La ciudad que fue destino del turismo de aguas termales de la Belle Époque y capital de la Francia colaboracionista, busca cómo abordar su pasado más incómodo
Después de que las tropas alemanas derrotaran a las fuerzas franco-británicas en las batallas de los meses de mayo y junio de 1940, el primer ministro francés Paul Reynaud presentó su dimisión el 16 de junio y su sucesor, el mariscal Henri Philippe Pétain, entabló inmediatamente negociaciones con Alemania encaminadas a firmar un armisticio, que fue suscrito el 22 de junio. En este documento, se decidió que los alemanes ocuparían los territorios situados al norte del río Loira y la costa atlántica hasta la frontera con España. Lo cual suponía que el 55% del territorio francés (incluido París) pasaría a ser zona ocupada, pero seguiría existiendo un Estado francés que mantendría la administración de las colonias. El nuevo gobierno estableció su sede en Vichy el 1 de julio.
El 10 de julio, la Asamblea Nacional sometió a votación una ley que abolía la Constitución republicana existente y confería plenos poderes al mariscal Pétain: la propuesta fue aprobada mayoritariamente. Pétain asumió la jefatura del Estado, el término república fue eliminado y se suspendieron las sesiones de la Asamblea Nacional francesa. Quedó formado así el régimen que gobernó esta zona del territorio francés, aunque la totalidad de Francia fue ocupada el 11 de noviembre de 1942, hasta que los alemanes obligaron a Pétain a trasladarse en agosto de 1944 a Alemania.
En la ciudad de Vichy cada calle, cada esquina, cada edificio esconde una historia, un personaje, un drama que muchos preferirían olvidar pero que nunca acaban de desparecer. Los fantasmas del periodo más oscuro de la historia del país siguen vagando por Vichy, la ciudad conocida por sus aguas termales y sus palacetes de la belle époque y entre 1940 y 1944 se convirtió en la capital de la Francia colaboracionista con la Alemania de Hitler.
En Vichy el pasado se ve y no se ve.
Los turistas que visitan los establecimientos de aguas, pasean por los jardines levemente decadentes o asisten a algún espectáculo musical en la vieja ópera art-déco, recorren al mismo tiempo un escenario siniestro y criminal: el de los ministerios y salones desde los que el Mariscal Pétain y su equipo pusieron en marcha un estado autoritario que sometió Francia a Hitler y cooperó con los nazis en la persecución de los judíos y el Holocausto.
No hay que negar o esconder este periodo, pero sí recordar que es un episodio de la historia de Francia
Que el gobierno se instalase en esta ciudad de 25.000 habitantes, la población casi no ha variado desde entonces, no fue responsabilidad de los vichyssois. La decisión respondió a otra lógica. Una vez ocupado medio país, incluido París, por los alemanes, los gobernantes franceses necesitaban una capital provisional. Vichy ofrecía una infraestructura óptima, con centenares de hoteles que podían alojar a los ministerios y buenas conexiones telefónicas internacionales, además de líneas ferroviarias.
“Se habla con frecuencia de las atrocidades y los crímenes de Vichy, pero Vichy no tiene nada que ver”, dice Paul Péronnet, un hombre de negocios jubilado que nació y creció en Vichy. Péronnet tenía nueve años cuando el gobierno se instaló en su pueblo. Recuerda la escasez de comida, la represión contra la resistencia y también la veneración inicial de muchos franceses por Pétain, que era el héroe de la Primera Guerra Mundial. “Yo lo veía cuando iba a la iglesia. Lo tenía tan cerca que veía lo que él y su mujer daban cuando pasaban el platillo. 100 francos. Nos parecía mucho dinero”, recuerda.
Hay topónimos malditos, pero ninguno alzara al de Auschwitz, que resume lo peor de lo que es capaz el género humano, pero también es la denominación alemana de Oswiecim, el pueblo polaco donde se alojó el campo de exterminio. En Francia, lo más parecido podría ser Vichy.
Tras la liberación y el encarcelamiento o ejecución de los líderes de la Francia de Vichy, la ciudad nunca más pudo quitarse el estigma. Han pasado las décadas. Cada vez sobreviven menos testimonios vivos de aquel periodo. Sucesivos presidentes franceses han asumido que la Francia de Vichy era en realidad Francia, a secas. Cuando salen al extranjero, los habitantes de Vichy se han acostumbrado a que sus interlocutores la asocien a las aguas termales o a los productos cosméticos que llevan su nombre. En Francia, el nombre arrastra la incómoda maldición. ¿Qué hacer? ¿Asumirla? ¿Desentenderse?
