La niña venía corriendo por el enorme jardín con un pequeño canasto con limones sicilianos, grandes, rugosos y muy amarillos, que tenían una piel gruesa llena de aceite esencial. Los árboles, decían, los había plantado su bisabuelo cuando era joven. Las semillas las había traído de Sicilia: enamorado de su perfume, usaba los limones para todo, incluyendo un dulce que tenía parte de las cáscaras ralladas. Amargo, ácido y dulce, formaba parte de un budín que se hacía siempre para la hora del té. La tradición y las recetas iban pasando de mano en mano. Los limones quedaban en el árbol hasta ser cosechados entrado el verano.
Con apenas 8 años, se había criado en las colinas de Uruguay, en el departamento de Rocha, donde desde muy pequeña participó de variadas actividades rurales. Conocía, además de los secretos de los limones y sus enunciadas recetas y aplicaciones, la pesca de la lisa, el pejerrey y la corvina en las lagunas costeras, o la pesca del camarón con trasmallo entubado en la desembocadura de Valizas, que tenía naciente en la laguna de Castillo, donde con su padre en los años buenos sacaban en enero hasta quinientos kilos de camarón en una noche de farolas que se utilizan para atraerlos. Solía dormirse a la madrugada arropada en la proa del bote para despertarse al amanecer rodeada de canastos de pequeños crustáceos que aún se movían cubiertos por hielo para mantenerlos frescos.
Al día siguiente, luego de la generosa cosecha, los camarones terminaban en una enorme paellera calentada a la parrilla con varejones de eucalipto, y que a viva llama y enteros se doraban en aceite de oliva con ajo y perejil de la huerta. Su padre los servía siempre sonriente con una gran espumadera y rallaba sobre cada plato las cáscaras de los limones. De lado un cucharón de arroz blanco al ajillo con mucho hinojo completaba la receta veraniega que era disfrutada por vecinos, amigos y familia. Los grandes platos enlozados eran vaciados rápidamente a la sombra de las coronillas sobre las largas mesas con bancos y de postre se servían ciruelas asadas con azúcar negra y la espesa crema doble de las vacas Jersey del pequeño tambo.
En octubre, cuando empezaba la estación de la corvina negra, solían pescarlas en la misma laguna de Castillo para luego recalar en el bosque de Ombúes sobre el margen este. Allí las cocinaban abiertas por la espalda, a la estaca, primero del lado del hueso y luego de la piel, las servían con papas y boniatos al rescoldo con ensalada de repollo colorado todo rociado con aceite de oliva, pimentón y jugo y cáscara de limón con sal y pimienta.
El bosque de estos añosos, enormes y curiosos árboles le recordaba por alguna razón a los baobabs de El principito, libro que atesoraba en su mesa de noche y que frecuentemente leía. Siempre pensaba que algún día él llegaría a buscarla.
Los ombúes son en realidad de la familia de los pastos, enormes y añosas hierbas con una consistencia frágil propiamente herbácea. Le encantaba recorrerlo y subirse a las grandiosas ramas que parecían abrazar el cielo.
Su abuela le había enseñado a lavar la ropa en la pequeña cascada de la sierra. Iban hasta allí en un sulky con los canastos de ropa con la fresca de la tarde; había una enorme tina de ceibo sumergida que tenía en uno de sus lados un tablón para refregar la ropa. Ella usaba jabón en barra blanco, y al día siguiente, cuando veía la ropa tendida al sol, se sentía orgullosa de tener una abuela tan hacendosa.
En su casa, tan contenida de afectos, nadie imaginó que al crecer se convertiría en una gran escritora reconocida en el mundo entero. Sus tramas de sigilo, amor y sorpresas estaban enraizadas a su hermosa niñez.
F. M.
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