jueves, 6 de febrero de 2020

MANUSCRITO DE ARTE


La pintura, una vía hacia el misterio

El artista Alfredo Londaibere
vivió el último tramo de su vida en una casa generosa en ventanales y color, con estanterías tan propicias a los libros como a la ordenada exposición de figuritas de porcelana Lladró, prolijas hileras de mamushkas o sinuosos jarrones de cristal al estilo de los años setenta. Un lugar con espacio, también, para albergar buena parte de su prolífica obra.

Es el encanto de esa vivienda lo que se me aparece ahora como en ráfagas, mientras recorro las salas de
"Yo soy santo", la muestra de Londaibere que se exhibe en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Voy de obra en obra, sigo el hilo de la curaduría de Jimena Ferreiro, y encuentro el eco de cierto clima y cierto gusto por la materia, los pequeños objetos, la gráfica de lo popular y el saber hacer que emana de años de estudio sobre la historia del arte; el espesor táctil de la pintura, la búsqueda de un sentido que va más allá, pero que también incluye lo cotidiano.
 Y la época. Será porque unos pisos más arriba, en este mismo museo, está la exposición que celebra la trayectoria de Sergio De Loof, 
y entonces cómo mirar las pinturas y objetos de Londaibere sin pensar en el pulso de los años ochenta y noventa; el aura del Centro Cultural Rojas, y un aluvión de deseo, búsquedas y urgencia por hacer del día a día algo más genuino o vital. Por qué será que, visto desde el presente, ese tiempo -aun con sus inevitables claroscuros- de repente parece más rutilante. Y Londaibere, artista de método, disciplina y espiritualidad que podía ahondar tanto en el budismo como en el umbanda, fue parte de una intensidad cultural que traducía bastante más que la simple celebración de lo festivo.
"Para mí, en la pintura no existe el tiempo", le dice Londaibere a Gustavo Bruzzone durante una entrevista realizada a fines de 1995, y reproducida fragmentariamente en el catálogo de la muestra. Quizás no exista la adscripción forzosa a determinadas épocas o escuelas, pero el tiempo sí existe -como alguna vez lo planteó
John Berger- 
en tanto resto que queda encapsulado en la obra: es la impronta, el registro de un gesto, el surco de un óleo que parece querer horadar la tela, la sutileza de una acuarela que solo busca revelarse etérea. Me detengo frente a uno de los trabajos expuestos en el Moderno. Sin título. Un rostro, similar al de la Medusa de Caravaggio, emerge de un cuerpo crispado, cerrado sobre sí mismo. Intensidad de rojos, verdes, negros. No está pintado sobre tela, sino sobre lo que podría haber sido un cajón de madera. La textura de ese material se contagia a la pintura, dialoga con el marco de alpaca que la envuelve. Es una visión de la furia, del terror, de una fuerza telúrica que pugna por eclosionar. Al dorso, está la firma del artista. Y lo que parece ser un canto a Oxum, la diosa umbanda.

La muestra se llama "Yo soy santo". El título alude a una de las obras expuestas, juego engañosamente abstracto de colores y formas geométricas que componen, casi con el ánimo de un acertijo leve, esa misma frase. Pero también alude a la indagación espiritual que el artista realizó con el mismo tesón y autonomía con los que encaró su búsqueda expresiva. Abstracción, letrismo, collage, recuperación de motivos clásicos, recreación de técnicas de la pintura oriental, sensualidad de la materia en sus múltiples formas. Nunca adscribió al arte conceptual, le molestaban los salones, recelaba del fervor interpretativo de la crítica.
 Su respuesta al monumental entramado que a veces puede ser el campo del arte era pintar, pintar y pintar. Al inicio de todo, para aprender el oficio, luego para expresarse y, finalmente -cuando se reconoció a sí mismo como artista-, para crear un lenguaje propio. Su intención era plasmar un tipo de obra -según le describe a Bruzzone- capaz de hacer "que un ojo se detenga y pueda tomarla". En esa vía, la pintura fue la llave con la que intentó rozar el misterio.

D. F. I.

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