Eficacia, prudencia, sencillez: claves de una líder indiscutida
La canciller alemana, que anunció su retiro de la política en 2021, construyó con sobriedad y obsesión por el trabajo una de las trayectorias políticas más exitosas de la Europa contemporánea
Desde el 1° de julio, Angela Merkel comenzó a ocupar la presidencia pro tempore de la UE sin tambores ni trompetas, en momentos en que numerosos círculos eurófilos esperaban su llegada como la del mesías. Solo hubo un simple mensaje de video de la canciller alemana y un lacónico comunicado del ministerio de Relaciones Exteriores de Berlín. “Alemania desea ser una fuerza motriz y un moderador. Nuestra tarea consistirá en crear puentes y hallar soluciones que beneficiarán a todos los ciudadanos europeos”, declaró el jefe de la diplomacia alemana, Heiko Mass, al término de una reunión de gabinete.
Esta presidencia alemana de la UE podría ser, en efecto, a imagen y semejanza de los 15 años de gobierno de Angela Merkel: sobria, pragmática y con frecuencia eficaz.
No habría que esperar mucho más de una canciller nacida en la ex RDA, hija de un pastor protestante, cuyas primeras referencias políticas no remontan al patriarca de la democracia cristiana de posguerra, el canciller Konrad Adenauer, sino a la construcción del socialismo de Alemania del Este.
Berlín quiere recuperar un espíritu europeo maltrecho por estos últimos diez años y sobre todo por la pandemia, que provocó el cierre de fronteras, restricción de intercambios dentro del mercado único y aumento de egoísmos nacionales. Merkel, que desearía hacer avanzar la transición ecológica, profundizar la política migratoria, fijar una línea de conducta con China y probablemente finalizar el proceso del Brexit, lo intentará en condiciones complicadas.
Tras cuatro mandatos, muchos le reprochan a la canciller su tibieza cuando se trata de la construcción europea. Merkel se defiende invocando las exigencias constitucionales inherentes al sistema político alemán. También se la acusa de egoísmo cuando se trata de los países del sur del bloque. Ella responde que acogió a más de un millón de refugiados, cuando otros cerraban sus fronteras.
En Berlín, el anuncio de su retiro de la vida política en 2021 parece haber dejado a Merkel espacio para reforzar la integración europea. “Después de todo este tiempo, la canciller sigue siendo el único líder del país. En momentos difíciles, solo ella sabe hallar soluciones pragmáticas. Esa es su fuerza”, destaca Daniel Caspary, jefe del bloque de la Democracia Cristiana (CDU) en el parlamento europeo. Esta presidencia alemana signará también la herencia europea de la canciller, que dejará el poder el año próximo, tras 16 años de ejercicio ininterrumpido.
Un aspecto normal
El historiador Fritz Stern dice de la Reunificación que fue “la segunda chance de Alemania”, una ocasión de volver a ser la primera potencia de Europa después de las catástrofes del siglo XX. Angela Merkel parece corresponder perfectamente a las exigencias de esa segunda oportunidad. En un país llevado a la ruina por la retórica apasionada y las demostraciones machistas, su analítico desprendimiento y su aparente ausencia de ego constituyen una virtud política. En un continente donde aún subsisten las brasas del temor a la Alemania del pasado, su aspecto normal confiere a ese país una imagen menos temible.
“La personalidad de Merkel deja suponer que es como todos nosotros”, explicaba Michael Roth, secretario de Estado para Asuntos Europeos en una reciente conferencia. Tanto que los alemanes la llaman “mutti” (mamá). Al principio, fueron los rivales de su propio partido quienes le dieron ese sobrenombre para burlarse. Angela no lo apreció, pero cuando la opinión pública lo adoptó, comprendió el enorme interés de conservarlo.
Por sus orígenes, por su educación y por su historia, Merkel puede ser considerada la encarnación de su propio país: una nación que tuvo que repudiar su historia y reconstruirse piedra sobre piedra para volver a existir. “Educada en la Alemania comunista, desagraciada y torpe durante su juventud, Merkel también tuvo que reeducarse personalmente. Ella encarna la autoeducación de Alemania. Y probablemente ahí resida su comunión con el país”, analiza Daniel Caspary.
Angela Dorothea Kasner –llamada Merkel porque conservó el apellido de su primer marido–, gran admiradora de Catalina II de Rusia, fue una niña superdotada para el ruso y las matemáticas, que soñaba con convertirse en patinadora artística. Terminó siendo la primera canciller de Alemania y la primera mujer, después de la británica Margaret Thatcher, que gobernó un gran país europeo.
La canciller es, en todo caso, una triple anomalía: mujer (divorciada, vuelta a casar y sin hijos), científica (doctora en química cuántica) y Ossie (originaria de Alemania del Este). Esas características la convirtieron primero en una outsider de la política alemana, antes de explicar su extraordinario ascenso. “Muchos siguen creyendo que lo que no debería ser, no puede ser. Y que una mujer de Alemania del Este que no tenía el perfil político clásico no podía ocupar semejante puesto. Todos se negaron a aceptar que, simplemente, Angela es una excelente estratega”, dice Janis Emmanouilidis, director del Centro de Política Europea (CPE). Con el tiempo, Merkel haría pagar caro a aquellos hombres políticos de más edad y experiencia que cometieron el error de subestimarla.
Fue en 1990 que el entonces canciller Helmut Khol descubrió a aquella que terminaría llamado “la nena”. Una investigadora en ciencias de 36 años, educada del otro lado de la Cortina de Hierro, que vestía amplias faldas y lucía un improbable corte de pelo que la hacía parecerse a un caballero medieval. En pocos meses, el canciller la catapultaría a la cumbre de la política federal y Angela daría muestras de una enorme capacidad táctica y una rapidez de aprendizaje fenomenal.
