lunes, 5 de octubre de 2020

MANUSCRITOS


La Chilinga celebra un cuarto de siglo
Ysi les avisamos con un flashazo?”. Era una de las primeras notas que hacía en mi vida. El remise nos había pasado a buscar por la redacción de La García, en San Telmo, y la sala de ensayo quedaba en Martín Coronado. No existía el GPS y el remisero no conocía el camino, se perdió no menos de cinco veces, y -por eso- llegamos a destino más tarde de lo acordado. La nota era con La Chilinga, el grupoescuela de percusión que Daniel Buira, por entonces baterista de Los Piojos, había fundado en 1995. Golpear la puerta en un ensayo de 15 o 20 tambores no era una opción, así que al fotógrafo, Pablo Zuccheri, se le ocurrió avisarles con un flashazo que habíamos llegado. El recuerdo es agridulce porque pocas semanas después de esa nota, Pablo se murió en un accidente doméstico. Tenía 29 años y un pasaje para ir a cubrir el festival de Woodstock. Lo recuerdo como un fotógrafo fantástico pero, sobre todo, como un tipo entrañable. Por ejemplo, por la calidez con la que hablaba con sus amigos cuando lo llamaban al celular.
Esa fue la primera de varias notas que hice con La Chilinga, que justamente hoy cumple su primer cuarto de siglo. Bautizado en honor a “Chinga Chilinga”, un tema de Rubén Rada. Sus tambores fueron el alma de “Verano del ‘92”, uno de los hits que transformaron a Los Piojos en un grupo masivo. Pero su búsqueda estética fue a la par de un proyecto académico, cultural y social.
Unos meses antes de conocerlos, había estado de viaje en Salvador de Bahía, así que sentí una conexión especial cuando en su primer disco (diseñado por Jimena Díaz Ferreira, que tenía unas canica en cajita plástica que lo transformaban en unshaker) descubrí que incluían cantos dedicados a los orixás, deidades religiosas de origen africano. Más allá de los ritmos, lo que ponía en juego La Chilinga era un enlace cultural de madera y cuero, con una cierta ambición antropológica. Un puente entre las murgas porteñas, el candombe, los ritmos brasileños y cubanos, con el tambor como hilo conductor. No es casual que, varios años después, hicieran un disco cuyo contorno reproducía la silueta del continente Negro. El tambor representaba un modo de expresión vinculado a la cultura rock (un universo que iba de los Rolling Stones a Bob Marley) y a la lucha por los derechos humanos, con figuras como Eduardo Galeano y Juan Gelman como estandartes.
En ese bloque inicial estaban, entre otros, Pol Neiman, Ropi Herraz, Raulo Giberman, en Negro Ruiz, Maru Di Giovanni, el Changuito Farías Gómez, Chula Molinari, Iván Yeremieff, y Javo Kupinski, que tenía a su cargo La Chilinguita, las divisiones inferiores de la Academia del Tambor.
Unos meses después, me invitaron a acompañarlos a un festival de producciones independientes en Azul, provincia de Buenos Aires. Faltaba poco para que llegue el verano y paramos en un camping semiabandonado, con un río seco que le daba un aspecto bastante sórdido. Con Pol Neiman, en el centro de la ciudad, vivimos una escena que parecía salida de una película de David Lynch: dos ancianas atendían lo que parecía una mercería abandonada. Entramos a ese local donde no había más que cajas forradas con paisajes sacados de algunas revistas y tuvimos una breve conversación con las viejitas, que nos contaron que no tenían nada para vender, pero que les gustaba cómo lucía esa decoración. Nos quedamos descolocados y nos fuimos. Aunque pasaron más de dos décadas, ese recuerdo permanece, inquietante y onírico, como un episodio de La Dimensión Desconocida. Al regreso, el micro que nos traía se quedó en la ruta y en esa escala, obligada e inesperada, empezaron un par de historias de amor.
La Chilinga había grabado algunos separadores para El Aguante, el programa que retrató la mística
El grupo propuso un cruce entre la tradición del tambor, la cultura rock y los derechos humanosdel tablón y el vínculo entre las hinchadas y el rock. Y como Dani Buira, su líder, era (es) hincha de Independiente, siempre encontrábamos el momento para meter alguna chicana futbolera en las notas.
En enero de 2003, La Chilinga compartió el cartel de un festival en Mar del Plata con Divididos y Spinetta. La Chilinga cerró la velada, con un show entre el público. Cuando terminó el show, Dani se sacó su camiseta roja de La Chilinga, con el diseño de la portada de su segundo disco, Viejos Dioses. Estaba empapada y me la regaló. Por mandato paterno-recinguista, el rojo era un color que había estado fuera de mi vestuario en mis 24 años de vida. Pero sentí tanto afecto en ese obsequio que rompí la absurda tradición. Más allá de los conciertos, hay algo que me emociona a lo largo de todos estos años: encontrarme con La Chilinga cada 24 de Marzo, animando cada marcha con sus tambores que resuenan en el Día de la Memoria. Un acto consecuente que se replica en esa olla popular que organizan, todos los sábados, frente a la estación de El Palomar. ¡Qué nunca callen los tambores!
H. I

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