"Vamos viendo": el país que sacrifica el largo plazo
Luciano Román
Hacer carrera en un oficio o una profesión implica, como cualquier trayectoria, un recorrido largo. El prestigio alude a algo que se construye con los años. El logro es aquello que se alcanza con esfuerzo y con paciencia, lo mismo que el reconocimiento. Nada de eso parece conjugar con la Argentina de este tiempo. A las nuevas generaciones se les está amputando la noción de largo plazo. La "carrera" se ve como algo demasiado largo y demasiado incierto. Se apela más a lo inmediato, a la conquista rápida, al "golpe maestro" o, directamente, al manotazo. Estos parecen ser los rasgos de un tiempo dominado por la incertidumbre, la fragilidad y lo provisorio. Parecen ser, además, los rasgos propios de un populismo cultural que exalta el presente y se desentiende del futuro, que ve el mañana como un territorio ajeno y que practica el "vamos viendo" para avanzar como se pueda, sin un rumbo ni una dirección estratégica, sin programa ni planificación.
No son rasgos exclusivos de la Argentina ni tienen que ver con una sola causa. Acá, sin embargo, parecen exacerbados por una crisis que acentúa la fragilidad y tiñe el horizonte de mayor incertidumbre. Todo conspira contra la construcción de largo alcance y el esfuerzo de poner ladrillo sobre ladrillo: se ha evaporado la cultura del ahorro y ha desaparecido el crédito. Al mismo tiempo, se ha debilitado la confianza en las instituciones; todo lo que parecía sólido se ha revelado frágil; hasta se han perdido las referencias y los parámetros de estabilidad. Acompaña el espíritu de una época en la que nada está hecho para durar demasiado.
Si antes se fundaban partidos políticos que duraban cien años, hoy se construyen tinglados electorales que, con suerte, sobreviven a una elección. La Unión Cívica Radical va a cumplir 130 años; la Alianza apenas duró un lustro. Esa es la proporción. Hasta los objetos de la vida cotidiana se han tornado efímeros y descartables. Los muebles de la abuela se heredaban de generación en generación; hoy apenas duran algunas temporadas. También los trabajos son transitorios y los matrimonios son más frágiles. La pandemia quizá haya profundizado esta sensación de provisoriedad.
Las redes sociales contribuyen a esta atmósfera en la que todo es veloz y volátil, inmediato y fugaz. En las redes todo dura poco y tiene un ritmo compulsivo. Las historias de Instagram se borran en 24 horas. Proponen una ilusión de "todo ya". Hasta habilitan una "justicia exprés" bajo el ropaje peligroso del escrache. Nadie escribe en las redes pensando más allá del día siguiente. Muchos buscan en ellas la fama inmediata, que cotiza mejor que el prestigio. En términos de notoriedad, ventilar intimidades por Twitter puede ser más rendidor que trabajar duro veinte años para alcanzar algún reconocimiento. Es muy probable que la fama súbita no garantice nada (¿quién se acuerda, al fin y al cabo, de las celebridades de Gran Hermano?), pero hoy nada garantiza nada. Quizá la notoriedad sea "pan para hoy y hambre para mañana", pero en la era de la inestabilidad y lo imprevisible, ¿qué garantiza pan para mañana? Esa incertidumbre es la que domina a las nuevas generaciones.
En la Argentina la política fomenta la cultura de "la salvación" más que de la construcción; del subsidio más que del crédito; del plan más que del trabajo. Pone la tutela por encima del mérito
Las pautas de consumo alimentan la vorágine y se transmiten a todos los ámbitos. La condición de consumidor parece sobreponerse a la de ciudadano. Un individuo se convierte en consumidor antes de aprender a hablar y a caminar; mucho antes -por supuesto- de aprender a pensar. El consumismo se ha tornado más voraz y más precoz, estimulado también por un populismo cortoplacista que ha reemplazado la cultura del ahorro por los planes Ahora12.