Quemar etapas
Esa hija de pastor protestante pasado al Este quemó las etapas, aprovechando la tendencia a subestimarla de una coalición como la democristiana, archidominada por los hombres. En esa vertiginosa ruta hacia la consagración, Angela se deshizo incluso de su mentor en 2000, solicitando al partido, laminado por los escándalos de unas “cajas negras”, que dejara a un lado al “padre de la reunificación”. Pero, después que obtuvo por fin el sillón de Konrad Adenauer en 2005, “mutti” Merkel comprendió que estaba al frente de un país que, con la adopción del euro, había perdido el único símbolo de poder que le haya sido acordado después de la Segunda Guerra Mundial: el deutsche mark. Y desde entonces ha hecho todos los esfuerzos posibles para que nadie asocie a la Alemania de hoy con sus antiguas ambiciones de supremacía.
Por esa razón, señalan en Berlín, Merkel nunca transformó en estandarte de combate la bandera estrellada con fondo azul de Europa, cuyo emblema tiene para ella un valor existencial. También sabe mantener al margen los símbolos de su propio país. Todos recuerdan una escena, la noche de su tercera victoria electoral, en octubre de 2013, cuando un dirigente de la CDU le tendió la bandera negra, roja y oro de su país y, con un gesto ostensible, la canciller supo deshacerse de esa insignia, a su juicio demasiado nacionalista.
La tendencia de la canciller a privilegiar la razón sobre los impulsos visionarios y románticos de sus vecinos del sur o los panegíricos “a la Khol”, siempre fueron su marca de fábrica. Muchos afirman que esa mesura es secuela de un problema motor en las piernas, que en su infancia la obligó durante años a planificar hasta los trayectos más banales.
Lo que ella misma declaró es que su experiencia de la dictadura en Alemania del Este le enseñó “sobre todo a desconfiar de todo”. Un elemento que contribuye a su legendaria prudencia, y que acompaña los pragmáticos virajes que supo imprimir a su política europea.
Los ejemplos no faltan. En 2010, tomó la decisión de prolongar la vida activa de las centrales nucleares de su país. Sin embargo, pocos meses después, tras la catástrofe de Fukushima en marzo de 2011, anunció el abandono de la energía nuclear antes de 2022, sin que sus electores le hicieran un solo reproche. En 2015, en plena crisis migratoria, abrió las puertas de Alemania a más de un millón de indocumentados. Por solidaridad, pero también en respuesta al pedido de los industriales de su país, que predecían una inminente escasez de mano de obra.
Esta vez, frente al acecho de las terribles consecuencias económicas de la pandemia, no hubo excepción. Consciente de que, sin Gran Bretaña –alejada por el Brexit–, sin Estados Unidos –convertido en fortaleza inexpugnable por Donald Trump– y probablemente sin el mercado chino, su país necesitará más que nunca una Europa en excelente salud para exportar su producción industrial, la canciller alemana no dudó un segundo en dar un golpe de timón revolucionario a su histórica nave insignia: la austeridad.
En todo caso, 15 años después de llegar al poder gracias a una alianza entre conservadores (UDC) y social-demócratas (SPD), y a pesar de muchos altibajos, el desgaste no parece acecharla. Su energía inagotable durante las interminables cumbres europeas de Bruselas, junto con su pasión por la ópera, le han valido otro apodo, “la reina de la noche”.
Merkel reside en Berlín en un departamento de alquiler moderado, del otro lado del canal que lleva al Pergamon, el gran museo de antigüedades. El nombre sobre el portero eléctrico es el de su segundo marido, “Prof. Dr. Sauer” y un solo policía controla el acceso. Minúscula silueta detrás de su inmenso escritorio, en el corazón del edificio de cemento y vidrio de la cancillería, Angela Merkel trabaja en una simple mesa cerca de la puerta. “Es una trabajadora neurótica. No duerme más de cinco horas. Si se la llama por teléfono a la una de la mañana, está despierta, leyendo. Pero no lee literatura, sino sus expedientes”, dice uno de sus colaboradores.
Durante sus cuatro mandatos al frente de su país, Merkel vivió tres grandes crisis, y cada una fue reveladora de su estilo de gobierno y de su visión de Europa: la crisis financiera de 2008 y la crisis del euro, que podrían haber provocado el derrumbe de la moneda única; la crisis de la migración, que incluye la libertad de circulación, la estabilidad de los Balcanes y, naturalmente, la paz interior; y ahora la crisis del coronavirus.
Alemania no padeció de lleno ninguna de esas crisis. Los problemas económicos azotaron sobre todo al sur. También fueron Grecia, Italia y España quienes tuvieron que soportar lo esencial del drama de las migraciones. Por último, la pandemia provocó muchas menos víctimas en Alemania que en la mayoría de los demás países del bloque. ¿Acaso fue mérito de la canciller?
En todo caso, a los 66 años, Merkel es la personalidad que tuvo más éxito en la historia de la Alemania contemporánea. Su popularidad supera el 83%, hecho único en una época de gran desconfianza hacia la clase política. El buen humor, la simplicidad siguen siendo su marca de fábrica. Un día, en el bar de un hotel de Medio Oriente, dijo riendo a los periodistas: “¿Se dan cuenta? ¡Yo canciller! Pero, ¿qué hago aquí? Cuando crecía en la RDA imaginaba a los capitalistas usando largos abrigos negros, sombreros y guantes, y fumando cigarros como en los dibujos animados. Y heme aquí. Ahora, están obligados a escucharme”.
L. C.
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