Quino
Adiós al genial papá de Mafalda
Joaquín Salvador Lavado logró que su arte llegara a lectores de todos los ámbitos
Quino, murió , a los 88 años, por una descompensación, producto de una serie de problemas preexistentes que lo fueron deteriorando. No hay en este momento generación en una treintena de países que no llore la pérdida de uno de los autores argentinos más traducidos a otros idiomas (hay versiones hasta en braille), junto con Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato y Julio Cortázar. Que Mafalda se quedó desconsoladamente huérfana es hoy el lugar común más triste del mundo.
El personaje más famoso de Quino, quien entre otros premios había recibido el Príncipe de Asturias, educó la sensibilidad de varias generaciones y siguió el pulso de los acontecimientos de la Argentina y del mundo. Lloraron su pérdida personalidades de todos los ámbitos (desde el escritor español Fernando Aramburu y Manu Ginóbili hasta el presidente Alberto Fernández y su antecesor Mauricio Macri) y, sobre todo, la enorme legión de lectores que conquistó.
“Mis dibujos son políticos, pero en relación con situaciones humanas más que políticas en sí” ”Viendo las cosas que hice en todos estos años me doy cuenta de que digo siempre las mismas cosas, y siguen vigentes. Eso es lo terrible” ”Mafalda me echó a perder como dibujante”
Iba al cine solo desde los ocho años y tomaba vino con soda desde los seis. Pero no tenía televisor ni le gustaba jugar al fútbol, mucho menos escalar sus montañas mendocinas o salir con chicas. Reservado y solitario desde los días en que se acostaba de panza sobre la mesa de la cocina para llenarla de dibujos a condición de borrar luego todo con lavandina, nunca dejó que los estímulos del mundo real le quitaran demasiado tiempo a su mundo de puntos y rayas sobre papel en el que era tan feliz. En su casa de Guaymallén se hablaba únicamente el andaluz de origen de la familia. La casa era alquilada porque el sueldo de su padre, como jefe de la sección de bazar y menaje de una tienda, no alcanzaba para autos, electrodomésticos ni ningún otro lujo semejante. Pero nunca faltaron la Billiken ni las carnosas, imposibles “chicas Divito” disparando fantasías desde la tapa de la Rico Tipo.
Era en ese contexto en el que Quino se negaba a crecer. “Cada vez que me ponía los zapatos y notaba que me quedaban chicos me agarraba una desesperación enorme. Yo no queríasergrande.medabacuentade que era una porquería eso. Cuando sos chico son los otros los que piensan en uno, te cuidan”. Sospechaba ya su inminente tragedia personal: en poco tiempo murieron su abuelo, su madre –de un cáncer que la había postrado por dos años– y su padre.
Vistió luto entre los 10 y los 18, y no pudo terminar el secundario. Pero la primaria en la escuela Guillermo Cano fue su propia universidad: “Tenía que dibujarme todos los mapas, los accidentes geográficos, los ríos y hasta los huesos del cuerpo humano”, recordaba. La rigurosidad viró hacia una obsesión por los detalles que lo acompañaría toda su carrera, y llegaría a ponerlo a la par de los monstruos de la caricatura a quienes siempre había admirado: Sempé,
Jean-maurice Bosc, Harvec, Faizant, Claude Serre o Chaval.
A las puertas de sus dibujos Quino les hacía manijas, bisagras y hasta tornillos, y era capaz de irse hasta un almacén a estudiar el mecanismo de una máquina de cortar fiambre antes de sentarse a trazarla sobre un papel. “Es de una exigencia casi maniática –contó su exeditor Daniel Divinsky–. En medio de la noche se le ocurre algo y lo apunta con una lapicera de luz. Por sus problemas
Daniel Divinsky. “Era un compañero de vida”
de presión ocular empezó a dibujar con menos minuciosidad, pero cuando puede le gusta hacer esos fondos maravillosos, esos diplomas de odontólogos que hay que mirar con lupa porque de pronto ahí se lee el nombre de su dentista particular, que además es su amiga”.
