La absurda disociación entre causa y efecto.
Pocos son los que están conformes con el presente. Inclusive en los ámbitos cercanos al oficialismo se escuchan voces discordantes que dan cuenta de cierta desilusión. La gente, por su parte, prefiere adoptar una postura crítica pero abiertamente descomprometida respecto de la coyuntura.
Las responsabilidades de la política no están en discusión. Uno y cada uno de los problemas que se pueden identificar en la cotidianeidad merecen un abordaje y son los dirigentes los que deben abocarse a buscar soluciones.
No están allí, en esas posiciones de poder, gracias a un azaroso sorteo, sino porque, oportunamente, ellos mismos lo han decidido cuando se postularon para ocupar ciertos cargos y en ese trámite lograron su cometido.
Si hoy, estando al frente del timón, no tienen ni la capacidad suficiente para resolverlos, ni proyectos innovadores para encarar alternativas, pues no hay forma de endilgarle culpas a terceros, y habrá que decir entonces que esto solo sucede por negligencia, impericia o por su propia incompetencia.
Que la enorme complejidad de los dilemas contemporáneos es un verdadero escollo no hay duda alguna, que la oposición siempre pondrá palos en la rueda tampoco, que ciertos intereses se opondrán a cualquier cambio ya es indiscutible, pero nada de eso es inesperado, sorpresivo o impensado.
Muy por el contrario, cada uno de los inconvenientes a los que se enfrenta quien decide liderar un proceso de transformación son absolutamente previsibles, y justamente bajo esas circunstancias es que quien se postuló ha ofrecido a la sociedad sus servicios para obtener inequívocas victorias.
Ningún político fue acompañado electoralmente para garantizar que todo siga igual. Tampoco recibió votos solo para lidiar con cuestiones simples y convertirse así en un mero distribuidor de dádivas y prerrogativas.
Ahora bien, los ciudadanos no están exentos de sus propias responsabilidades porque mucho, aunque no todo, de lo que los dirigentes hacen esta sustentado en demandas puntuales de grupos de personas que presionan en una u otra dirección para obtener ventajas desde el gobierno.
Tal vez vale la pena profundizar en las inexplicables inconsistencias cívicas y las evidentes discordancias para vincular esos planteos generales con lo que esas determinaciones ocasionan en el resto del sistema lo que finalmente impacta sobre todos de una manera impiadosa e inapelable.
No existe magia en esto de administrar recursos. Todo lo que conlleva un costo para el Estado, en cualquiera de sus niveles, invariablemente se paga hoy mismo o después, pero inexorablemente tiene una repercusión directa.
La noción, casi elemental, de restricción presupuestaria, parece no estar en el imaginario colectivo. Cuando se reclama que el Estado debe hacerse cargo de algo, muchos creen que eso significa que no lo paga nadie.
Los gobiernos se financian con lo que recaudan en impuestos, es decir con esa porción del esfuerzo personal que le han quitado previa y compulsivamente a los ciudadanos, más lo que emiten artificialmente y también cuando apelan al perverso mecanismo del endeudamiento.
Cada peso que gasta el Estado no lo ha generado por si mismo, sino que son los individuos productivos que viven en una comunidad los que han realizado previamente y con esmero la tarea de crear esa riqueza.
Por eso es tan difícil de entender como es posible qué la inmensa mayoría de la gente no logre conectar aspectos concretos tan elocuentes que, en definitiva, solo son el anverso y el reverso del mismo fenómeno.
Cuando se recita el discurso del “Estado presente” lo que se está diciendo es que quienes gobiernan se deben ocupar no solo de lo mas elemental, es decir de la justicia y la seguridad, sino también de la educación y la salud, pero además de infinitas situaciones que hasta pueden parecer razonables.
Más allá del necesario debate ideológico en torno al rol del Estado, lo que se debe discutir adicionalmente es como sostener ese gigantesco andamiaje, siempre pesado, inmutablemente burocrático y empíricamente ineficiente.
Es por eso qué, actualmente, más de la mitad de lo que genera una persona productiva es capturado por las arcas públicas para mantener en funcionamiento esas siempre “loables” funciones que todos pretenden.
Lo paradójico es observar a multitudes enojadas frente a las escandalosas tasas inflacionarias, a los elevados precios de ciertos productos, a la dificultad para conseguir empleo, a los magros salarios y a la impotencia que se deriva de trabajar tanto para lograr tan poco.
Estos y otros genuinos enunciados que describen parte de la realidad son solo un lado de la moneda, el de los efectos absolutamente esperables de una serie de consignas políticas vacías que han demostrado reiteradamente, aquí mismo y en el resto del mundo, su estrepitoso fracaso.
La fantasía un Estado que se ocupa de todo de la mano de una enorme presión tributaria, emitiendo dinero espuriamente y adquiriendo deuda a mansalva es un inaceptable delirio que trae consigo catastróficas derivaciones que no son necesarias explicitar, porqué hoy se viven a diario.
Cuando la sociedad se enfrenta a esta verdad, tampoco se hace cargo de la decisión de achicar gastos, de ajustar, por antipático que suene el término, porqué eso implicaría asumir el rol de villano quitándole, a ciertos sectores, sus eternos privilegios y entonces prefieren delegar esa labor en otros.
Va siendo hora de aceptar que allí existe una notoria contradicción entre las ideas que la gente dice defender y el resultado que han producido esas equivocadas visiones acerca de como lograr la prosperidad y el progreso.
La inflación, el desempleo, la recesión y la pobreza no son solo el fruto de la falta de liderazgo, de la ausencia de coraje y de la ineptitud de muchos, sino también de una desacertada forma de concebir la realidad que genera este escenario que tanto detestan quienes defienden absurdas ideas.
Alberto Medina Méndez
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