Aunque nunca vaya a regresar la belle époque y a los tiempos de Napoleón III, que la convirtió en capital del reposo decimonónico, cuando la aristocracia pasaba los meses de verano descansando, escuchando óperas y viendo y dejándose ver, Vichy es aún un destino turístico. Pero más tranquilo, menos concurrido, con un ritmo perezoso y un aire provinciano, de clase media.
“Durante un tiempo hubo una voluntad de olvido, de poner entre paréntesis este periodo”, dice Michel Promerat, un profesor de historia jubilado que preside el Centro internacional de estudios e investigaciones sobre Vichy. “Hay dos cuestiones: la carga que supone el nombre de Vichy y la acusación a los vichyssois de no querer asumirlo. Ahora están preparados para decir: ocurrió en nuestra ciudad, no somos culpables, pero forma parte de nuestra historia”.
Quién sabe, quizá un día habrá un museo dedicado a estos cuatro años, pero, por ahora, la Oficina de Turismo organiza un tour sobre la historia de la Segunda Guerra Mundial. Ahí estaba el despacho de Pétain, en la esquina del viejo Hôtel du Parc. Por esta calle que conduce al río, las villas venecianas, flamencas, suizas o de estilo sureño de Estados Unidos, extravagancias de otra era. Y aquí el Hotel de los Embajadores, que alojó al cuerpo diplomático. Al final de la guerra, casi todos los hoteles se reconvirtieron en apartamentos.
Entrar en la Ópera produce una sensación extraña: el teatro que antes de la guerra competía con los de París, pero también el escenario donde el 10 de julio de 1940 se reunió la Asamblea Nacional para disolver, por una mayoría abrumadora, la III República y entregar los plenos poderes a Pétain. Vichy es un palimpsesto, un texto que oculta otros textos. O, como escribió el periodista norteamericano Adam Nossiter, que en el libro The Algeria Hotel escudriñó las sombras de la ciudad, un ‘trompe l’oeil’, un trampantojo multidimensional.
Existe el Vichy de Napoleón III, el de Pétain y también el Vichy de 2018, una ciudad donde los laberintos de la memoria son un eco remoto.
Cuando llegó a Vichy en 2016 tras un periplo por Libia, el Mediterráneo e Italia, Ahmed Khanis no sabía nada de aquella historia. Para este refugiado sudanés de 28 años, hincha del Real Madrid, camionero de profesión y cantante de vocación, Vichy era una ciudad sin ninguna connotación, un nombre más. Tuvo la fortuna de cruzarse con Pablo Aiquel, un periodista de origen chileno que había aterrizado en Vichy una década antes.
Aquel, que es ciudadano francés —además de chileno y venezolano— y tiene profundamente interiorizados los valores de la liberté, egalité, fraternité, enseñó francés a Khanis y a otros recién llegados, y les echó una mano para crear el grupo musical Soudan Céléstins Music.
No es que Vichy celebrase la llegada de los refugiados, pero tampoco les recibió con hostilidad. Y también esto es Vichy: la ciudad abierta donde la extrema derecha tiene poco apoyo, la provincia que raramente sale en las noticias, la Francia hospitalaria donde la llegada de inmigrantes no provoca psicodramas sino que se gestiona con realismo.
¿Pétain? ¿El régimen de Vichy? ¿Los collabos? Para Ahmed Khanis y los otros refugiados significa poco. "Vichy, para ellos, es el pueblo donde volvieron a nacer”. “Son gente que hizo un recorrido terrible para llegar aquí, y este fue el primer lugar donde pudieron tener una habitación”.
LAS TRES PLACAS
Lo llamativo de Vichy, para el visitante más interesado en la historia que en los baños termales, es que a este pueblo apenas si ha llegado la proliferación de conmemoraciones y actos de memoria histórica como ocurre en otras ciudades europeas. Vichy aborda su pasado con reparos y delicadeza. Hay tres paneles que conmemoren el régimen Vichy: su puesta en marcha y sus crímenes. Los tres se instalaron en las tres últimas décadas. Uno recuerda las redadas que acabaron con la deportacion de miles de judíos extranjeros. Otro, a los 390 residentes en Vichy deportados a los campos nazis, de los que murieron 210. El tercero, en la entrada de la Ópera, recuerda a “los 80 parlamentarios que con su voto afirmaron su apego a la República, su amor a la libertad y su fe en la victoria”. “Así terminó la III República”, añade. Los 80 son los diputados que votaron en contra de dar los plenos poderes al mariscal Pétain. Ninguna referencia a los 569 diputados que votaron a favor.
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