La Chilinga celebra un cuarto de siglo

Esa fue la primera de varias notas que hice con La Chilinga, que justamente hoy cumple su primer cuarto de siglo. Bautizado en honor a “Chinga Chilinga”, un tema de Rubén Rada. Sus tambores fueron el alma de “Verano del ‘92”, uno de los hits que transformaron a Los Piojos en un grupo masivo. Pero su búsqueda estética fue a la par de un proyecto académico, cultural y social.
Unos meses antes de conocerlos, había estado de viaje en Salvador de Bahía, así que sentí una conexión especial cuando en su primer disco (diseñado por Jimena Díaz Ferreira, que tenía unas canica en cajita plástica que lo transformaban en unshaker) descubrí que incluían cantos dedicados a los orixás, deidades religiosas de origen africano. Más allá de los ritmos, lo que ponía en juego La Chilinga era un enlace cultural de madera y cuero, con una cierta ambición antropológica. Un puente entre las murgas porteñas, el candombe, los ritmos brasileños y cubanos, con el tambor como hilo conductor. No es casual que, varios años después, hicieran un disco cuyo contorno reproducía la silueta del continente Negro. El tambor representaba un modo de expresión vinculado a la cultura rock (un universo que iba de los Rolling Stones a Bob Marley) y a la lucha por los derechos humanos, con figuras como Eduardo Galeano y Juan Gelman como estandartes.
En ese bloque inicial estaban, entre otros, Pol Neiman, Ropi Herraz, Raulo Giberman, en Negro Ruiz, Maru Di Giovanni, el Changuito Farías Gómez, Chula Molinari, Iván Yeremieff, y Javo Kupinski, que tenía a su cargo La Chilinguita, las divisiones inferiores de la Academia del Tambor.
En ese bloque inicial estaban, entre otros, Pol Neiman, Ropi Herraz, Raulo Giberman, en Negro Ruiz, Maru Di Giovanni, el Changuito Farías Gómez, Chula Molinari, Iván Yeremieff, y Javo Kupinski, que tenía a su cargo La Chilinguita, las divisiones inferiores de la Academia del Tambor.
Unos meses después, me invitaron a acompañarlos a un festival de producciones independientes en Azul, provincia de Buenos Aires. Faltaba poco para que llegue el verano y paramos en un camping semiabandonado, con un río seco que le daba un aspecto bastante sórdido. Con Pol Neiman, en el centro de la ciudad, vivimos una escena que parecía salida de una película de David Lynch: dos ancianas atendían lo que parecía una mercería abandonada. Entramos a ese local donde no había más que cajas forradas con paisajes sacados de algunas revistas y tuvimos una breve conversación con las viejitas, que nos contaron que no tenían nada para vender, pero que les gustaba cómo lucía esa decoración. Nos quedamos descolocados y nos fuimos. Aunque pasaron más de dos décadas, ese recuerdo permanece, inquietante y onírico, como un episodio de La Dimensión Desconocida. Al regreso, el micro que nos traía se quedó en la ruta y en esa escala, obligada e inesperada, empezaron un par de historias de amor.
La Chilinga había grabado algunos separadores para El Aguante, el programa que retrató la mística
El grupo propuso un cruce entre la tradición del tambor, la cultura rock y los derechos humanosdel tablón y el vínculo entre las hinchadas y el rock. Y como Dani Buira, su líder, era (es) hincha de Independiente, siempre encontrábamos el momento para meter alguna chicana futbolera en las notas.
La Chilinga había grabado algunos separadores para El Aguante, el programa que retrató la mística
El grupo propuso un cruce entre la tradición del tambor, la cultura rock y los derechos humanosdel tablón y el vínculo entre las hinchadas y el rock. Y como Dani Buira, su líder, era (es) hincha de Independiente, siempre encontrábamos el momento para meter alguna chicana futbolera en las notas.

H. I
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