Es probable que otro fenómeno incida en la devaluación del largo plazo: es la vida urbana la que marca las tendencias sociales. El mundo rural se ha encogido por la tecnificación, las migraciones y la atracción de las ciudades. Eso hace que, para la mayoría de los jóvenes, los ciclos de la naturaleza resulten desconocidos o apenas una noción abstracta y lejana, lo mismo que el sacrificio del trabajo rural y la paciencia que implican la cría, la siembra y la cosecha. Nunca han visto una vaca fuera de una pantalla. Podría ser una idea arriesgada, pero es probable que ese repliegue de la ruralidad en nuestra vida cotidiana tenga algo que ver con las dificultades para imaginar la siembra y la inversión a largo plazo.
Hay una excepción que, sin embargo, no parecería verificarse con fuerza en la Argentina. Los jóvenes, en todo el mundo, son los abanderados contra el cambio climático y la preservación ambiental. Eso implica una conciencia de futuro, una visión de largo plazo. Pero no es un tema protagónico entre las juventudes políticas de nuestro país; no es una agenda que llene plazas. Es, aun así, una ventana que conecta a las nuevas generaciones con una responsabilidad que trasciende el presente.
Quizá en la liviandad de este tiempo haya un valor. Quizá permita mayor libertad, mayor flexibilidad y una dinámica más ágil para asimilar cambios en una era de permanentes transformaciones. Quizá las nuevas generaciones encuentren en esta atmósfera una mayor capacidad para adaptarse y reinventarse ante nuevos desafíos. Este presente de incertidumbre ofrece, seguramente, muchas oportunidades. Habrá que hacer, sin embargo, el duelo por las certezas perdidas.
En la Argentina la política fomenta la cultura de "la salvación" más que de la construcción; del subsidio más que del crédito; del plan más que del trabajo. Pone la tutela por encima del mérito. Es la naturaleza de un populismo que ha hecho escuela y ha permeado en muchos estamentos del tejido social. Es una concepción que ha colonizado amplios sectores de nuestra cultura media, y que contagia el espíritu de "vamos viendo". El discurso del poder no solo desestima el valor del mérito: también reniega de los planes, descree de la ejemplaridad y asocia la excelencia con el elitismo. Son conceptos que refuerzan una idea de supervivencia y medianía más que de proyecto y desarrollo. La propia experiencia política demuestra que, para acceder a los cargos, es más eficiente apostar al "dedazo" y al acomodo que al ascenso desde el peldaño más bajo. El solo concepto de "ascenso" se ha convertido en sospechoso; es casi un valor vergonzante.
Se ha forjado así una cultura del atajo, estimulada también por varias décadas de fracaso. Son tantos los planes fallidos que hoy no creemos en los planes. Hemos visto estrellarse tantos esfuerzos de muchos años que hoy ponemos en tela de juicio el sentido del esfuerzo. Se han pegado tantos bandazos, ha habido tantos manotazos y espasmos inflacionarios que hoy nadie cree en el valor del ahorro. La tragedia de la inseguridad urbana también acentúa esa sensación de fragilidad que nos ata más al presente que al futuro.
Se trata de reconstruir una confianza que está en vías de extinción. No alcanzan las palabras, por supuesto, pero pueden ser un punto de partida. Si empezamos por hablar de largo plazo, quizá terminemos reconciliándonos con el futuro. Si empezamos por reivindicar lo que implica una carrera, quizá pongamos en valor las nociones de esfuerzo y sacrificio. No tenemos que hacerlo con los moldes de un mundo que ya ha sido superado, pero sí con los valores que trascienden las coyunturas históricas. El discurso del poder modula, por supuesto, el tono de una época. Pero también podemos construir un discurso ciudadano que reivindique virtudes extraviadas. Discutir las ideas dominantes es una forma de empezar. Hay algo seguro: el camino va a ser largo.
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