Una de sus mayores fuentes de recursos fue el nazismo. Le ensombreció la infancia en ese hogar de padres republicanos y abuelos comunistas en el que había nacido, y lo atormentó cuando se vio obligado a hacer, precisamente vistiendo uniforme nazi, el servicio militar. “Pasaba el tiempo dibujando al equipo de polo de los oficiales, llamado Los Guanacos. El resto del día lo sufría tratando de entender por qué me hacían regar un campo entero con una latita de tomates”. La Biblia fue su otro semillero de inspiración. Criado con protocolo anticlerical y dudando hasta entrados sus ochenta años sobre si era agnóstico o ateo, tenía su propia colección de ejemplares santos: protestantes, judías, en miniatura y hasta un par “tomadas prestadas” de alguna mesa de luz de hotel. “Si vas a un museo y no leíste una Biblia no sabés lo que estás mirando. El 80% de los cuadros son de temas bíblicos”.
Cuando, a los 22 años, dejó Mendoza para venirse a vivir a una pensión de Buenos Aires apenas si soñaba con convertirse en ayudante de sus ídolos locales Divito y Lino Palacio. El creador de Bómbolo y Pochita Morfoni tardó en recibirlo personalmente, pero accedía a corregir los dibujos que un joven Quino le acercaba a su asistente. Los primeros los publicó la revista Esto Es en el año 54. Luego comenzó a alternar sus viñetas con las de Carlos Garaycochea en Qué. Siguieron Vea y Lea, Damas y Damitas, TV Guía, Panorama, Adán, Rico Tipo, Dr. Merengue y Tía Vicenta. En Siete Días, el 25 de junio de 1973, salió Mafalda por última vez.
La niña terrible y universal –a la que al principio tenía que calcar sobre una ventana porque nunca le salía igual– había nacido de casualidad en 1964 para publicitar un electrodoméstico. Aunque alcanzó el mérito de ser una de las dos argentinas más reconocidas a nivel internacional junto con Eva Perón, Quino mantenía con ella una declarada relación de amor-odio. Cuando dejó de hacerla respiró aliviado y recuperó el oficio perdido porque, decía, la pequeña de cabello voluminoso lo había echado a perder como dibujante. “Mafalda es el personaje que me hizo famoso. A veces le tengo cariño, otras veces le tengo rabia (…) Los días más felices los pasé cuando no tuve que dibujarla”. Aun así, sus lectores no pensaban lo mismo: ayer le dejaban flores a Mafalda en su monumento de San Telmo.
Bastante arisco para entrevistas y honores, el globo de diálogo de una Mafaldita que tenía colgada en su casa terminaba de definirlo: “Lo malo de los reportajes es que uno tiene que contestarle en el momento a un periodista lo que uno no supo contestarse a sí mismo en toda su vida”.
Un severo glaucoma que lo había alejado del dibujo, problemas de ciática, dolores en las rodillas, una serie de infecciones bronquiales y otros achaques de la edad lo tenían muy cansado desde hacía unos años. “Uno va sintiendo el peso y las limitaciones físicas.
Jean-maurice Bosc, Harvec, Faizant, Claude Serre o Chaval.
A las puertas de sus dibujos Quino les hacía manijas, bisagras y hasta tornillos, y era capaz de irse hasta un almacén a estudiar el mecanismo de una máquina de cortar fiambre antes de sentarse a trazarla sobre un papel. “Es de una exigencia casi maniática –contó su exeditor Daniel Divinsky–. En medio de la noche se le ocurre algo y lo apunta con una lapicera de luz. Por sus problemas
Daniel Divinsky. “Era un compañero de vida”
de presión ocular empezó a dibujar con menos minuciosidad, pero cuando puede le gusta hacer esos fondos maravillosos, esos diplomas de odontólogos que hay que mirar con lupa porque de pronto ahí se lee el nombre de su dentista particular, que además es su amiga”.
Una de sus mayores fuentes de recursos fue el nazismo. Le ensombreció la infancia en ese hogar de padres republicanos y abuelos comunistas en el que había nacido, y lo atormentó cuando se vio obligado a hacer, precisamente vistiendo uniforme nazi, el servicio militar. “Pasaba el tiempo dibujando al equipo de polo de los oficiales, llamado Los Guanacos. El resto del día lo sufría tratando de entender por qué me hacían regar un campo entero con una latita de tomates”. La Biblia fue su otro semillero de inspiración. Criado con protocolo anticlerical y dudando hasta entrados sus ochenta años sobre si era agnóstico o ateo, tenía su propia colección de ejemplares santos: protestantes, judías, en miniatura y hasta un par “tomadas prestadas” de alguna mesa de luz de hotel. “Si vas a un museo y no leíste una Biblia no sabés lo que estás mirando. El 80% de los cuadros son de temas bíblicos”.
