconocí y amé los miles de rostros que la integraban: no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder. Era la Argentina invisible que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas, y no bien las conocieron les dieron la espalda. Desde aquellas horas me hice peronista. Decidí entonces, con mis hechos y palabras, declarar públicamente mi adhesión al movimiento y respaldarla con mi prestigio intelectual, que ya era mucho en el país. Esto me valió el repudio de los intelectuales que no lo hicieron y que declararon al fin mi proscripción intelectual".
Una voz solitaria
En 1949 se publica Adán Buenosayres, novela que Marechal elaboró durante 17 años. La crítica literaria hace silencio. Sólo se escucha la voz de un casi desconocido escritor de 35 años, que apenas ha publicado un librito de sonetos y una obra de teatro: se llama Julio Cortázar y no es peronista.
Cortázar escribe en la revista Realidad (Nº 14, marzo-abril de 1949): "La aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en las letras argentinas. Se tiene constantemente la impresión de que el autor, apoyando un compás en la página en blanco, lo hace girar de manera tan desacompasada que el resultado es un reno rupestre, un dibujo de paranoico, una guarda griega, un arco de fiesta florentina del 'cinquecento', o un ocho de tango canyengue". Y finaliza el comentario: "Tal como lo veo, Adán Buenosayres constituye un momento importante en nuestras desconcertadas letras. Para Marechal quizá sea un arribo y una suma; a los más jóvenes toca ver si actúa como fuerza viva, como enérgico empujón hacia lo de veras nuestro. Estoy entre los que creen esto último, y se obligan a no desconocerlo".
En 1955, tras el derrocamiento de Perón, Marechal inicia sus trámites jubilatorios. Cuatro años después publica La Poética, gracias a un grupo de amigos que paga la modesta edición. Con humor, se autodefine como "el poeta depuesto".
Marechal le escribe a Cortázar en 1965 y le agradece aquel gesto de antaño. Desde París, el autor de Rayuela -que ya es famoso y sigue siendo antiperonista- le reitera su admiración: "Lo único bueno es recibir en cualquier momento de la vida una carta como la suya, y pensar que valía la pena haber roto una lanza en su día por una obra admirable e incomprendida".
Los miserables
Otros no son tan generosos con Marechal. "Funcionario del régimen", lo llama Eduardo González Lanuza. "Bodrio con fealdades y aun obscenidades", escribe Enrique Anderson Imbert, refiriéndose a Adanbuenosayres, en su Historia de la literatura hispanoamericana (1954), aunque en posteriores ediciones bajó el tono.
(Desde luego que hay que hacer un paréntesis para explicar quiénes son González Lanuza [1900-1984] y Anderson Imbert [1910-2000]. El primero es un químico industrial español radicado en Argentina, a quien Sur y La Nación le otorgaron categoría de poeta y crítico literario. El segundo, un cordobés que fue director de la página literaria del periódico socialista La Vanguardia y luego profesor en Harvard. Otro de los "méritos" de Anderson fue pronosticar un "oscuro futuro" para la obra de Jorge Luis Borges, una profecía fallida).
Estos escribas tolerados, halagadores del sistema y críticos con sus compatriotas de talento por el solo hecho de discrepar políticamente, no son los únicos. La añeja cultura liberal funciona muy bien en Argentina: sabe proscribir de sus páginas a los que considera "políticamente incorrectos". Como el sistema que defiende, el aparato intelectual oficial también es culpable de "desapariciones forzadas" en el campo del pensamiento nacional y popular.
En 1967, Marechal viaja a Cuba. Permanece en la isla durante febrero y marzo como jurado del concurso literario de la Casa de las Américas. Esta experiencia -como él mismo relatará después- significa una apertura de su visión política sin renunciar a su identidad cristiana y peronista, que lo acompañó hasta el último día de su vida, tres años después.
Al 17 de octubre
Era el pueblo de Mayo quien sufría,
no ya el rigor de un odio forastero,
sino la vergonzosa tiranía
del olvido, la incuria y el dinero.
El mismo pueblo que ganara un día
su libertad al filo del acero
tanteaba el porvenir, y en su agonía
le hablaban sólo el Río y el Pampero.
De pronto alzó la frente y se hizo rayo
(¡era en Octubre y parecía Mayo!),
y conquistó sus nuevas primaveras.
El mismo pueblo fue y otra victoria.
Y, como ayer, enamoró a la Gloria,
¡y Juan y Eva Perón fueron banderas!
Obras
Los aguiluchos (1922)
Días como flechas (1926)
Odas para el hombre y la mujer (1929)
Laberinto de amor (1936)
Cinco poemas australes (1937)
Descenso y ascenso del alma por la belleza (1939)
El Centauro (1940)
Sonetos a Sofía y otros poemas (1940)
José Fioravanti (1942)
Vida de Santa Rosa de Lima (1943)
Cántico espiritual (1944)
Viaje de la primavera (1945)
Adán Buenosayres (1948)
Antología Poética (1950)
Antígona Vélez (1951)
Pequeña antología (1954)
La Poética (1959)
Autopsia de Creso (1965)
El banquete de Severo Arcángelo (1965)
Heptamerón (1966)
Poema de Robot (1966)
Las tres caras de Venus (1966)
Historia de la Calle Corrientes (1967)
Megafón o la guerra (1970)
Bambú Press [2005]
Marechal: El tiempo es un gran trabajador
Por Ernesto Sierra
¿Che, este Marechal vive todavía? Se preguntaban en un artículo de finales de los 60, en la revista Cero, los por entonces jóvenes escritores argentinos Nicolás Casullo y Jorge Carnevale.
La indagación no solo no es superficial, sino que revela una de las claves hasta ahora fundamentales para el acercamiento a la obra de Leopoldo Marechal -autor de una de las grandes novelas escritas en lengua española: Adán Buenosayres-, la biográfica.
Nació Marechal en Buenos Aires en 1900 y muy pronto descubrió su vocación literaria a través de la poesía, la obra de esos primeros años se mueve entre la herencia del postmodernismo y la entrada pujante de las vanguardias artísticas. El ambiente creativo de la época lo llevó a enrolarse en la gestualidad del grupo y la revista Martín Fierro, donde afiló el estilo, se nutrió de valiosas experiencias para la obra futura y compartió aventuras con Borges, Bioy Casares, Evar Méndez, el pintor Xul Solar, Macedonio Fernández, Ricardo Güiraldes y toda la pléyade literaria que ambientaba el panorama porteño de esos tiempos.
Eran los años de su Días como Flechas, que obtuvo el Premio Municipal de Poesía, los mismos en que recibió una carta de Roberto Arlt que podemos reproducir íntegra:
Querido Leopoldo: Te escribe Roberto Arlt. He leído en La Nación el poema El Centauro (...) me produjo una impresión extraordinaria, la misma que recibí en Europa al entrar por primera vez en una catedral de piedra, poéticamente sos lo más grande que tenemos en lengua castellana. Desde los tiempos de Rubén Darío, no se escribió nada semejante en dolida severidad. He recortado tu poema y lo he guardado en un cajón de mi mesa de noche, lo leeré cada vez que mi deseo de producir algo tan bello se me debilite. Te envidio tu alegría y tu emoción. Que te vaya bien.
En la década del 40 Marechal apoya con simpatía el gobierno de Perón y para entonces ya tenía casi lista su primera novela: Adán Buenosayres.
Sus compañeros de generación no le perdonaron su filiación política y el estigma cayó sobre su persona y sobre su obra. Adán…, publicada en 1948, fue recibida agriamente, con una hostilidad raras veces repetida en nuestros ambientes literarios: ante el silencio de la mayoría Eduardo González Lanuza y el uruguayo Emir Rodríguez Monegal la comentaron profusamente, dando muestras de un abierto oportunismo disfrazado de crítica literaria. En su Historia de la literatura latinoamericana Enrique Anderson Imbert la califica como "Un ladrillo con fealdades y con obscenidades que no se justificaran de ninguna manera aunque el autor se parapetase detrás del nombre de James Joyce". Solo Cortázar la comenta seriamente en su momento y la recibe como "Un acontecimiento extraordinario en las letras argentinas".
