El día que Woody Allen no pudo ser Chejov
Había visto una adaptación de Tío Vania y lo tentó la idea “de hacerse pasar por un dramaturgo ruso”
Formo parte del subgrupo fiel que vio y ve todas sus películas, encantado por su tono, aunque a veces lo desconcierte algún paso en falso. Allen no se incluiría en ese lote –si se le sigue el hilo a A propósito de nada, su reciente autobiografía–: como un ogro cómico, el neoyorquino se critica como cineasta de manera tan fulminante que no es difícil imaginarlo fundando por ahí un club de detractores clandestinos.
La desilusión con algunas películas son en todo caso pasajeras porque se sabe que la revancha asoma en el horizonte. La certeza de que cada año habría una película suya, enfundada siempre en un jazz a la Bechet, es –o, mejor, era– una de sus magias parciales. Ese eterno retorno se vio interrumpido, como se sabe, en 2018 por los coletazos del Metoo. El paréntesis hizo notar súbitamente que esos films, que parecían tan regulares como el agua o el aire, no eran un engranaje de la naturaleza y permitió entrever que, por mucho que nos hayamos habituado a su aparente inevitabilidad, algún día no habrá más cintas de Woody Allen. Mientras tanto A Rainy Day in New York, de 2019, fue condenada al ostracismo, un destino que también puede correr la flamante Rifkin’s Festival (sobre todo tras las declaraciones de la actriz Elena Anaya, que respetuosamente acaba de contar cómo sufrió la manera de dirigir del neoyorquino).
Las reseñas sobre A propósito de nada indicaron que, más que una autobiografía, el libro es un artefacto ideado para refutar, con la coartada de contar la propia vida, las acusaciones de abuso que la justicia en su momento desestimó y que él considera lisa y llanamente una invención digitada por Mia Farrow. El tema y la relación con su ex pareja –se ha hablado de ello en otras notas y no se abundará aquí– se llevan un porcentaje decisivo del volumen. Las reflexiones sobre su propio oficio, en cambio, son menos amplias de lo que le gustaría a un viejo seguidor de sus películas. Las que figuran, por fuera de las largas enumeraciones de las personas con que trabajó, ayudan sin embargo con unas pocas pinceladas a mostrar en qué se distingue Allen de tantos cineastas al por mayor.
Una de sus insistencias es deshacer su fama de intelectual, que a su entender se debe a su aspecto físico y sus lentes, y, en todo caso, a una eventual coartada de seducción antes que a un interés real. A Allen, criado en una familia judía de Brooklyn, le interesaban los deportes, la radio, los letristas del Tin Pan Alley, los gánsters. Que alguien sin embargo pueda nombrar al pasar como lecturas indiscriminadas a Kafka, Hemingway o Thomas Mann (y se defienda diciendo que no leyó Ulises, ni el Quijote, ni Lolita) no dice tanto de su solapada voracidad como de un hecho: que en otros tiempos tener un poco de cultura general no era tan estrambótico. Del mismo modo puede entenderse su exploración de la música clásica a la par del jazz. Sus gustos en cine van por el mismo lado, aunque diga preferir a Chaplin antes que a Buster Keaton. Su admiración por Ingmar Bergman alcanzó a rozar la copia (en La otra mujer), pero no llegó a tanto como para aceptar la invitación del director sueco a que lo visitara en las alejadísimas islas Faro, donde vivía.
De las películas propias prefiere Stardust Memories y Maridos y esposas. Contra todo, una de las anécdotas más reveladoras sobre su trabajo de cineasta es lo que dice de Septiembre (1987). Cuenta Woody Allen que había visto una adaptación para cine de Tío Vania, la obra teatral de Chejov, y lo tentó la idea “de hacerse pasar por un dramaturgo ruso”. “Hice todo lo que Chejov habría hecho –anota–, pero omití un elemento esencial e incuantificable: la genialidad”. Septiembre forma parte del ala menos vista de su filmografía, y las peripecias del set muestran las resoluciones extremas que el director era capaz de tomar. Christopher Walken, uno de los protagonistas masculinos, no le encontraba la vuelta al personaje (“renunció de la más manera más amable y caballeresca”) y fue reemplazado por Sam Shepard. Terminado el trabajo, el director llegó a la conclusión de que ningún montaje podía salvar el resultado y, “en un rapto de arrogante demencia”, decidió que la rodaría de nuevo… con un elenco casi por completo distinto. Es la película que hoy conocemos y prueba, según su implacable gestor, de que no hay manera de salvar un guión defectuoso. “A todas mis películas les vendría bien un segundo intento”, dice Woody Allen sobre la posterior Poderosa Afrodita. “No me dedico a producir éxitos, sino los mejores filmes que pueda”, reflexiona, convencido del triunfo que significa que nunca un productor haya podido meter mano en su corte final. Esa independencia, ¿no es al fin de cuenta la gracia indescifrable de sus películas?
P. B. R.
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