Cuando, a los 22 años, dejó Mendoza para venirse a vivir a una pensión de Buenos Aires apenas si soñaba con convertirse en ayudante de sus ídolos locales Divito y Lino Palacio. El creador de Bómbolo y Pochita Morfoni tardó en recibirlo personalmente, pero accedía a corregir los dibujos que un joven Quino le acercaba a su asistente. Los primeros los publicó la revista Esto Es en el año 54. Luego comenzó a alternar sus viñetas con las de Carlos Garaycochea en Qué. Siguieron Vea y Lea, Damas y Damitas, TV Guía, Panorama, Adán, Rico Tipo, Dr. Merengue y Tía Vicenta. En Siete Días, el 25 de junio de 1973, salió Mafalda por última vez.
La niña terrible y universal –a la que al principio tenía que calcar sobre una ventana porque nunca le salía igual– había nacido de casualidad en 1964 para publicitar un electrodoméstico. Aunque alcanzó el mérito de ser una de las dos argentinas más reconocidas a nivel internacional junto con Eva Perón, Quino mantenía con ella una declarada relación de amor-odio. Cuando dejó de hacerla respiró aliviado y recuperó el oficio perdido porque, decía, la pequeña de cabello voluminoso lo había echado a perder como dibujante. “Mafalda es el personaje que me hizo famoso. A veces le tengo cariño, otras veces le tengo rabia (…) Los días más felices los pasé cuando no tuve que dibujarla”. Aun así, sus lectores no pensaban lo mismo: ayer le dejaban flores a Mafalda en su monumento de San Telmo.
Bastante arisco para entrevistas y honores, el globo de diálogo de una Mafaldita que tenía colgada en su casa terminaba de definirlo: “Lo malo de los reportajes es que uno tiene que contestarle en el momento a un periodista lo que uno no supo contestarse a sí mismo en toda su vida”.
Un severo glaucoma que lo había alejado del dibujo, problemas de ciática, dolores en las rodillas, una serie de infecciones bronquiales y otros achaques de la edad lo tenían muy cansado desde hacía unos años. “Uno va sintiendo el peso y las limitaciones físicas.
No pasan los años, se te quedan en el cuerpo”, dijo con enojo resignado cuando cumplió los 80. Por entonces había empezado a hacer las paces con Mafalda y a ironizar con su propio epitafio: “Que no supo vivir”. Fue así, aclaraba, porque siempre se había tomado su trabajo como un ortodoxo se toma una religión. Antes de la muerte de su mujer y compañera de toda la vida, Alicia Colombo, a quien llamaba “Monito”, pasaban el año entre sus casas de Buenos Aires y Madrid. Entonces, ya muy mayor, paseaba mucho por el Parque del Retiro, pero su favorita era la Plaza de la Paja del barrio de los Austrias: “En las tardes de invierno en que hace mucho frío tiene un sol buenísimo que te entibia todo el cuerpo y el cielo está con un color limpísimo. Me gustan también los anocheceres de Madrid con su tragedia espantosa”.
En octubre de 2014, pero en Oviedo, recibió de manos del rey Felipe VI el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Quino iba en silla de ruedas y no pronunció discurso. Felipe de Borbón habló por él: “Es la primera vez que nuestros galardones reconocen a un dibujante y lo hacen premiando la obra de un hombre que trabaja, según él afirma, para que el mundo vaya del lado de los buenos”. Pocos meses antes había dejado inaugurada con su presencia la 40ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. En una sala Jorge Luis Borges atestada de público que lo ovacionó de pie, cansado pero dispuesto, dijo: “A partir de hoy me voy a tener un respeto increíble”.
En los últimos años había accedido a asistir solo a un par de eventos importantes: en enero de 2015, en Santiago de Chile recibió de manos de Michelle Bachelet la Orden al Mérito Artístico y Cultural Pablo Neruda. Fue su sobrino Guillermo Lavado, músico residente en la capital chilena, quien lo trasladó en su silla de ruedas y lo acompañó durante una ceremonia que se le hizo cuesta arriba más allá de aplausos y condecoraciones. Pero ese mismo año no dudó en ir al Museo del Humor de Costanera Sur para participar junto a Carlos Garaycochea, Hermenegildo Sábat y Sendra de una manifestación y posterior conferencia en repudio al atentado a la redacción de la revista Charlie Hebdo que les costó la vida a varios de sus admirados colegas. Dos de ellos, Georges Wolinski y Jean Cabut, habían tenido la deferencia de parodiar a Mafalda cuando cumplió 40 años.