No obstante, el silencio se hizo sobre Marechal durante diez largos años, años de exilio interior, acompañado por su segunda esposa, Elbia Rosbaco, y visitado en su apartamento por un pequeño grupo de amigos. Refiriéndose a aquellos años dijo Ernesto Sábato:
Se aguantó ese durísimo exilio en su propia patria, esa patria que quería hasta la agonía. Modesto, pero con la conciencia de su grandeza ya que se puede ser modesto frente a los valores supremos, y arrogante frente a los idiotas, en momentos de extrema amargura llegó por fin a quejarse murmurando: ¿Cuándo mis compatriotas dejaran de orinarme encima?
Pero fue tiempo de creación y Marechal continuó escribiendo poesía, teatro, ensayo hasta que, en 1965, obtuvo el premio Forti Glori con su segunda novela: El Banquete de Severo Arcángelo. Eran los años del boom de la narrativa latinoamericana, el éxito de El Banquete fue tal que el público se volcó a buscar el resto de su obra y los empolvados ejemplares de la primera edición del Adán… salieron de los anaqueles para pasar de mano en mano. Marechal volvió a ser aclamado y la corriente lo sumó a su cauce aclamado como maestro. No pocos, como Cortázar, Sábato o Lezama, comentaron sobre el influjo del autor de Adán Buenosayres en sus respectivas obras.
En 1967 Marechal viajó a Cuba como jurado del premio de novela organizado por la Casa de las Américas, llevaba como encargo escribir un reportaje sobre Cuba para la revista Primera Plana -la misma que en 1968 publicara las incalificables declaraciones de ruptura con Cuba de Guillermo Cabrera Infante-. A su regreso a la Argentina, Marechal cumpliría con su palabra y entregó La Isla de Fidel, "la nota de un gran poeta donde relataba sus experiencias en la patria de José Martí", como lo calificó Elbia Rosbaco. La revista aceptó el reportaje, lo envió a imprenta y lo anunció en la portada, pero justo antes de circular, se le quitó el cuadernillo y se cambió la tapa a la tirada completa. Tiempo después lo invitaron a una cena de desagravio y le explicaron que había sido "una orden de arriba".
En 1970 murió Leopoldo Marechal, nos dejó una obra de una calidad incuestionable y llena de mensajes al futuro. En algún texto dijo: "El tiempo es un gran trabajador, a cada uno le dará el lugar que le corresponde, la hojita de laurel que supiera conseguir". Hoy los avatares de su biografía van quedando en el olvido, reivindicado por muchos, reconocido por otros pero, sobre todas las cosas, rescatado por su propia literatura que espera, rebosante de salud, la avidez de nuevos lectores, la hojita de laurel que le corresponde.
Fuente: CubaLiteraria
Marechal y Xul Solar
Xul, pintor de Buenos Aires
Por Alvaro Abós
[En Xul Solar, Pintor del misterio, Ed. Sudamericana]
La descripción de la vida social-artística de Xul Solar en los años que van desde su regreso hasta su primera exposición personal en Buenos Aires, en 1929, puede confundir en lo que se refiere a sus actividades, que parecen concentrarse en la sociabilidad. En parte esa sensación obedece a la multiplicidad de las fuentes: por primera vez Xul está rodeado de escritores, siempre dispuestos a cronicar la vida propia, los asuntos menudos o grandes, y ávidos de trazar retratos escritos de ellos mismos, de amigos y de enemigos. Pero, para Xul, Buenos Aires no sólo era una fiesta permanente. El siguió pintando sin solución de continuidad. La plenitud que mostraban sus acuarelas de Munich no cesó.
La primera gran exposición personal de Xul Solar, artista lento frente al veloz Pettoruti, se realiza en 1929. Xul, ese trabajador infatigable, al regresar a sus habitaciones fugaces (avenida de Mayo, calle Alsina, calle Malabia, los dos domicilios de la avenida Cabildo, finalmente, desde 1928, el departamento de Laprida) se recogía ante el papel, desplegaba pinceles y acuarelas y continuaba su labor creativa.
La datación de los cuadros de Xul es aproximativa, salvo algunas obras en las que estampó el año. El artista no llevó un registro minucioso de su tarea, y fue su viuda quien las fechó. Esto no importa demasiado salvo en el caso de las obras de 1924, porque fue ése el año en que regresó. Sin embargo, debido a lo agitado que fue el primer semestre del año para Xul, resulta más atinado atribuir sus cuadros al segundo semestre, ya en Buenos Aires.
De ese año es Místicos, de complejísima estructura, con la superficie dividida en catorce franjas verticales sobre las que se suceden, de arriba abajo, todo tipo de signos gráficos como cruces, ventanas, la consabida serpiente, soles, esferas, pájaros, agua agitada y los hombrecitos característicos de Xul en un aquelarre compositivo a la manera de un diorama o escenario de múltiples acciones que puede sumir al espectador en una eterna contemplación. Lo firma un pequeño "Xul" abajo, a la izquierda del espectador.
Menos complejo pero no menos inquietante es Tres, en el que la X reaparece varias veces, también lo hace una W, y la firma es un característico "Xul" de tamaño nada habitual para la firma de un cuadro. En Tres, la atención del espectador parece ser llevada en un clímax ascendente por tres indicadores: una serpiente de lengua afilada, un brazo y una mano abierta y una de las muchas flechas, que apuntaban todas hacia arriba, mientras que tres rostros enigmáticos miran fijamente al espectador. En este cuadro geométrico, abstracto, casi una sinfonía de líneas, restallan los turbadores ojos del rostro del medio, de una belleza cuya humanidad resalta el frío entorno.
Una estructura inversa, es decir, la superficie dividida en unas diez franjas horizontales, tiene Despareja o Lungo y petiso, que desde su título adelanta el aire humorístico y juguetón en el que dos personajes de perfil, de ojos claros, se enfrentan sin mirarse.
Del mismo año son Dos parejas, en la cual la estructura en capas horizontales es rota por una franja ondulante y en la que tres personajes pequeños rodean a una mujer desnuda de largos cabellos rubios, y opulentos, traslúcidos pechos blancos.
También es de 1924 Musical, cuyo centro estructural está conformado por un ejecutante de guitarra; Máscaras con cruz, en la cual la X sobre un rectángulo (podría ser también el dorso de un sobre) se repite obsesionadamente más de treinta veces. León presenta una bandera argentina, una turca -media luna y la estrella sobre fondo rojo- y otra a franjas horizontales rojigualdas que podría ser la de Cataluña. En este cuadro Xul ha pegado el título -León- recortándolo de un periódico. Pinta, además de la X (su inicial con un punto), otras dos letras: una K y una P seguidas por el respectivo punto. Pero todo el cuadro está construido sobre la imagen del perfil, quizás egipcio, de un ser humano geométrico que se repite, en distintos tamaños, ocho veces.
Cintas tiene un centro geométrico: un rostro esquemático en el cual los ojos parecen anegados en un líquido amniótico, envueltos en un torbellino de cintas. También hay iniciales: una C y tres X, una de éstas, situada en el costado derecho del cuadro, abre el camino ala firma: en este "Xul", las dos últimas letras del nombre son tan pequeñas que el espectador las confunde con un signo secundario, por ejemplo el "2" de "m2".
