Buenos Aires, el riesgo de una provincia fallida
Sirvió para correr el velo de un distrito invertebrado, con sus músculos institucionales atrofiados, desconocido para sus propios gobernantes y dominado por la anarquía
Luciano Román
La revuelta policial quizá sirva para correrle el velo a la provincia de Buenos Aires. Lo que encontremos tal vez sea una provincia invertebrada, con sus músculos institucionales atrofiados, desconocida para sus propios gobernantes y dominada por torrentes de anarquía que no se sabe a dónde pueden conducirla.
Desde hace décadas, Buenos Aires es gobernada por dirigentes porteños. La mitad de sus últimos ocho gobernadores han sido trasplantados desde la Capital Federal. Pero eso no es lo grave; lo grave es que ni siquiera les ha interesado “hacerse” bonaerenses. Más allá de haberla recorrido o sobrevolado, tampoco se han rodeado de baqueanos. Hoy mismo, una reunión de gabinete en La Plata se parece mucho a la de un consejo académico de la UBA. A varios gobiernos provinciales les han faltado sensibilidad bonaerense y conocimiento profundo de los problemas, los contrastes y las instituciones de la provincia.
Es muy difícil resolver asuntos que siempre han resultado extraños; tan difícil como conducir mundos ajenos. Detrás de la crisis policial no solo hay impericia, hay desconocimiento sobre la transformación cultural de la propia policía. La idiosincrasia bonaerense debe ser interpretada. Y eso no se hace desde ninguna torre de marfil; mucho menos desde un helicóptero. Tal vez en esta ajenidad resida una de las claves para comprender una provincia que parece ingobernable, pero en realidad está ingobernada.
Buenos Aires arrastra problemas enormes y estructurales desde hace al menos cuatro décadas. Ha sido discriminada en el reparto de recursos y está subrepresentada en el Congreso. Tiene profundos desequilibrios territoriales: en el uno por ciento de su superficie viven dos tercios de su población. Es, además, una provincia que ha perdido identidad, que tiene en el conurbano una llaga sangrante y dolorosa, y que más que un Estado tiene un monstruo de mil cabezas que ha dejado de ser eficiente para administrar “un país dentro del país”. ¿Se pueden resolver esos desequilibrios con un manotazo imperial contra la ciudad de Buenos Aires? Lo que se ha hecho es debilitar el federalismo y consagrar la discrecionalidad.
Por impotencia, por la superficialidad de una “dirigencia golondrina” y por su propia fragilidad institucional, la provincia ni siquiera ha sido capaz, en los últimos treinta años, de discutir a fondo un proyecto de regionalización. Ha pegado bandazos de un extremo al otro. Ha degradado la formación de policías y docentes, además de empobrecer la carrera administrativa. No ha sabido defender sus propios intereses. Así fue como quedó cada vez más rezagada en la coparticipación y consintió, con indolencia, la licuación del Fondo del Conurbano. La provincia se ha menoscabado a sí misma con gobernadores convertidos en mendigos de la Casa Rosada. Ahora, las “soluciones bonaerenses” se anuncian desde Olivos. Los intendentes, mientras tanto, son invitados a los actos más como parte del decorado que como los actores y socios fundamentales que deberían ser en la administración de los problemas.
¿Quiénes representan en el gabinete de La Plata la voz del interior bonaerense? ¿Quiénes la del conurbano profundo? Uno solo de los quince ministros fue intendente municipal. ¿Quiénes aportan, en el equipo de Kicillof, experiencia y sensibilidad desde el sector privado? ¿Quién tiene el mapa de la provincia en la cabeza, no enmarcado en la pared? Por supuesto, no hay que ser chacarero para manejar Asuntos Agrarios. Pero tampoco se puede tener con ese mundo una completa ajenidad. Se necesita, al menos, actitud de aprendizaje. Los problemas de la policía, por caso, son demasiado complejos como para conducirlos con eslóganes y arrebatos actorales. Berni ha pasado más horas en los estudios de TV que en una comisaría. A los intendentes ni los atiende y a muchos los ha destratado. Si miramos en Salud, Gollán nació en Santa Fe, se recibió de médico en Rosario y vivió años exiliado en Alemania. No se ha formado en el sistema hospitalario bonaerense. La directora de Educación (de la que dependen 18.000 escuelas, 375.000 docentes y casi 5 millones de alumnos) viene de los laboratorios pedagógicos. No se trata de nombres propios, sino de una cultura de gobierno. El inmenso desafío de la provincia necesita dirigentes comprometidos, conocedores y dispuestos a sumergirse en los problemas. Necesita humildad para escuchar y vocación para embarrarse.