Llevaba mucho tiempo viviendo en Mendoza, casa por medio de la de uno de sus sobrinos. Ahí lo cuidaban. Solamente accedió a salir para un último homenaje, en noviembre del año pasado, cuando le Universidad de Cuyo le dio el título Doctor Honoris Causa. Lo acompañó su editora Kuki Miller. La gran paradoja del maestro de dibujantes, hombre tranquilo que fue forzado a la fama por su propio genio y por la evolución de sus entrañables personajes, se refleja en una anécdota sencilla y espontánea que alguna vez contó: “Estaba en un cine de Madrid haciendo la cola para ver una película y unas chicas españolitas decían: ‘Mira, que van a dar la Mafalda, qué bueno’. Yo les dije que no vayan a verla porque era un plomo. ‘¿Y tú qué sabes?’, me contestaron”.
Triste y consternado, Daniel Divinsky anunció primero por Twitter la muerte de Quino, su amigo de toda la vida y compañero de aventuras por el mundo. “Se murió Quino. Toda la gente buena en el país y en el mundo lo llorará”. El editor histórico del creador de Mafalda y uno de los fundadores de Ediciones De la Flor, junto con Kuki Miller, consideraba a Quino parte de su familia. Compartieron viajes por trabajo y por placer. Quino les tenía tanto confianza a los editores de De la Flor (que desde la salida de Divinsky, en 2015, quedó a cargo de Miller, su exesposa) que nunca aceptó las ofertas tentadoras de los grandes grupos editoriales para llevarse su obra completa a un sello internacional.
“Quino era mucho más que un autor de la casa, como se suele decir. Más que un amigo de esos con los que uno se cuenta intimidades, Quino era un compañero de vida. Salíamos juntos, tomábamos vacaciones en familia. Había una relación de confianza tan grande que hasta pude tener la audacia de reemplazarlo hace varios años en una entrevista pública en Tucumán: él estaba disfónico y no podía hablar y yo di las respuestas que él hubiera dado mientras lo veía asentir con la cabeza porque era exactamente lo que él pensaba. Creo que lo conocía tan bien que podía decir lo que él hubiera dicho”, contó Divinsky.
“Entre los viajes que compartimos, uno exótico fue el que hicimos a la isla de Pascua cuando todavía no era un destino muy habitual, y desde ahí viajamos a Tahití. Fue inolvidable desde todo punto de vista. También fuimos una vez de vacaciones a República Dominicana. Convivimos todo el tiempo, era una relación entrañable en todo sentido. Superaba todo lo que tenía que ver con la edición de sus libros. Mafalda lo acompañaba siempre porque la gente le pedía dibujos y autógrafos a donde fuera. Tanto que en un momento quedó prohibido hablar de Mafalda en las conversaciones amistosas. Ya estaba aburrido de ese tema. Ya en los últimos años, cuando iba a la Feria del Libro y ya no podía dibujar. Por sus problemas con la vista, solo firmaba.
“Estuve con él a fines de enero en Mendoza, donde vivía. Y estoy siempre en contacto con sus sobrinos Diego y Julieta, que es su representante. Lo internaron la semana pasada por un accidente cerebrovascular, del cual no se recuperó. Estuve pensando toda la mañana cómo despedirme y creo que lo mejor es lo que ya dije: fue un gran compañero de vida”, concluyó ayer Divinsky.
S. D. I.
En octubre de 2014, pero en Oviedo, recibió de manos del rey Felipe VI el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Quino iba en silla de ruedas y no pronunció discurso. Felipe de Borbón habló por él: “Es la primera vez que nuestros galardones reconocen a un dibujante y lo hacen premiando la obra de un hombre que trabaja, según él afirma, para que el mundo vaya del lado de los buenos”. Pocos meses antes había dejado inaugurada con su presencia la 40ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. En una sala Jorge Luis Borges atestada de público que lo ovacionó de pie, cansado pero dispuesto, dijo: “A partir de hoy me voy a tener un respeto increíble”.
