miércoles, 2 de septiembre de 2020
LUCIANO ROMÁN ANALIZA,
Chicos sin educación en la fase irracional de la cuarentena.
Luciano Román.
¿ Se ha entrado en la etapa de la cuarentena irracional? ¿El encierro ha dejado de ser una medida sanitaria para convertirse en una herramienta de la puja y la especulación política? Son preguntas inevitables cuando se escucha al ministro de Educación de la Nación cerrar filas con gremios docentes para hacer que “ellos” (el gobierno de Larreta) “paguen el costo social” de intentar reabrir espacios de trabajo en algunas escuelas.
La prohibición nacional de habilitar, en la ciudad de Buenos Aires, el regreso a los colegios de unos 6500 chicos que han perdido, en estos meses, la conexión con sus docentes confirma una situación que ya resulta asfixiante: la cuarentena (que “no existe”, pero la sufrimos todos) ya se ha convertido en un corsé totalitario, administrado con arbitrariedad, sin fundamentos serios, con una doble vara y, ahora sabemos, con buenas dosis de especulación política.
El chantaje “vida o muerte” lleva a sacrificar todo lo que esté en el medio: los derechos humanos de personas que intentan despedir a familiares agonizantes o el derecho de miles de chicos vulnerables a retomar su educación. En la cruzada por “la vida” todo pierde valor: la libertad, la dignidad humana, hasta la democracia. No es exagerado decir que, pasados cinco meses de encierro, se ha ingresado en una fase cruel, en la que ya no importan demasiado las razones, los protocolos, la coherencia ni la sustentabilidad de las medidas.
Importa la engañosa narrativa de “los que defendemos la vida contra los que promueven los contagios y la muerte”, “los que queremos que todos vivan, contra los que quieren que muchos mueran”. Podría ser el argumento de una novela orwelliana si no fuera tan obvio y tan ramplón: los buenos contra los malos.
Las contradicciones producen una escalada de desconcierto: se habilitaron los deportes individuales (tarde, pero en buena hora) y, salvo algunas excepciones, no se permite abrir los cementerios para honrar y visitar a nuestros muertos. Se penalizan los encuentros sociales, pero el Presidente invita a un almuerzo dominguero a la familia Moyano y se amontonan para la foto sin barbijos ni recaudos. Se mantienen cerrados los accesos a localidades costeras y se prohíbe a miles de propietarios ingresar a sus viviendas.
El derecho de propiedad resulta insignificante en la cruzada por la vida. La Constitución y el derecho a la libre circulación se convierten en papel pintado. ¿Hasta cuándo? La pregunta es fulminada por impertinente, “anticuarentena” y estar del lado de los contagios y la muerte.
Ahora se prohíbe el derecho a la educación, otra víctima “insignificante”. Para aprender hay que estar vivos, dirá la lógica oficial. Lo que se proponía era “rescatar” a chicos que, por diferentes razones, han perdido en estos meses toda conexión con la escuela. Han perdido mucho más que días de clase; se han quedado sin contención, sin el amparo y la referencia que brinda el colegio. Todo eso implica un daño irreparable, con consecuencias imposibles de medir, pero seguramente dramáticas.
Un chico sin educación queda expuesto a riesgos superiores a los que implica la pandemia y se torna más vulnerable. No importa. En nombre de “la vida”, que sigan aislados, que sigan al margen, que sigan “protegidos en sus casas”, aunque todos sepamos que esa es una ficción. El gobierno nacional les dice a los padres: “Nosotros cuidamos la vida de sus hijos; los otros los llevan a la hoguera de los contagios y la muerte”. Nosotros y “los otros”.
Más que una narrativa, es un chantaje. Y se esconde bajo un extraño ropaje dialéctico: en nombre del cuidado y del progresismo, se cultiva la indiferencia frente a las secuelas que puedan sufrir los chicos más desprotegidos por la falta de educación.
¿Por qué una industria o un supermercado pueden funcionar perfectamente con protocolos adecuados y una escuela no puede habilitar un gabinete tecnológico para grupos muy reducidos de alumnos? ¿Por qué los chicos pueden hacer salidas recreativas a un parque, pero no pueden ir al patio del colegio? ¿Por qué los profesores de tenis ahora pueden dar clases presenciales y no los de matemática? ¿Por qué el Presidente puede ir a Formosa a abrazar a Gildo Insfrán y el padre de Solange no puede darle a su hija el abrazo final? No hay respuestas para una cuarentena que, a esta altura, ha extraviado la racionalidad y la coherencia, además de cierta sensibilidad humanitaria.
El gobierno porteño garantiza un protocolo que, según ha explicado su ministro de Salud, es “absolutamente confiable y seguro”. Lo propone, además, en un momento en el que –afortunadamente– se registran una leve disminución de casos y una meseta en la curva de contagios. No importa.
“Tenemos que hacer que ellos paguen el costo social”, dice el ministro de Educación de la Nación. No debe ignorar, en el fondo, que el verdadero costo lo pagarán los miles de chicos que han quedado sin escuela. Será un costo dramático, enorme, irremediable. Pero lo que parece contar, en medio de la pandemia, es otra cosa: los costos y los réditos políticos coyunturales.
Como se dijo: la cuarentena parece haber entrado en una fase irracional y cruel. Y mientras los derechos constitucionales se pisotean con indolencia, los jueces miran para otro lado.
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