Entre 1924 y 1928 Xul pintó varios cuadros de abigarrada composición que representan acciones complejas, urbanas, y que conforman su visión de la ciudad. Esos cuadros, El túnel, Pagoda, Vías, Puerto azul, prefiguran las cumbres de la obra de Xul en esta vertiente de neofiguración urbana, Vueluilla y Ciudad Lagui, de la década del treinta. Beatriz Sarlo llama a estos cuadros "rompecabezas de Buenos Aires". Le impresiona de ellos, "más que su intención esotérica o su libertad estética..., su obsesividad semiótica, su pasión jerárquica y geometrizante, la exterioridad de su simbolismo. Buenos Aires, en los veinte y los treinta, era el anclaje urbano de estas fantasías astrales y en sus calles, desde el último tercio del siglo XIX también se hablaba una panlingua, un pidgin cocoliche de puerto inmigratorio".
El panjuego de Xul Solar, un acto de amor
Por Leopoldo Marechal
Oscar Agustín Alejandro Schulz Solari (1887-1963), Xul Solar, dedicó siete años a la elaboración de su ajedrez reformado o panjuego. Frente al tablero, con 30 piezas que ingresan cuando él lo decide, cada contrincante puede componer palabras en la pan-lingua (que el propio Xul inventó), combinar colores como en un cuadro, escribir un poema, crear acordes musicales, resolver ecuaciones matemáticas o jugar su destino, "con sólo mover las piezas de acuerdo a su horóscopo".
A mi entender, Xul Solar y Macedonio Fernández, unidos ambos en una misma empresa intelectual, que se cumplió en un mismo espacio (Buenos Aires) y en un mismo tiempo (el de la revolución martinfierrista) no han sido tratados aún en su aleccionadora profundidad, sino en las vistosas exterioridades que sin duda presentaban el uno y el otro y que se reducen al frívolo terreno de las anécdotas. En el caso de Xul aún se ignora que su signo (o sansigno, como decía él en su idioma neocriollo) fue el de una demiurgia constante o el de un 'Fuego creador' que lo encendía sin tregua y a cuyo mantenimiento consagró todos los combustibles de su alma. Lanzar al mundo criaturas nuevas, ya se tratase de un idioma o un juego, era un 'acto de amor' que realizaba él para los hombres, a fin de que se comunicaran en la universalidad de un lenguaje o en el field recreativo de un tablero de ajedrez. En tal sentido, Xul Solar tuvo el impulso caritativo de aquel 'buen ladrón' que fue Prometeo
El panjuego, etimológicamente significa el juego total, o el juego por esencia y excelencia. Muchas veces, al oír las explicaciones que nos daba Xul en su tentativa de enseñarnos las reglas de aquel juego increíble, me preguntaba yo qué metafísica razón lo había lanzado a su empresa lúdica. Y tuve una respuesta cuando, en el Manava Dharma Sastra leí lo siguiente: ' Los períodos de los Manu son innumerables, así como las creaciones y destrucciones del mundo; y el Ser Supremo las renueva como jugando'. Como jugando: vale decir que la Creación Divina es un juego, y que Xul, al crear el suyo, habría imitado al artífice divino, como buen demiurgo que fue.
Pero esta primera conclusión mía reclamaba otra: en ese juego de la existencia universal entramos todos como 'piezas' en movimiento, y somos alfiles, peones, caballos o reyes. Cada pieza responde a su destino inalienable, como también lo dice el Manava Dharma Sastra: 'El Ser Supremo asignó desde el principio, a cada criatura en particular, un nombre, actos, y una manera de vivir'. Y concluye más adelante: 'Cuando el soberano maestro ha destinado a tal o cual ser animado a una ocupación cualquiera, este ser la desempeña por sí mismo todas las veces que vuelve al mundo'. El panjuego de Xul propone a todos, y amorosamente, su imagen o simulacro de la vida; y cada uno puede jugarlo, como en la vida, según sus propias y determinadas posibilidades: frente al tablero, el astrólogo moverá sus planetas, el matemático sus guarismos, el alquimista sus elementos y el jugador común la tabla cambiante de sus acciones y reacciones.
Recuerdo que una vez, refiriéndose a su invención, Xul Solar me dijo:
- Este juego tiene la ventaja de que ninguno pierde y todos ganan al fin. Y meditando en esa 'felicidad' y esa 'facilidad' que otorgó él a sus jugadores, me digo ahora y le digo al numen venerable de Xul:
- Si tu panjuego estuviera, como sospecho, en analogía con el jugar divino ¡qué bueno sería comprobar al fin que todos hemos ganado y ninguno perdido en este ajedrez existencial a que fuimos lanzados por el Celeste Jugador!
[En Cuadernos de Mr. Crusoe N° 1 (arte, ciencia, ideas) O'Donnell, Mezza y Asociados S.A. Editores, Buenos Aires, 1967]
El túnel, de 1924, es una acuarela de soberbio dinamismo. En sólo 31,3 x 48 centímetros, Xul es capaz de desplegar numerosas acciones simultáneas, a la manera de un escenario-en el que se desarrollan cinematográficas, vertiginosas tramas. El cuadro muestra un viaducto o quizás un puente ciudadano, con un túnel perforado por una carretera o cinta transportadora erigida sobre pilotes. Debajo se extiende una llanura verde cruzada por una cinta que podría ser un río. Sobre el viaducto, a uno y otro costado del cuadro, se ven los perfiles de una gran ciudad, con casas o rascacielos cuajados de ventanas en las que asoman rostros, brazos, y se viven fragmentos de escenas humanas, como fotografías de las mil vidas que alberga un edificio, una visión de la ciudad con sus infinitas historias de las que el espectador, quizás un viajero que pasa, capta un instante congelado, el parpadeo de la vida incesante. No faltan en el abigarrado cuadro las banderas: argentinas, tricolores bolivarianas -azul, amarillo y rojo-, una española que es la tricolor de la república (violeta, gualda y roja), y aparece también la que sería declarada por Xul bandera de Latinoamérica, con los colores de arco iris en franjas horizontales, y alguna otra de su invención. Hay escaleras, lunas en cuarto menguante, alguna víbora, soles, estrellas.
Otro de estos dioramas es Vías (1925), que no evoca un paisaje urbano caótico sino un parque de atracciones. Un mundo féerico y mágico, en parte porque es un cuadro nocturno, con un fondo negrísimo sobre el que destaca una luna amarilla y varias estrellas luminosas, y porque tiene resonancias orientales, con un idolillo en el centro de este alegre, tónico Luna Park. En lugar de firma, el artista ha estampado abajo a la derecha el retrato de un rey mago (¿quizás una firma del artista como regalador?). Una fila de hombres y mujeres acuden a paso vivo a la entrada de este lugar prodigioso, ansiosos por subir las escaleras y rampas que llevan a las alturas.
Es de 1927 la acuarela Puerto azul, que reconstruye con el mismo procedimiento de rompecabezas urbano una ciudad costera, que bien podría ser la San Fernando natal convertida en capital del mundo del Delta al que ha regresado Xul. Hay casitas, escaleras, chimeneas, antenas, ventanas, un gran sol amarilllo y pájaros, pero también pescados que flotan en el agua y que vuelan mientras un gran barco, presidido por un grumete que ha trepado a lo más alto del mástil, parece ávido de la tierra que se acerca. "Hace unos días me llevaron a `las islas' -le escribe Xul en enero de 1927 a un amigo europeo, Johannes Siemsen- frente a San Fernando, ciudad por dond'entré al país este al nacer". ¿Fue esa visita el disparador de este Puerto azul acuático?
¿Qué decir de Fecha patria (1925), en el que una Buenos Aires engalanada con banderas argentinas y españolas es dibujada en perspectiva, atravesada por un tranvía y rodeada de una multitud bullente que la transita en todas las direcciones? ¿Y qué decir de Pagoda, donde la ciudad de cada día se transforma en un escenario de las Mil y una noches? ¿O de Sol, donde se recrea una esquina, con unas perspectivas fantasiosas que rompen los cánones pero donde un aire inconfundiblemente argentino asoma en ese busto que preside la plaza y en esos carteles publicitarios que coronan los edificios: UNIÓN, (como el legendario bar del Bajo de Buenos Aires), BIE, PASA RONCA, PEN (quizás alusión al Pen Club, fundado en 1922)?
