domingo, 18 de octubre de 2020

NO SON DOS ....ES UN LABERINTO LAMENTABLE


La Argentina, entre dos modelos de país





Héctor M. Guyot


En el Coloquio de IDEA, mientras Alberto Fernández hablaba, un empresario describió con sencillez y claridad el nudo que hoy ata al país a una perspectiva inquietante. “El Presidente dice cosas que Cristina contradice. El problema de desconfianza es que él no se planta frente a Cristina Fernández. Parece que manda ella. Por eso no le puedo creer”, escribió en el muro virtual.
Por esta evidencia, los dos modelos de país que hoy aparecen enfrentados en la Argentina no encuentran una zona donde tramitar sus diferencias. Ante la gravedad de la crisis, se multiplican las voces que piden un acuerdo sectorial amplio desde donde impulsar un plan. Pocos pondrían en duda la necesidad de una hoja de ruta acordada. Si hubiera la posibilidad de un diálogo constructivo entre las posiciones encontradas, ya estaríamos transitando la etapa de la cura. Pero hemos olvidado de qué se trata eso. Además, el problema aquí es mayor: uno de los dos modelos de país en disputa, el que encarna el oficialismo, espera que al sentarse a la mesa el otro claudique y firme su acta de defunción.
No estamos ante una trampa, porque el Gobierno muestra sus intenciones en sus actos y hasta las pone en palabras. Un ejemplo de lo primero es la creación del Observatorio de la Desinformación y la Violencia Simbólica en Medios y Plataformas Digitales (Nodio), un organismo de concepción totalitaria y nombre orwelliano con el que el kirchnerismo renueva su ambición de acallar a la prensa. Un ejemplo de lo segundo lo dio el mismo Presidente: “La seguridad jurídica que ustedes reclaman merece jueces dignos y probos, pasar por el Senado y ser designados por el Poder Ejecutivo”, dijo ante los empresarios de IDEA, en alusión al caso de los camaristas bruglia, bertuzzi y Castelli. Un modo de recordar que es el mismo Presidente quien despejará la escena de magistrados que no entiendan que la docena de causas que desvelan a la vicepresidenta son producto del lawfare.
Es aquí donde se enfrentan estas dos concepciones. ¿La vida de los argentinos se va a regir de acuerdo con lo que dicta la ley o según la voluntad de quien se encuentra en la cima del poder? Desde cierta perspectiva, la pregunta nos acompaña desde hace un siglo y todavía no la pudimos resolver. Acaso ahora, que los tantos están claros, tengamos alguna chance. El gran desafío del presente es cómo responderla correctamente sin perecer en el intento.
El lunes salieron a la calle aquellos que anhelan una democracia republicana. Los carteles y las consignas giraban alrededor de los valores del Estado de Derecho: división de poderes, Justicia independiente, libertad. El Presidente y los funcionarios que se manifestaron despectivamente deberían escuchar esos reclamos aunque adscriban a otros valores, en vez de llamar odiadores a quienes señalan el odio que el kirchnerismo inoculó en la sociedad para beneficiarse de la división. Fue una multitud heterogénea, que se multiplicó a lo largo del país y que salió a la calle por su cuenta, sin identificaciones partidarias. Ciudadanos autónomos que quieren seguir siéndolo. En su mayoría, de clase media, pero no solo. Posiblemente no estarían en contra de la idea de que la libertad puede y debe conjugarse con la igualdad.
El otro país es en buena medida el último modelo de aquel que nos trajo hasta aquí. Se basa en un caudillo que encarna la esencia de la patria o del pueblo, de cuya veneración se alimenta y al que seduce con un relato que divide a la sociedad entre los buenos y los réprobos. Su voluntad entra en pugna con la ley y divorcia fondo y forma. La democracia queda reducida a un ritual vacío. El caudillo se traga el Congreso y confunde el Estado con su gobierno a tal punto que, tras repartir la torta al uso corporativo y de espaldas al pueblo, se queda con la tajada más grande. Vive del voto cautivo de aquellos que dependen de los planes y los subsidios. Ha hecho del pobre su capital electoral. No quiere ciudadanos sino una población sumisa, con la que establece una relación paternalista.
La historia nos condena. Posiblemente la mayor parte de los gobiernos argentinos haya tenido, en dosis variadas, elementos de uno y otro modelo. Tal vez la fuerza del republicanismo popular que los banderazos han revelado se deba a que el segundo modelo, el populista, con su desdén por la ley, ha prevalecido la mayor parte del tiempo y ha terminado por formatear nuestro sistema político, económico y social. A la luz de los resultados, quizás esté naciendo una verdadera voluntad de cambio.
En medio de los estragos de la pandemia, las cosas no están como para que estos dos países lleven la confrontación al extremo. A la hora de sentarse a una mesa, todos deben conceder algo. Pero antes, el Gobierno (o el peronismo todo) debe arreglar un conflicto interno, el nudo que hoy nos ata al abismo. Sin eso, las condiciones para el diálogo se esfuman. Nadie en sus cabales se inmola voluntariamente.

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