domingo, 2 de febrero de 2020

MANUSCRITO,


Pronto hará un año

Naturalmente, sin proponérmelo de a poco fui comenzando a calificar a mis amigos según las características que los distinguían por personalidad o por lo que cada uno significaba para mí. Es bien sabido que las clasificaciones son arbitrarias, caprichosas y muchas veces injustas, nunca imparciales, pero así me fue surgiendo sin premeditación.

El primer mote fue para mi amiga luminosa, aquella cuya sonrisa enciende todo desde el momento que irrumpe en cualquier escena. Esa luminosidad es algo natural que irradia a pesar de estar pasando por los momentos más terribles. La ausencia de queja ante lo que está viviendo y la capacidad de ironizar incluso sobre aquello que le está sucediendo se suman a que jamás se olvida de que hay otro. No existe en ella el más mínimo descuido a la hora de empatizar con quien tiene al lado. Puede relativizar lo propio y destinar su atención hacia las vicisitudes del prójimo con una generosidad que muchas veces concientizo una vez finalizados los encuentros, cuando rememoro los pormenores de las charlas que mantenemos.

También tengo a mi amiga más noble, aquella que pase lo que pase siempre está y sé que va a estar en cualquier circunstancia de mi vida. Es una especie de roble dispuesto a todo en su don de acompañar en las buenas y en las malas. Es también aquella con la que las conversaciones telefónicas por línea fija todas las noches no duran menos de una hora. Y así tengo con ella una cotidianeidad que en realidad es familiaridad, porque en eso se ha convertido el vínculo: en familia, aunque no existan lazos de sangre.

De todos los amigos que me han surgido al andar, hay uno muy especial porque en este afán de clasificar es el más inclasificable, tal vez porque le cabría un sinnúmero de definiciones. Es la persona que más me ha hecho reír en la vida. Era capaz de arrancarme no solo a mí, sino a todos los que estábamos en una mesa con él, las más estruendosas carcajadas. Su ingenio para relatar la vida era lo que lo volvía sobresaliente. Hablaba casi en tiempo real, es decir, que cada anécdota que relataba de su existencia podía abarcar horas ininterrumpidas, obviamente pobladas de los más ínfimos detalles, y era precisamente en esa pormenorización donde estaba el encanto. Porque lograba que uno reviviera con él esos hechos que por algún motivo sentía la necesidad de compartir, vociferar y hacer partícipe a cualquiera que estuviera dispuesto a escucharlo y a los que no lo estuvieran también. Ese talento para relatar la vida nunca estaba exento de algo de lo que creo que jamás fue consciente: todo tenía una pátina de glamour, de edulcoración, que hacía que hasta las situaciones más miserables o trágicas o nimias terminaran agigantándose hasta convertirse en historias épicas, quijotescas e idealistas.

Ese idealismo las más de las veces era su redención, una redención envidiable para quienes no tenemos esa capacidad de disfrazar y adornar la cruda realidad y somos más dados al cinismo y a lo cáustico. Era ese mismo enmascaramiento tierno y hasta ingenuo lo que hacía que siempre tuviera esa visión lúdica de la vida, de su vida sobre todo, de la que disfrutaba con absoluta plenitud y para la que tenía una energía que no entendíamos de dónde sacaba y que a él y a todos nos parecía inagotable.
Pero se agotó. Así, de repente. Sin dar aviso ni señales se apagaron el humor, las risas, las anécdotas, las reuniones en su casa, los espectaculares viajes compartidos, sus caprichos, sus exasperantes impuntualidades, sus picardías cuasi adolescentes, sus cuidados y gestos afectuosos, sus eternos mensajes de voz de WhatsApp que siempre iniciaba con tres estridentes "hola, hola, hola", nunca ni uno más ni uno menos. Yo me quedé con un almohadón de su cama que dice "Life is good" y con un mensaje mío de invitación al cine al que jamás le van a clavar el visto.

Nos conocíamos desde los quince años. Y ante cualquier pena o mal de amores que nos aquejaba en esas épocas, su madre con mucha sabiduría nos repetía siempre lo mismo: "Pronto hará un año". Frase que cuando éramos jóvenes no tenía mucho sentido, pero que siempre me quedó grabada a fuego y que con el paso del tiempo fue cobrando cabal significado. Él la tomó de ella y yo se la robé a ambos. Funciona como una especie de paliativo al que aferrarse cada vez que sucede algo que solo la maravillosa obra que hace el paso del tiempo puede empezar a curar. Una de las tantas ironías de la vida es que haya tenido que usarla para mitigar la ausencia de quien me la legó. Como un mantra, me la repetí durante estos casi once meses y medio que transcurrieron desde que se fue. Y efectivamente ya pronto hará un año. Y esta frase ahora casi mágica está funcionando. Menos lágrimas y congoja atestiguan su eficacia. Y las sonrisas que las reemplazan empiezan a rendirle el honor que merece el recuerdo de mi amigo estupendo.

M. J. R. M.

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