Por si quedaran dudas de que estas ciudades geométricas, abstractas, deconstruidas en el clima real/irreal de Xul, son el Buenos Aires que el artista vuelve a pisar en 1924, ahí está su acuarela de 1929 que tituló explícitamente B.A.
El Buenos Aires de Xul Solar en sus cuadros de 1924-1927 tiene su correlato literario en el espacio ficcional que recrea Leopoldo Marechal en Adán Buenosayres. Recuérdese la visión de la ciudad con que se abre la novela:
"Templada y riente (como lo son las del otoño en la muy graciosa ciudad de Buenos Aires) resplandecía la mañana de aquel veintiocho de abril: las diez acababan de sonar en los relojes, y a esa hora, despierta y gesticulante bajo el sol mañanero, la Gran Capital del Sur era una mazorca de hombres que se disputaban a gritos la posesión del día y de la tierra. Lector agreste, si te adornara la virtud del pájaro y si desde tus alturas hubieses tendido una mirada gorrionesca sobre la ciudad, bien sé yo que tu pecho se habría dilatado según la mecánica del orgullo, ante la visión que a tus ojos de porteño leal se hubiera ofrecido en aquel instante. Buques negros y sonoros, anclando en el puerto de Santa María de los Buenos Aires, arrojaban a sus muelles la cosecha industrial de los dos hemisferios, el color y sonido de las cuatro razas, el yodo y la sal de los siete mares; al mismo tiempo, atorados por la fauna, la flora y la gea de nuestro territorio, buques altos y solemnes partían hacia las ocho direcciones del agua entre un áspero adiós de sirenas navales. Si desde allí hubieses remontado el curso del Riachuelo hasta la planta de los frigoríficos, te habría sido posible admirar los bretes desbordantes de novillos y vaquillonas que se apretaban y mugían al sol esperando el mazazo entre las dos astas y el hábil cuchillo de los matarifes listos ya para ofrecer una hecatombe a la voracidad del mundo. Trenes orquestales entraban en la ciudad, o salían rumbo a las florestas del norte, a los viñedos del oeste, a las geórgicas del centro y a las pastorales del sur. Desde Avellaneda la fabril hasta Belgrano ceñíase a la metrópoli un cinturón de chimeneas humeantes que garapateaban en el cielo varonil del suburbio corajudas sentencias de Rivadavia o de Sarmiento. Rumores de pesas y medidas, tintineos de cajas registradoras, voces y ademanes encontrados como armas, talones fugitivos parecían batir el pulso de la ciudad tonante: aquí los banqueros de la calle Reconquista manejaban la rueda loca de la Fortuna; más allá ingenieros graves como la Geometría meditaban los nuevos puentes y caminos del mundo. Buenos Aires en marcha reía..."
En los cuadros que Xul pintó mientras se desarrollaba su amistad con Leopoldo Marechal, late la misma energía urbana que éste desplegó en su novela. En la visión plástica de Xul Solar y en la literaria de Marechal la ciudad es un gran damero de motivos simultáneos, de acciones cinematográficas. La enumeración, ese recurso que le agradaba a Jorge Luis Borges, es una de las formas literarias en las que Marechal vuelca tratamientos de Xul. También Marechal usa esa pasión numeral que tanto gustaba al Xul de inspiración pitagórica, para animar su cuadro literario: en el comienzo del Adán, Marechal repite: "siete mares", "ocho direcciones del agua", "dos astas", "dos hemisferios", "cuatro razas"...
Para Schultze, nombre ficcional que en la novela de Marechal asume Xul Solar, en Buenos Aires coexisten dos ciudades, Cacodelphia (la ciudad de los hermanos feos o malos) y Calidelphia (la ciudad de los hermanos bellos o buenos). Ambas, sostiene Schultze, son ciudades mitológicas pero reales, y "se unen para formar una sola. O mejor dicho, son dos aspectos de la misma realidad. Y esa Urbe, sólo visible para los ojos del intelecto, es la contrafigura de la Buenos Aires visible". Ha señalado Pedro Luis Barcia, en su análisis del texto de Marechal, que la división de Buenos Aires en dos ciudades "tiene, además de lo moral, una fuerte carga platónica, en el allegamiento que el filósofo hace de los planos de la ética y la estética, bien y belleza".
Estos cuadros de Xul que a partir de El túnel conforman un gran cuadro ciudadano animado, ¿a cuál de las dos ciudades de Leopoldo Marechal corresponden?, ¿a Cacodelphia, equivalente marechaliano del Infierno de Dante, o a Calidelphia, la ciudad de los hombres buenos? Sin duda a esta última. Ya tendrá tiempo Xul en sus cuadros sombríos de diez años después de sumergirse en su propio infierno, que sin embargo no será caliente sino glacial.
[Imágen: Xul Solar, "Fecha patria"]
El Banquete de Severo Arcángelo
Un Llamado a la Salvación Nacional
Por Graciela Maturo
Leopoldo Marechal: Obras Completas Volumen IV "Las Novelas".
Editorial Perfil Libros, 1998, 692 páginas.
Edición Coordinada por María de los Angeles Marechal.
No es posible ignorar que Leopoldo Marechal, gloria de las letras hispánicas de todo tiempo, supo reconocer su doble destino de poeta y de maestro. Su inclinación didáctica, que lo relacionó con la niñez durante muchos años, se entrelazó íntimamente con su vocación poética, como lo prueba la valiosa obra que desplegó en distintos géneros: poesía, novela, cuento, drama, epístola, ensayo. Desprovisto de empaque y solemnidad, se convirtió en un clásico argentino, un maestro nacional y universal.
Tres novelas dio a conocer en vida, si bien la última de ellas apareció publicada un mes después de su muerte: Adán Buenosayres (1948), El Banquete de Severo Arcángelo (1965) y Megafón, o la guerra (1970). Las relaciones que se tienden entre ellas permiten hablar de una trilogía novelística, sin ignorar que acaso entre sus papeles inéditos puedan hallarse otras novelas concluidas o no.
Adán Buenosayres expone el despertar metafísico del héroe Adán Marechal y su conversión religiosa; de sus siete libros o capítulos, el último, llamado "Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia", posiblemente escrito después de 1945, muestra la preocupación política del autor, concretamente volcada a sus conciudadanos, y anticipa el tema de su segunda novela. El Banquete.. retorna a su héroe desvelado en el laberinto infernal, y dándole otro nombre lo hace protagonista de una nueva historia: su participación en un misterioso plan político?teológico. Megafón, o la guerra vuelve a presentar en forma simbólica los avatares del pueblo y sus héroes en el camino de su liberación y salvación. El eje autobiográfico y la común intención de exponer una suma doctrinaria, ético?política, religiosa, concretamente enraizada en su patria y dirigida a sus connacionales, enlaza significativamente las tres obras.
La narrativa tentó al poeta desde el comienzo de la década del 30, cuando según propia confesión inició los borradores de su primera novela. En esos años desplegó una amplia y reconocida actividad poética que le valió los premios literarios más importantes del país. A partir de 1943 inició una etapa de compromiso político, que no obstruye sus preocupaciones filosóficas ni desvía la orientación mística de su alma. Al publicarse Adán Buenosayres, su compromiso político con el peronismo lo había aislado ya de muchos de sus pares. Él mismo se definió, a partir de 1955, como "poeta depuesto".
Es en estos años de recogimiento cuando empieza a escribir su segunda novela, de auspiciosa recepción, aunque a veces ha sido injustamente subestimada por comparársela con el inimitable Adán Buenosayres. Sin embargo, El Banquete de Severo Arcángelo es una novela perfecta en su género e intencionalidad: se revela como obra de honda meditación espiritual y contenido histórico a la luz de la teología cristiana, con una construcción originalísima y un lenguaje pleno, que aborda todos los tonos imaginables. Su mensaje, luego de más de treinta años desde su publicación, se revela actualísimo y de urgente aplicación, como si el tiempo hubiese trabajado a su favor. Graciela Coulson, Ignacio Valente (José María Ibañez Langlois), Edmundo García Caffarena, Jorge Antonio Foti, Graciela Maturo, Rolando Camozzi Barrios, entre otros críticos y exégetas, han valorado los distintos aspectos de esta obra singular, inspirada en circunstancias concretas del devenir nacional y abierta al horizonte universal de lo humano.
