jueves, 3 de septiembre de 2020
FERNANDO J. RUIZ, Y SU OPINIÓN
Salir de la grieta no es saltar al vacío
Acercar posturas antagónicas exige una mejor comprensión del otro, y solo será posible si muchos actores sociales, entre ellos el periodismo, hacen una autocrítica
Fernando J. Ruiz
Sin haber tenido una guerra, los argentinos necesitan hacer la paz y recibir un plan Marshall. Es un gran mérito haber alcanzado semejante nivel de autodestrucción pacífica. Pero no es el tipo de mérito que hace prósperos a sus habitantes.
Algunos periodistas no son testigos, sino protagonistas de esos méritos, al igual que ocurre con otras profesiones que son articuladoras de la vida pública. Por ejemplo, las manipulaciones que se dan en el Poder Judicial no son ajenas a la complicidad de varios de sus integrantes y cuerpos profesionales. En otros países, los intentos de manipulación son frenados por la pared de la vergüenza profesional de los propios funcionarios judiciales. Por eso, en lugar de una reforma judicial, mejor sería un código de ética que todos los jueces y fiscales cumplieran. O lo mismo puede pasar con escribanos y contadores con la corrupción pública. Las profesiones son corresponsables, no testigos inocentes de la degradación de nuestra vida pública.
Y así como en el tránsito urbano, las profesiones deben estar señalizadas. Tiene que quedar claro cuáles son las conductas que están fuera de los estándares. Y el desarrollo de una profesión en un país, que viene desde las facultades donde se forman, tiene que ver con la creación de ese mapa de ruta, el cual, con un permanente proceso de defensa y de autocrítica profesional, va actualizando sus valores a cada momento histórico.
Hoy el país necesita que sus cuerpos profesionales realicen esa discusión autocrítica profunda y establezcan mejores códigos de acción y, sobre todo, que los cumplan. Médicos, abogados, ingenieros, policías, educadores y periodistas no son testigos inocuos de una clase política que nos gobierna, sino columnas vertebrales del funcionamiento privado y público de la máquina social.
En el caso de los periodistas, necesitamos que hagan cuatro cosas:
–Que no agravien ni formulen acusaciones generalizantes, opiniones sábana que suelen opacar cierta ignorancia por el detalle y los matices.
–Que no denuncien sin pruebas y sin intento de consulta a los denunciados, generando juicios públicos que puedan arrastrar injustamente la presunción de inocencia, muchas veces sobre la base de figuras que abusan de sus buenas competencias mediáticas para atacar a sus enemigos políticos y deslizan esas denuncias con una velocidad dañina para la reputación de las personas.
–Que opinen solo sobre lo que saben y que no sientan que la audiencia les pide su opinión sobre el tema del que se acaban de enterar.
–Y, por último, que corrijan regularmente sus errores, sabiendo que, en el periodismo, por la urgencia y las condiciones en que se accede a las fuentes, muchas veces tenemos informaciones provisorias y que, por lo tanto, se requiere un ajuste a medida que los acontecimientos se desarrollan.
Acá es importante marcar que quienes cruzan estas cuatro líneas rojas salen de la profesionalidad, y es posible que estén contribuyendo a intoxicar el debate público. Digamos que son periodistas en la banquina.
Por eso, si sos joven, periodista, y estás cruzando alguna de estas líneas rojas, sabé que estás entrando en el lado tóxico de la sociedad. Y ya hay demasiada gente que trabaja de engañar a los otros: fabricantes que producen bienes y servicios de mala calidad, negocios organizados para aprovecharse de la ignorancia de las personas, funcionarios que roban, profesionales que despliegan sus saberes para perjudicar a alguien o que prometen ayuda que saben que no van a dar. Por eso, desde el periodismo no podemos sumarnos a esa manada.
Un indicador definitivo de que un periodista ha descarrilado es cuando no puede presentar con justeza los argumentos de aquellos con los que antagoniza. Eso suele ocurrir cuando los periodistas se convierten en pastores de creyentes furiosos, más propio de una guerra religiosa que política.
Si un medio o periodista no puede explicar por qué un país vota masivamente lo opuesto a su línea editorial es que le está faltando curiosidad, que siempre ha sido uno de los grandes motores de la profesión, pues le da potencia de exploración social. En otras palabras, ese periodismo se convirtió en un medio de comunicación interno de un bloque social, sin arraigo ni contacto con el resto de la sociedad.
Pero salir de la grieta siempre tiene algo de salto al vacío. Cuando, en 1910, en la casa del diputado tucumano Manuel Paz, el líder radical Hipólito Yrigoyen se reunía en forma secreta con el designado presidente Roque Sáenz Peña para negociar la reforma electoral que fundó la Argentina moderna, Yrigoyen temía tanto el fuego amigo del radicalismo cebado con el alzamiento revolucionario como las trampas que el nuevo presidente le pudiera hacer. También Sáenz Peña empezó a sentir más caricias desde la vereda de enfrente que desde la propia.
Lo mismo pasó con el tan elogiado encuentro entre Juan Domingo Perón y Ricardo Balbín en 1972, en el que ambos veteranos dirigentes predicaron democracia, la que fue dinamitada, entre otros, por la juventud armada, que representaba la muerte de toda política. Eran los ancianos de entonces los que defendían la democracia, frente a supuestos modernos que soñaban con Vietnam y Cuba, y que fueron decisivos para el desenlace del golpe de 1976.
Estar fuera de la grieta no es medir la igual distancia de los polos del conflicto. Esa equidistancia aritmética, por el contrario, es ser parte de la grieta y puede ser una herramienta de impunidad. Pero la grieta es una gran fábrica de identidades fuertes y, se sabe, percibir amenaza y traición a la identidad despierta las pasiones más irracionales. Pero ese salto al vacío es el tipo de valor que necesitan para cambiar el ciclo aquellos que no se cansan “de cantar en la niebla”, diría Virus. Algunos ven en la pandemia una oportunidad para una radicalización de la grieta, mientras otros, para lo opuesto. Nada nuevo en el análisis político. Los dos escenarios son posibles. Todo depende de en cuál de ellos pongan sus fichas los principales actores, entre ellos los medios de comunicación.
Cada uno elige las imágenes paganas que van a gobernar sus acciones. Así como no ayuda representar al Frente de Todos o a Cambiemos en clave única y demonizante, tampoco aquellos que idolatran la dictadura cubana, la militancia armada setentista, el chavismo o el madurismo pueden pretender que no se desconfíe de ellos cuando hablan de democracia. Las imágenes históricas y actuales que evocan nos sacan de la construcción democrática y nos ponen en un abismo autoritario. Podrían tener las mejores intenciones, pero les desconfiamos porque traen las peores imágenes posibles para convencernos.
Frente a esas imágenes, un periodista siempre teme. Como escribió el gran cronista cubano Carlos Manuel Álvarez, en Cuba el periodismo es una de las profesiones más afectadas: “De haber sido medicina, se le habría pedido que dejase morir a los pacientes, o que llamara catarro al cáncer”.
Algunos ven en la pandemia una oportunidad para radicalizar la grieta; otros, para lo opuesto... cada uno elige las imágenes paganas que van a gobernar sus acciones
Profesor de Periodismo y Democracia en la Universidad Austral
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