En los últimos años había accedido a asistir solo a un par de eventos importantes: en enero de 2015, en Santiago de Chile recibió de manos de Michelle Bachelet la Orden al Mérito Artístico y Cultural Pablo Neruda. Fue su sobrino Guillermo Lavado, músico residente en la capital chilena, quien lo trasladó en su silla de ruedas y lo acompañó durante una ceremonia que se le hizo cuesta arriba más allá de aplausos y condecoraciones. Pero ese mismo año no dudó en ir al Museo del Humor de Costanera Sur para participar junto a Carlos Garaycochea, Hermenegildo Sábat y Sendra de una manifestación y posterior conferencia en repudio al atentado a la redacción de la revista Charlie Hebdo que les costó la vida a varios de sus admirados colegas. Dos de ellos, Georges Wolinski y Jean Cabut, habían tenido la deferencia de parodiar a Mafalda cuando cumplió 40 años.
Llevaba mucho tiempo viviendo en Mendoza, casa por medio de la de uno de sus sobrinos. Ahí lo cuidaban. Solamente accedió a salir para un último homenaje, en noviembre del año pasado, cuando le Universidad de Cuyo le dio el título Doctor Honoris Causa. Lo acompañó su editora Kuki Miller. La gran paradoja del maestro de dibujantes, hombre tranquilo que fue forzado a la fama por su propio genio y por la evolución de sus entrañables personajes, se refleja en una anécdota sencilla y espontánea que alguna vez contó: “Estaba en un cine de Madrid haciendo la cola para ver una película y unas chicas españolitas decían: ‘Mira, que van a dar la Mafalda, qué bueno’. Yo les dije que no vayan a verla porque era un plomo. ‘¿Y tú qué sabes?’, me contestaron”.
Triste y consternado, Daniel Divinsky anunció primero por Twitter la muerte de Quino, su amigo de toda la vida y compañero de aventuras por el mundo. “Se murió Quino. Toda la gente buena en el país y en el mundo lo llorará”. El editor histórico del creador de Mafalda y uno de los fundadores de Ediciones De la Flor, junto con Kuki Miller, consideraba a Quino parte de su familia. Compartieron viajes por trabajo y por placer. Quino les tenía tanto confianza a los editores de De la Flor (que desde la salida de Divinsky, en 2015, quedó a cargo de Miller, su exesposa) que nunca aceptó las ofertas tentadoras de los grandes grupos editoriales para llevarse su obra completa a un sello internacional.
“Quino era mucho más que un autor de la casa, como se suele decir. Más que un amigo de esos con los que uno se cuenta intimidades, Quino era un compañero de vida. Salíamos juntos, tomábamos vacaciones en familia. Había una relación de confianza tan grande que hasta pude tener la audacia de reemplazarlo hace varios años en una entrevista pública en Tucumán: él estaba disfónico y no podía hablar y yo di las respuestas que él hubiera dado mientras lo veía asentir con la cabeza porque era exactamente lo que él pensaba. Creo que lo conocía tan bien que podía decir lo que él hubiera dicho”, contó Divinsky.
“Entre los viajes que compartimos, uno exótico fue el que hicimos a la isla de Pascua cuando todavía no era un destino muy habitual, y desde ahí viajamos a Tahití. Fue inolvidable desde todo punto de vista. También fuimos una vez de vacaciones a República Dominicana. Convivimos todo el tiempo, era una relación entrañable en todo sentido. Superaba todo lo que tenía que ver con la edición de sus libros. Mafalda lo acompañaba siempre porque la gente le pedía dibujos y autógrafos a donde fuera. Tanto que en un momento quedó prohibido hablar de Mafalda en las conversaciones amistosas. Ya estaba aburrido de ese tema. Ya en los últimos años, cuando iba a la Feria del Libro y ya no podía dibujar. Por sus problemas con la vista, solo firmaba.
“Estuve con él a fines de enero en Mendoza, donde vivía. Y estoy siempre en contacto con sus sobrinos Diego y Julieta, que es su representante. Lo internaron la semana pasada por un accidente cerebrovascular, del cual no se recuperó. Estuve pensando toda la mañana cómo despedirme y creo que lo mejor es lo que ya dije: fue un gran compañero de vida”, concluyó ayer Divinsky.
S. D. I.
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