El autor coloca una fecha puntual al comienzo de su libro: Hoy es el 14 de abril de 1963... como signo de un voluntarismo histórico que explica la gestación de la obra sin limitarla a esa circunstancia. Recordemos que en los comienzos de esa década Occidente vive las instancias de una nueva época, signada por la revolución cibernética y comunicacional, generadora de profundos cambios culturales. Las naciones latinoamericanas, de ritmo un tanto anacrónico, asimilan los primeros ecos de esa transformación, que sólo en los años 90 vivirían en forma más plena: la rebelión nordatlántica de la juventud, la denuncia ecológica del movimiento hippie, o el clamor de grupos culturales como la beat generation o los Beatles, preanunciaban la crisis mundial que habría de profundizarse hasta el presente.
Por otra parte, América Latina vivía también su propia crisis social, con la caída de movimientos políticos nacionales como el peronismo, o el reciente surgimiento de la Revolución Cubana. En la Argentina, el gobierno conciliador de Arturo Frondizi acababa de caer víctima de un golpe de Estado. En estas circunstancias Marechal, recluido en su departamento de la calle Rivadavia, siente la necesidad de justificar su compromiso político con un movimiento del cual fue no sólo partícipe sino teórico, según propia confesión, y acaso de reactivarlo. Pero la intención de la obra no concluye allí, y esta es una de las hondas razones de su frescura y actualidad: se convierte en llamado a sus connacionales para la reconstrucción de la patria y crea una permanente paideia espiritual.
El Banquete... mantiene viva relación con otros textos coetáneos del autor: el drama Don Juan, que permaneció inédito hasta 1978; el poema autobiográfico Heptamerón (1966), que reúne cantos publicados en los años inmediatamente anteriores; el Poema de Robot; Athanor (Sainete alquímico); Autopsia de Creso y otros ensayos del libro Cuaderno de navegación (1966), páginas que* reiteran las figuras simbólicas y orientación ética de esta obra, y pueden ser leídas como clave de su significación.
El escritor expone su compromiso personal y lo inserta en un contexto más amplio: el tránsito de su pueblo hacia la redención histórica y transhistórica, reafirmando su condición de cristiano militante, cuya visión de la historia trasciende hacia un horizonte teológico. Más aún, ve la política como un juego que viene a inscribirse en el Gran juego Universal, y ello no le impide tratarlo con humor y piadosa comprensión de lo humano. Por su capacidad de reinterpretar la historia inmediata en clave teológica, y su desenfado para el tratamiento de temas tan levantados, se constituye en precursor del ciclo novelístico llamado "boom latinoamericano". Marechal es un creador de la llamada nueva novela y aún de la nueva novela histórica plasmada en el final del siglo.
Afirmarse en la escatología judeocristiana no significa para él renegar de su honda formación clásica iniciada en la atmósfera del modernismo, es decir la reserva sapiencial de los poemas homéricos, y la doctrina de las cuatro edades del hombre expuesta por Hesíodo. Se acerca Marechal en tal conjunción a San Pablo y los Padres de la Iglesia, que aproximaron helenismo y cristianismo. La Edad de Oro cantada por griegos y latinos viene a coincidir con la imagen bíblica del jardín o Paraíso Terrenal, desde cuya plenitud se despeña la historia hasta la Edad de Hierro actual. Marechal manifiesta claramente su preocupación ante los tiempos oscuros que amenazan con destruir la vida y mutilar el alma del hombre, haciéndole olvidar su esencia y su destino. Todo su pensamiento apuesta a la reversión de ese rumbo, reversión ya verificada en el sacrificio de Jesús, Quinto Adán, el Hombre de Sangre, al poner en marcha una historia de salvación.
La obra literaria, en nuestro autor, se pone íntegramente al servicio de esa causa, y encuentra en ella su justificación más profunda, sin perder de vista su especificidad poética. Hermética en el sentido de la densidad simbólica pero no en el corriente de clausura, esta novela presenta a todo lector bien dispuesto, y más aún a aquel formado en alguna preparación teológica y literaria, una parábola del destino cristiano y una suma de referencias a los Evangelios, el Apocalipsis, San Pablo, Plotino, Dionisio, San Agustín, San Isidoro de Sevilla, Dante Alighieri, los místicos del Siglo de Oro español.
El Banquete de Severo Arcángelo sigue la línea maestra de Cervantes, que instala definitivamente el juego ficcional sobre el entramado del realismo histórico, y traslada lo épico a lo cotidiano creando una épica cómica. Si es posible hallar un modelo de estas páginas en Cervantes, no lo es menos en los Diálogos de Platón, infinitamente leídos por el poeta, y en textos bíblicos. Según el Padre Castellani existe un género de las Apocalipsis judías, relatos de carácter simbólico que entrelazan alegorías y alusiones históricas dentro de una intencionalidad revelatoria y crítica.
Marechal aplica el método de la recapitulatio o enlace de imágenes que es típico de la literatura apocalíptica. Su tendencia a la alegoría y la concretización de los procesos espirituales lo lleva a enlazar en un hilván narrativo instancias que son en sí mismas parábolas o ejemplos de una inagotable enseñanza.
Un modelo más próximo es la novela moderna de aventuras, al modo de Salgari, e incluso la llamada "policial", donde se plantea un enigma y se mantiene cierto suspenso. La noción anglosajona de "suspense" es aquí aplicable a la historia real, cuyo profetizado desenlace no se ha cumplido aún. Por ello la novela queda abierta, sin centrar su mensaje en el término de los operativos descriptos; por el contrario, pone el acento en los preparativos de un banquete simbólico, que en sí mismos implican la reconstrucción del hombre, la nación y la humanidad para una etapa nueva. Todo es una gran víspera, se dice, y en efecto, se dibuja un movimiento colectivo que tiende hacia el ágape cristiano: banquete, simposio, convergencia, patria celeste, origen, redención. Cuando llegue el tiempo, como lo anuncian las Escrituras, será alcanzada la salvación comunitaria. En tanto, está en cada uno de nosotros alcanzar la purificación y realización personal, por obra del amor y la gracia.
Narrar es siempre configurar una intriga que implica valoraciones éticas, juicios, elecciones. Marechal ha enhebrado en una épica cómica, que supo continuar nuestro genial julio Cortázar, un operativo político?teológico y un camino de conversión religiosa. Se ha valido de la antigua técnica del "relato enmarcado", para presentar la historia de Lisandro Farías, contada al personaje Leopoldo Marechal, quien será el "editor" de la historia narrada por Lisandro. Prólogo?dedicatoria y epílogo enmarcan equilibradamente la historia, dando a Marechal?editor un módico papel.
Nuestro autor ha sabido dar a su asunto un tratamiento ágil, farsesco, teatral, humorístico, sin que esto aligere su densidad y seriedad. En el armazón de una novela de suspenso, con tintes policíacos, introduce una temática juiciofinalista inspirada en textos canónicos.
El lector tiene en sus manos una historia simple y sugestiva: en su lecho de muerte, y en jueves Santo, Lisandro Farías siente la necesidad de exponer los aspectos fundamentales de su vida: quién soy y porqué me dejé ganar por la empresa del Viejo Cíclope. Nos será dado asistir al periplo de conversión y participación en un plan salvífico, vivido por un héroe de textura innegablemente autobiográfica y arquetípica como lo es Lisandro Farías, de nombres familiares a todo lector de Marechal: Lisandro, personaje de Antígona Véléz; Farías el domador, hombre de la llanura. Su trayecto, conversión e iluminación es el eje narrativo de la obra. Completará su viaje, que incluye un paso por zonas infernales, en el acceso a la Zona Vedada donde el hermano Pedro lo inserta en una cruz pintada en la pared.