Hoy empiezan a explotar crisis previsibles, que se vienen incubando desde hace años. Hay fuerzas descontroladas que se han desatado, y eso se ve en las periferias urbanas –donde avanza el narcotráfico–, en las tomas de tierras –donde impera la ley de las mafias–, en la inseguridad –justificada por la ideología zafaroniana– y en un repliegue institucional que erosiona la autoridad de la provincia. ¿Dónde está el Poder Judicial bonaerense? ¿Dónde están los partidos políticos? ¿Dónde están los liderazgos bonaerenses? ¿Dónde está el poder simbólico de la capital de la provincia? No hay una intelectualidad que se identifique con Buenos Aires. Hasta cuesta encontrar rasgos de un orgullo bonaerense. Lo más parecido a una identidad provincial parece archivado en las caricaturas de Molina Campos.
De los ocho gobernadores que tuvo la provincia desde el 83, seis están vivos y en actividad. ¿Se reunieron alguna vez? Es una provincia que hasta parece haber extraviado la noción del diálogo. ¿Qué impide la conversación entre Kicillof y Vidal? Tenemos un gobierno que usa lenguaje inclusivo, pero divide a la sociedad en “argentinos de bien y de mal”, además de reabrir una grieta absurda entre la Capital y el interior.
La Nación le ha garantizado a Kicillof los fondos que su mismo gobierno les había negado a Scioli y a Solá. Ha comprometido un refuerzo presupuestario de 65.000 millones de pesos más 45.000 millones por el zarpazo contra la Capital. Es mucha plata. El riesgo es que se escurra en el barril sin fondo del clientelismo y de un Estado inviable, mientras los problemas estructurales siguen sin resolverse.
Por viejos y nuevos motivos, hoy tenemos una provincia a la deriva. La cuarentena se ha desarmado de manera anárquica y desordenada, ante un gobierno que ha apelado al miedo como única estrategia. Se ha quebrado la economía sin salvar la salud. Pero detrás de la pandemia asoman los escombros de una provincia en ruinas: en la policía se ha roto la cadena de mandos; el sistema sanitario está al límite (y lo estaba antes del coronavirus); las escuelas siguen cerradas; la Justicia y la Legislatura funcionan a media máquina; el Servicio Penitenciario es una bomba de tiempo; el IOMA está al borde del colapso, y el IPS acumula un déficit explosivo. El Tribunal de Cuentas ha sido loteado entre tribus del peronismo y produce fallos con atrasos increíbles. La Fiscalía de Estado se ha consolidado como el coto de una facción universitaria. Un entramado de intereses sindicales ha colonizado el sistema educativo y la administración, además de enclaves estratégicos como la empresa Aguas Bonaerenses. El centralismo burocrático opera como una máquina de impedir. El Tesoro vive “en rojo” y el Banco Provincia, sobregirado. Mientras tanto, el conurbano bulle en un caldo de miseria y exclusión. Hay barrios en los que gobierna el narco y funciones que el Estado ha delegado en las organizaciones sociales.
Una alarma ensordecedora sonó con la rebelión policial. ¿Los bonaerenses sabremos escucharla? ¿O seguiremos jugando con fuego? Buenos Aires está peligrosamente cerca de ser una provincia fallida.
Hoy empiezan a explotar crisis previsibles que se vienen incubando desde hace años
Hay fuerzas descontroladas que se han desatado
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