¿De qué pueblo están hablando?
Loris Zanatta
“Le quiero pedir perdón al pueblo de Venezuela”, tronó Hebe de Bonafini. ¿Qué pueblo? Tosco pero inspirado, cruel pero sentimental, le hizo eco Diosdado Cabello: “El pueblo es tan noble que aguanta y respira profundo”. ¿Qué pueblo? El jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, superó a todos: “Los argentinos que se manifestaron no son el pueblo”. Nuevamente: ¿qué pueblo? ¿De qué pueblo están hablando? ¿Con qué derecho? Me recuerdan la escena épica de una película italiana en la que Alberto Sordi interpreta a un pobre carbonero convertido en marqués del Grillo: “Porque yo soy yo y ustedes no son nada”, les explica a sus enemigos mientras los envía a la cárcel. El lenguaje sería más colorido, pero nos entendimos.
Esta es la “cultura” política peronista, más viva que nunca, arrogante como siempre: nosotros somos el pueblo y ustedes no son nada. ¿Fascismo? ¡Qué va!: fascistas son los demás. ¿Populismo?, “popular”, please. Sin embargo, estas frases son puro fascismo, populismo de dieciocho quilates: el pueblo es uno y somos nosotros. Ein volk, ein Reich. ¿Por qué no “ein Führer”? Así es en la Argentina; así, en Venezuela y en otros lugares. No en Cuba, porque el “no pueblo”, en ese caso, está en Miami, en Madrid, entre rejas, en el cementerio. Nada nuevo, dirán. Pero este es el punto: el peronismo es incapaz de reflexionar sobre sí mismo, de mirarse al espejo y ver arrugas, moscas, defectos. Se desgarra por el poder, pero nunca por la doctrina, la identidad, la cultura: ¿cómo podría, si es una Iglesia, si se cree una religión? ¿La “religión de la patria”, la “fe del pueblo”? ¿Qué pueblo?
Todo esto es incompatible con cualquier noción de democracia, por minimalista que sea; choca con el pluralismo, la división de poderes, las libertades civiles. ¿Qué queda de ellos si el pueblo es uno y alguien tiene su monopolio? ¿Qué poder, qué derechos, qué legitimidad tendrán quienes no son pueblo? En democracia no hay “un” pueblo y lo que hay, el pueblo soberano, está sancionado por el pacto constitucional, no por una “identidad” etérea que lo precede, por una vaga “cultura” que lo marca de por vida. Es esta “cultura” la que hace que el Presidente diga, como si nada, cosas que ningún presidente democrático debería siquiera pensar: “Mi principal objetivo es lograr que todos juntos impidamos el regreso del conservadurismo al gobierno”. ¿“Todos” quiénes? ¿El pueblo? ¿Qué pueblo?
Lo peor, sin embargo, es que esta visión de la historia como eterna lucha entre un pueblo puro y sus enemigos impuros goza de excelente salud. ¡Incluso en los pisos superiores! La encíclica Fratelli tutti la acaba de reiterar. Menciona al pueblo 58 veces y siempre para exaltarlo. ¿Qué pueblo? El pueblo es un “nosotros”, explica bergoglio, en el que debemos “constituirnos”, más fuerte “que la suma de pequeñas individualidades”, ya que “el todo es más que las partes”. Es un pueblo “mítico”, “una identidad común”. No es un vínculo racional entre diferentes, sino una fusión natural entre iguales, por no decir “idénticos”, dada la obsesión por la identidad. Por eso el Papa menciona siempre el pueblo como si fuera uno y una su cultura. Ernesto Laclau, padre de la “razón populista”, numen de peronistas y chavistas, tótem de Podemos, no podría haberlo dicho mejor. Por otra parte, le debía más él a la teología del pueblo que la teología del pueblo a él.
La encíclica distingue entre popularismo y populismo, pero es un truco lexical. Un poco gastado, en realidad. No lo dice pero se deduce: populistas son Trump, bolsonaro, Le Pen, Salvini; populares son Perón, Chávez, Morales, Iglesias. No es que el Papa sea chavista o algo por el estilo, no trivialicemos. De hecho, para evitar malos entendidos enuncia principios que cualquier liberal suscribiría: que la sociedad sea “pluralista” y el debate “racional”, que la asistencia social sea “transitoria” y el pueblo “abierto”. Pero no se puede borrar con el codo lo que la mano escribió mil veces: su idea orgánica, identitaria del pueblo es la esencia misma del populismo, evidente tanto para quienes lo aborrecemos como para quienes lo defienden.
¿Resultado? El “nosotros” genera el “ellos”, las buenas intenciones del Pontífice se traducen en la violencia verbal de un Cafiero, en aquella criminal de un Cabello. “En los sectores acomodados de muchos países pobres –según la encíclica–, y a veces en quienes han logrado salir de la pobreza, se advierte la incapacidad de aceptar características y procesos propios, cayendo en un menosprecio de la propia identidad cultural”. Es decir, solo los pobres encarnan la cultura del pueblo. Quienes se alejan de ella, quienes la interpretan a su manera, quienes prefieren otros hábitos culturales o cambian muchos son “clases coloniales” culpables de traicionar al pueblo. Enemigos, en fin.
La sacralización del pueblo transforma sin quererlo la dialéctica política de las democracias en la guerra religiosa de los populismos. Y la guerra religiosa se llama grieta, es una ruptura irremediable entre devotos y herejes, pueblo y antipueblo. La mitad del país pretende privar de la ciudadanía moral a la otra mitad que –¿cómo evitarlo?– hace lo mismo a la inversa. El problema no debería ser adherirse a una cultura para ser pueblo, sino aceptar que todos lo son sin importar las diferencias culturales. De lo contrario, el reclamo de homogeneidad desencadenará luchas fratricidas. ¿Cómo no haberlo aprendido, todavía?
La encíclica sostiene que “el intento por hacer desaparecer del lenguaje esta categoría”, el pueblo, “podría llevar a eliminar la misma palabra ‘democracia’”. Pero el opuesto es verdad: no hay totalitarismo que no haya abusado de la palabra pueblo. Dejémosla en paz, de una vez.
La sacralización del pueblo transforma sin quererlo la dialéctica política de las democracias en la guerra religiosa de los populismos
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