Sabemos que el carácter autobiográfico de una obra no lo otorgan las circunstancias puntuales sino los rasgos esenciales, aquí distribuidos en distintos personajes pero visiblemente centrados en Lisandro Farías, cuyo testimonio es transmitido por el autor como propio.
Severo Arcángelo es el convocante de ese formidable operativo de intranautas al que invita a treinta y tres comensales, número simbólico que sustituye a los ciento cuarenta y cuatro elegidos del Apocalipsis: son los constructores del Arca de Noé, los que han de salvarse en el tiempo de la destrucción. Es interesante la caracterización de este personaje, que como toda entidad de ficción se compone de elementos disímiles aunque unificados en un perfil simbólico. Su figura apunta a un referente histórico cuyo reconocimiento dejamos abierto al lector, pero asume rasgos de diversos personajes, incluido el autor. La real personalidad del Fundidor o Metalúrgico de Avellaneda queda ratificada por alusiones mitológicas: es llamado Vulcano en pantuflas, Pelasgo sobreviviente (rasgo marechaliano, si pensamos en el mito griego de los pelasgos, relacionados con la contemplación y las artes); lleva en su sangre a los endemoniados cabiros de Grecia, y se vincula de diversos modos con la Arcadia, con la guerra en su sentido simbólico, y con la alquimia, pues se propone la transformación del carbono en diamante.
El espíritu lúdico de Marechal genera una imagen histriónica y llamativa de Severo, que se revela como actor, director de escena, estratega y maestro. Su retrato, claroscuro barroco, lo muestra ligado a la vez a los problemas del mundo y a la sabiduría mística.
Los aspectos más fuertemente expositivos del libro quedan en gran medida a cargo de Severo Arcángelo, como podrá apreciarlo el lector al conocer sus Tres Monólogos grabados en cinta magnetofónica, que recuerdan otros mensajes doctrinarios de la época. En el primero el estratega cavila acerca de una nueva jugada política que indudablemente adquiere una significación más precisa cuando se piensa en la fecha de composición de la obra. En el segundo habla de sí mismo, presentándose en su plena responsabilidad histórica como conductor del pueblo hacia su redención. En el tercero medita sobre las palabras, y hace un llamado a la purificación del lenguaje que adquiere el valor de una auténtica renovación de la cultura. Nada extraño es que este discurso de Severo?Marechal, recogido por oídos atentos, haya generado en algunos de nosotros líneas renovadoras de los estudios literarios.
Es legítimo y hasta necesario relacionar a Arcángelo, el llamador, con el personaje de la tercera novela marechaliana, Megafón, pues éste será también el que convoca y conduce. Arcángelo, que predica la conversión, es él mismo un converso, que ha alcanzado la iluminación a través de procesos de simplificación y mortificación que incluyen meditadas lecturas de vidas de santos.
A su turno ha sido llamado por otros personajes, como el gran iniciado Pablo Inaudi, en quien podemos reconocer una alusión a San Pablo, y el propio Cristo, cuyo ejemplo lo decide a montar los preparativos del mítico Banquete, pospuesto y sin embargo presente, que da sentido a la existencia de los invitados, al hacerlos pasar de la Vida Ordinaria al Gran juego providencialista.
Arcángelo ha sido tocado por una locura mesiánica ajena a la violencia. Su mensaje es multiplicado por otros personajes: el hermano Jonás, el Salmodiante de la Ventana, que según venimos a saber, es el hermano Pedro.
Tengamos presente la idea del Gran Teatro del Mundo, propia de antiguas tradiciones, recogida por el cristianismo, y plenamente expresada por el arte barroco. Esa idea subyace en esta novela, como en toda la obra marechaliana, barroca, modernista, vanguardista, dentro de una religiosidad que por ultramoderna se hace conscientemente clásica, vuelta al origen. Marechal, profundamente inserto en la tradición hispanoamericana, integra con los cubanos Alejo Carpentier y José Lezama Lima una tríada de intenso barroquismo.
Queda dicho que no estamos ante una novela realista, aunque su tema y alcances sean del más puro realismo. En consecuencia no pediremos realismo psicológico a personajes que son ocasionales portavoces del autor, tales como el científico Frobenius que nos traslada sus preocupaciones cósmicas, o el profesor Bermúdez, frecuentador de los clásicos, o Gog y Magog, bíblicos opositores de todo proyecto salvífico, que al final muestran su adhesión al Gran Macaco, mico de Dios.
El relato, llevado con humor y exageración escénica, enlaza míticos espacios como la Casa Grande, o el Centro Mítico del Tuyú, con las instancias de un accionar espiritual, que incluye distintas peripecias: los sucesivos Concilios en que se explica la situación de los personajes en el tiempo y en el espacio; el operativo Cybeles, recuperación del nivel corporal o terreno; la restauración del vestido o túnica del alma, figura neoplatónica que designa el vehículo sutil necesario para su retorno al origen; la crucifixión, operación final del perfeccionamiento humano. A un hombre bien crucificado le queda un solo movimiento posible.? el de su cabeza en la vertical de la exaltación. El Embudo Gracioso de la Síntesis es el acceso a la develación de los enigmas a través del sentido de la cruz.
Hacia el final, Marechal?editor retoma la palabra, luego de recibir el testimonio último de Lisandro. Él mismo considera que el mensaje debe ser transmitido por su propia salvación, hecho que nos coloca una vez más ante la reafirmación marechaliana, cristiana en esencia, de la literatura como verdad. Por la vía oblicua de la ficción, que es según Paul Ricoeur otro modo de la metáfora, el escritor cristiano apunta al compromiso y la verdad, haciendo un perceptible llamado a sus lectores a prolongar el movimiento redentorista de la obra.
Debemos anotar que Marechal, como todo auténtico maestro, nos va entregando claves de lectura de su libro. ¿No se intentaría en el Banquete un formidable juego de símbolos? Y en efecto nos provee sucesivas definiciones del símbolo, e indicaciones sobre la relación del texto con la historia real que el lector sabrá apreciar y aprovechar en jugoso ejercicio de aprendizaje. La novela se despliega como palimpsesto de imágenes cifradas que incluye su propia teorización. Habla el autor de su "vocación por la farsa" y de la "reducción o liberación por el absurdo", lo cual nos trae a la memoria a otro de sus maestros, Macedonio Fernández, que recomendó el doble camino filosófico de la poética y la humorística.
Es precisamente la compulsa de la historia real: del autor, del lector actual, como lo exige la hermenéutica, la que devuelve su eficacia y plena significación a este tejido simbólico. Embarcado en una temática de final de los tiempos, Leopoldo Marechal hace la crítica más profunda y reveladora que hayamos podido leer en estas últimas décadas acerca de las aporías de la civilización occidental, la injusta relegación de verdaderos objetivos humanos, la exaltación de rumbos unilaterales como los de una técnica omnímoda y masificante, la trivialización de la cultura. Robot, personaje inventado en este siglo por un autor checo, pasa a ser el símbolo de la vida mecanizada. Colofón, hombre final, es el último representante de una civilización suicida, la contraimagen de Adán.
Marechal cultiva un optimismo evangélico que no elude la crítica. No habrá soluciones para la humanidad que no pasen por el corazón del hombre, razón por la cual señala la imitación y compenetración con Cristo, el Hombre de Sangre, como operación última para recobrar, desde el Hombre de Hierro, la condición áurea del hombre originario. Los hombres dormidos de la Vida Ordinaria habrán de despertar a una condición auténticamente humana para colocarse en camino de su salvación individual y también de la redención colectiva; ello comporta la construcción de la Ciudad Cúbica, Philadelphia, en sustitución de Cacodelphia, ciudad, país, mundo degradado, visualizado en la primera novela del autor y presente en ésta.
Sólo una formidable operación de intranautas puede salvar a la humanidad de la destrucción, la bestialización, la vida mecánica, la pérdida de objetivos trascendentes.
Y es para Marechal la Argentina, esa llanura de plata destinada a reflejar el oro celeste, la tierra postrera signada para el sacrificio y la redención. En algún rincón de la Patria o de nuestro corazón se esconde la mítica Cuesta del Agua, fuente de la vida, donde nacen los ríos del Paraíso
www.lamaquinadeltiempo.com | Imagen de la Muestra Pensamiento y Compromiso Nacional, Palais de Glace, Buenos Aires, marzo 2011.
Las herramientas de la Patria
Por Leopoldo Marechal
Cuando un país vive las horas genéticas de su destino, todas las actividades que contribuyen a esa inmensa "promoción de la Patria" tienen un común denominador que signa y une a los hombres lanzados a la empresa; y ese común denominador está en todos los factores de la Patria, desde un martillo a una sinfonía.
Los organizadores de la última exposición de máquinas y herramientas argentinas tuvieron sin duda esta noción cuando nos invitaron a visitar esa muestra en sus instalaciones de Palermo. Estábamos, entre otros, Ernesto Sábato, Antonio Berni, Alberto Ginastera, Astor Piazzolla y yo: las ciencias, las artes y las técnicas que representábamos nos unieron allá en una sola conciencia, la del que hacer nacional. Y todos nos entusiasmamos como niños adultos: niños en esta infancia de la Patria, y adultos en la meditación de su destino.
Por mi parte no era ciertamente ajeno a la visión de aquellas maquinarias ni al uso de aquellas herramientas. Mi padre, Alberto Marechal, fue un mecánico de excepción: toda máquina nueva se le presentaba como un desafío a su ingenio, y toda máquina enferma como una solicitud a su arte de curar los humildes robots de principios de siglo.
Fue gracias a su habilidad que, pese a nuestra digna pobreza, tuve yo en mi niñez los juguetes más insólitos, los manomóviles más raudos, los más certeros fusiles de aire comprimido y patines más voladores, obra de sus manos inquietas y de su invención que no dormía. Yo, un niño de diez años, lo ayudaba tanto a aquellas maquinaciones ingeniosas como en la reparación de relojes, máquinas de coser y otros artefactos de los vecinos, a que mi padre se daba gratuitamente por amor del arte y de sus prójimos.
Al mismo tiempo, su afición a las técnicas nacientes introdujo en el hogar la primera cámara fotográfica con su laboratorio de revelación, el primer fonógrafo a cilindros que conoció el barrio y la recuerda en la primera instalación eléctrica que sucedió gas. Cuando el primer aviador francés llegó al país, hizo en Longchamps una exhibición de vuelo en su máquina de varillas y telas, mi padre y yo asistimos a ese milagro de volar cien metros, a cuarenta de altura; y regresamos de Longchamps con un entusiasmo que nos convirtió en aeromodelistas. Construimos entonces una miniatura de biplano con su hélice, y mi padre se desveló en el problema de darle motores. Le falló un mecanismo de reloj: era excesivamente pesado. E inventó al fin un sistema de gomas de honda retorcidas, que al desenrollares nos ofreció un despegue insuficiente pero consolador.
Fue la exposición de máquinas y herramientas la que suscitó en mí esta serie de recuerdos infantiles; y me pregunté allá si los ingenieros de aquellas máquinas no serían los sucesores lógicos de mi padre, aquel oscuro y genial mecánico de Villa Crespo.
Pero durante la visita, mis evocaciones continuaban en aquel orden de ideas: yo siempre fui un desvelado espía de los hechos nacientes que iban relacionándose con la Patria. Cuando realicé mi primer viaje a Europa, lo hice en un barco alemán de clase única y naturalmente bajo el pabellón de aquel país. Yo tenía veinticinco años; y durante toda la navegación, adaptándome a los usos, alimentos y costumbres germánicos, me pregunté si alguna vez me sería dado cruzar los mares bajo el pabellón nacional y entre hombres y cosas argentinos.
Más tarde, la creación de nuestra flota de ultramar satisfizo aquel deseo de mi juventud. Pero una nueva inquietud se apoderó entonces de mí: si viajaba yo bajo los colores azul y blanco de mí patria, el buque donde lo hacía era de construcción extranjera. Y al punto soñé con los futuros astilleros nacionales, instalados junto a nuestro río y nuestro mar, donde mis compatriotas armarían las grandes naves de nuestra expansión marítima.
Me digo aún que si es lícito y necesario "comprar" al extranjero nuestras maquinarias de la paz y la guerra, sería más lógico, y más de hombres, que las fabricáramos nosotros. El mejor obrero es el que maneja una herramienta de su propia factura y el mejor soldado es el que esgrime un arma templada por él mismo.
Aquella tarde, en las grandes instalaciones de Palermo, y llevado por mis nunca silenciosas inquietudes, le pregunté a un técnico que nos acompañaba si la construcción y lanzamiento de un vehículo espacial argentino entraba en lo posible. Y me contestó, abarcando con sus ojos las criaturas de metal que llenaban el recinto: "Aquí están ya todos los elementos necesarios a esa obra".
El banquete de Severo Arcángelo y Adán Buenosayres
Por T. E. M. [En revista Primera Plana, 26 de octubre de 1965]
La primera, la irresistible, la necesaria tentación, es comparar El banquete de Severo Arcángelo, con el Adán Buenosayres que Leopoldo Marechal publicó en 1946 y que de tan poco leído acabó por volverse famoso. Las dos son grandes novelas, pero tan escasamente parecidas entre sí como una fogata y su humo: eso quiere decir que, sin embargo, se complementan. Adán Buenosayres se identificaba con el Caos; El banquete es, deliberadamente, una gigantesca metáfora del Orden. No es casual que la escritura y la respiración interna de cada libro correspondan con prolijidad a esas actitudes contrarias. El poeta Adán y sus literatos acólitos se dispersaban por Buenos Aires como quien reconoce un territorio anterior al paraíso y al infierno y, por supuesto, anterior también a toda Creación, incluyendo la celeste. A la larga, sus historias independientes acababan por dominar al fingido núcleo de la novela (que quizá era, nunca se supo bien, el amor sin consuelo de Adán por una de las hermanas Amundsen), y dentro de ese maremágnum, de esas idas y vueltas hacia ninguna parte, el libro iba encontrando su unidad.
El banquete, en cambio, da el paso siguiente: es ya el Acto de Creación, la conquista de la Unidad, la distinción entre el Bien y el Mal. Algunas pistas tan claras como las alusiones a un Arca Salvadora, o como las oraciones que entona Pedro Inaudi -el Salmodiante de la Ventana-, inducen a suponer que Marechal intentó aquí una traslación del Génesis al lenguaje argentino. Esa interpretación limita las cosas, sin embargo: además de plegarse al linaje bíblico el novelista se reconoce también heredero del Dante, y sólo así se puede entender que si en Adán Buenosayres los itinerarios del protagonista lo detenían a las puertas del Purgatorio, previo paseo por el Infierno, en El banquete de Severo Arcángelo el periodista Lisandro Farias consiga finalmente irrumpir en el Paraíso. Ese paraíso es el propio Banquete o, más obviamente, un sitio llamado Cuesta del Agua, que "existe, no lo dudo, en alguna provincia del norte argentino". No por azar la novela va progresando morosamente hacia el Banquete, lo discute, describe cada pormenor de su preparación, lo envuelve entre atentados y Concilios, hasta que al final, cuando uno espera que tanto misterio quede esclarecido, se informa simplemente, que "el Banquete fue". El libro se revela entonces como una vasta elipsis, de sentido casi teológico: el Verbo existe, pero no puede ser nombrado.
No sólo esa aspiración teológica de la novela explica que el autor abunde en mayúsculas y en apodos esotéricos: por un lado, Marechal pretende fijar así la condición universal de sus metáforas; por otro, se pliega a la inclinación porteña por el tremendismo, por los agrandamientos rabelaisianos de la realidad, por ese modo tan exaltado (también evidente en Roberto Arlt) con que se cuentan las historias en Buenos Aires. El metalúrgico Severo Arcángelo, que inventa el Banquete para purificar a la humanidad, y purificar, se de paso a sí mismo, es definido por media docena de motes: Viejo Fundidor, Viejo Pelasgo, Viejo Explotador de Hombres, Viejo Truchimán Libidinoso. La repetición de la palabra Viejo tal vez esté aludiendo a Dios, pero este Dios de Marechal tiene la ventaja de ser ambiguo, probablemente asesino, seguramente un falsario. A menos que el novelista quiera ser más respetuoso con quien él llamó Divino Arquitecto en una casi desconocida Arte Poética, y que la imagen de Severo, entonces, deba más bien verse como una figuración del Hombre, del Recreador. En tal caso, el Banquete sería Dios.
El libro no sólo tolera todas esas especulaciones: va exigiéndolas a cada página, como las moralidades medievales. Decir por eso que su estructura está vinculada a la del Génesis (o aun a los más lineales esquemas narrativos de la Divina Comedia) es limitarla gravemente: la intención principal de Marechal parece ser la de componer un fresco que incluya todas las aventuras metafísicas de la criatura humana. Son muy nítidas las distinciones entre Bien y Mal que se establecen a cada paso, y hasta la perfección del Banquete depende de la presencia de los conspiradores Gog y Magog, un dúo de payasos que apelan al disfraz, al espionaje y al insulto para desenmascarar la supuesta hipocresía de Severo Arcángelo. Las andanzas cataclísmicas de esos dos convidados (cuyos nombres están identificados con el de Satanás en el Apocalipsis y en el Libro de Ezequiel) permiten adivinar que el Banquete es también el Fin del Mundo, el paso obligado hacia la Cuesta del Agua o Paraíso. Desde esa perspectiva, la encarnación del hombre no es Severo Arcángelo sino Lisandro Farias, el periodista que descree de la realidad, que corre de un bando al otro sin saber a cuál plegarse.
Todas esas conjeturas parecen ociosas si se atiende a la Dedicatoria Prólogo a Elbiamor, donde Marechal asegura que la segunda novela "es una novela de aventuras, o de suspenso como se dice hoy". Pero El banquete se rebela desde el principio contra esa ley, organiza otras leyes más complejas.
El relato va progresando hacia el Banquete como si fuera una ascensión, a través de tres momentos de crisis: el Primer Concilio, donde un navegante solitario, el griego Papagiorgiou, explica aterradoramente la insignificante situación del hombre en el Espacio; el Segundo Concilio, que permite al profesor Bermúdez, excluido de la Universidad por su locura, enseñar la degradación del hombre en el Tiempo; y el ensayo general para el convite, en una masa metálica que gira como loca ante sillones también giratorios, parodiando los movimientos de rotación y traslación terrestres. Así como en Adán Buenosayres la acción se iba interrumpiendo para dejar sitio a discusiones filosóficas, para permitir al narrador el respiro de una tirada ensayística, en El banquete de Severo Arcángelo cada uno de estos cónclaves sirve para defender los esfuerzos de la criatura humana por ser Alguien en medio de la Nada, o para denostar a los tibios, "como predicó El Que Le Dije".
La literatura argentina, y sobre todo la generación martinfierrista a la que pertenece Marechal, está acostumbrada a esos bandeos discursivos dentro de la novela, pero está menos acostumbrada a verlos resolverse sin dureza, a aceptarlos como un elemento que forma parte de la narración y que es capaz de modificar su curso. Después de Adán, sólo Rayuela, de Julio Cortázar alcanzó a transformar esos supuestos injertos en material dramático valioso. Uno de los momentos más espléndidos de El banquete -la Operación Cybeles- dice que la novela argentina está ya madura para esas empresas donde la metafísica es una forma de la acción, donde las discusiones sobre filosofía pueden asumir las tensiones de una tragedia. Como en Adán, ese hallazgo es, en el fondo, una cuestión de lenguaje. Cybeles (o Thelma Fossat, una viuda inconsolable), exhibida en la mesa del banquete en estado de "indeterminación total", como "una envoltura vacía", va exasperando a cada convidado hasta obligarlo a revelarse tal como es, a afrontar una catarsis en público. El episodio tiene por lo menos tres significaciones válidas: la de una cachada al psicoanálisis de grupo, la de una ceremonia de purificación, la de una confesión imprescindible antes de arribar a ese gran comulgatorio que es el Banquete. Pero la clave está en el lenguaje, como se ha dicho, y es allí, en ese territorio hasta hace poco tan arisco para los argentinos, donde Marechal se revela como un maestro. Su idioma es el que puede oírse en cualquier esquina de Buenos Aires: está teñido de giros zumbones, de invenciones lunfardas, del barullo, la torpeza y la calidez que crecen en las conversaciones cotidianas. Pero ese idioma está elaborado también a partir de un hecho que no puede perderse de vista: quien lo recrea es un poeta, uno de los líricos más formidables que haya tenido la Argentina, y, además, un humorista con la suficiente humildad como para farsarse de sí mismo. Esas dos napas estilísticas resaltan muy claramente cuando Marechal quiebra un discurso solemne y almidonado con un chiste, con un giro grotesco: "El Monstruo Humano -ensaya Papagiorgiou en el Primer Concilio- es un animal omnívoro que traga y asimila todo su mundo con el aparato digestivo de su cuerpo mortal y el aparato digestivo de su alma inmortal. Cierto mediodía se lo dije a Quinquela, y lloró de ternura; se lo dije a Filiberto, y me llamó colifato".
La gracia está en que las cadencias de la escritura corresponden siempre a las cadencias del relato. Si se leen dos páginas sueltas, el estilo deja una misma impresión de sincera insinceridad: los insultos suenan a juego retórico, los discursos a desplantes estadísticos. Es en el contexto donde cada frase encuentra su justificación: las palabras puestas en boca de Gog y Magog son invariablemente exasperadas, casi irreales, pero a la vez apegadísimas al lenguaje lumpen de Buenos Aires; las de Severo, detrás de su hipócrita mansedumbre, retumban con la histeria que se atribuye a las burguesías industriales en ascenso. Es la particular aptitud de Marechal para conseguir que la forma sea a la vez un contenido, lo que confiere su valor más intenso a esta novela. No se había ensayado lo suficiente hasta ahora, en el tumultuoso mundo de las letras argentinas, la transformación de una historia esotérica (como la de Lisandro Farías y el Metalúrgico de Avellaneda) es una minuciosa rendición de cuentas de la realidad nacional. En Adán Buenosayres, Marechal observaba una puntual lealtad por los hechos, las voces y las cosas de su ciudad; pero allí tenía la ventaja de estar mencionando concretamente a Villa Luro, a Saavedra y al Centro. En El banquete sólo le queda el recurso de la alusión. Y si le salen bien las cosas, no es sólo porque hay una constante identidad entre el lenguaje con que se narra y el hecho narrado, y porque lenguaje y hechos se condicionan mutuamente, sino también porque todos los episodios de la novela toleran varios significados a la vez, y siempre está Buenos Aires en medio de ellos. No es fácil escribir novelas que exijan la complicidad del lector, que apelen a su inteligencia recreadora. Que quien se entregue a semejante tarea de experimentación sea un poeta de 65 años es algo a lo que las cómodas letras argentinas están poco acostumbradas. El banquete es, así, una lección de coraje para los intelectuales del país, un reto novelístico que no teme a los errores menudos y que hasta se solaza cometiéndolos. También, y quizá por eso mismo, es una lección de humildad.
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