La fiesta del cínico
30 de agosto de 202103:57
Marcelo Gioffré....Juan José Sebreli
La foto del cumpleaños de Fabiola Yañez en Olivos, el 14 de julio de 2020
Durante más de un año Alberto Fernández repartió amonestaciones a todos los argentinos: desde decirle idiota a un surfer que simplemente intentaba volver a su domicilio hasta criticar a uno de los autores de este artículo por llamar a la desobediencia civil a los comerciantes que se estaban fundiendo. Hubo argentinos que, por el simple hecho de salir a la calle, aparecieron ahorcados en calabozos o fueron arrojados por un barranco. Hubo miles de argentinos varados por el mundo sin ninguna asistencia. Miles de ciudadanos murieron solos, puestos en bolsas selladas, rotulados y enterrados de manera casi anónima. Miles de personas sufrieron suspensiones de prácticas médicas indispensables por la gravedad de sus diagnósticos. Miles de comercios quebraron. Hasta le recomendaban a la gente tener sexo virtual antes que incurrir en el infeccioso contacto cuerpo a cuerpo. El propio Presidente dijo que a él le habían dado el poder para llevar adelante ese plan tan implacable como ineficaz por las buenas o por las malas. Lograron infiltrar el miedo en la sociedad: infinidad de personas se mantuvieron encerradas y atónitas en sus casas por meses y cuando salían lo hacían aterrorizadas, equipadas con herméticas escafandras. Hubo candorosos delatores que, vampirizados por esa narrativa perversa, denunciaban a vecinos como si se tratara de temibles criminales. Todo esto ya lo destacamos en nuestro libro Desobediencia civil y libertad responsable (Sudamericana, 2020) como una grotesca escenificación del absurdo.
La imagen que todos hemos visto del señor Fernández participando tranquilamente de una fiesta el día 14 de julio de 2020, en plena vigencia de la norma que él había dictado, se contrapone con aquellas advertencias que nos infligía: su presencia junto a un manojo de contertulios, embotellados sin barbijo ni distanciamiento, mide la distancia entre lo que decía y lo que hacía. Nos recomendaba adoptar cuidados sanitarios que él no adoptaba en absoluto. Más allá de la impunidad con la que actuaba por detentar poder, había un pliegue, una entretela: decía una cosa y hacía otra. Hay un salto ético insalvable entre gobernar mal y mentir deliberadamente. Sólo hay aquí dos posibilidades: o no tomaba en serio el virus y nos mentía al alarmarnos, por el placer morboso de mantenernos encerrados, o creía en la peligrosidad del virus pero lo desafiaba. En el primer caso era mentiroso; en el segundo, temerario. Ni la mentira ni la temeridad suelen ser atributos de un buen gobernante.
En la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley, los interventores que implantan mundialmente una distopía tecnológica y totalitaria recomiendan una felicidad mínima pero segura, que lleva a no demostrar los sentimientos o a tener sexo mediante un aséptico sistema electrónico. Sin embargo, en cierto momento se ve al jefe leyendo libros de Shakespeare, abrumado por los nudos de los sentimientos que plantean las obras. Quien recomendaba cínicamente no enredarse en cuestiones sentimentales sí lo hacía.
Consecuente con su historia, Alberto Fernández no actuó como un hombre común sino como un cínico. Con las fotos quedó al descubierto, quedó desnudo frente a una sociedad asqueada, de lo que dan cuenta sus sucesivas y contradictoras coartadas defensivas. Entonces llegó Cristina Kirchner y le dijo que se tranquilizara y pusiera orden. Tan luego ella, que fue quien lo impuso allí como una prótesis, le dedica una admonición pública, desnudándolo por segunda vez. ¿Qué es el orden? El orden no es otra cosa que la forma en que nuestra mente organiza la realidad. Una biblioteca ordenada alfabéticamente está desordenada para el que la piensa por temas o materias y también para el que la imagina organizada por el tamaño o el color de los libros. Cuando Cristina habla de orden habla de su orden. Habla de preparar el terreno para su plan político: la monarquía hereditaria familiar. El orden de Cristina es sepultar la democracia.
Quedó corroborada así aquella frase premonitoria dicha por uno de los autores de este artículo, durante la campaña electoral de 2019: sería el gobierno de un cínico que no cree en nada y de una persona que solo cree en sus propios delirios. En manos de ese dúo está el país.
En la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley, los interventores que implantan mundialmente una distopía tecnológica y totalitaria recomiendan una felicidad mínima pero segura, que lleva a no demostrar los sentimientos o a tener sexo mediante un aséptico sistema electrónico. Sin embargo, en cierto momento se ve al jefe leyendo libros de Shakespeare, abrumado por los nudos de los sentimientos que plantean las obras. Quien recomendaba cínicamente no enredarse en cuestiones sentimentales sí lo hacía.
Consecuente con su historia, Alberto Fernández no actuó como un hombre común sino como un cínico. Con las fotos quedó al descubierto, quedó desnudo frente a una sociedad asqueada, de lo que dan cuenta sus sucesivas y contradictoras coartadas defensivas. Entonces llegó Cristina Kirchner y le dijo que se tranquilizara y pusiera orden. Tan luego ella, que fue quien lo impuso allí como una prótesis, le dedica una admonición pública, desnudándolo por segunda vez. ¿Qué es el orden? El orden no es otra cosa que la forma en que nuestra mente organiza la realidad. Una biblioteca ordenada alfabéticamente está desordenada para el que la piensa por temas o materias y también para el que la imagina organizada por el tamaño o el color de los libros. Cuando Cristina habla de orden habla de su orden. Habla de preparar el terreno para su plan político: la monarquía hereditaria familiar. El orden de Cristina es sepultar la democracia.
Quedó corroborada así aquella frase premonitoria dicha por uno de los autores de este artículo, durante la campaña electoral de 2019: sería el gobierno de un cínico que no cree en nada y de una persona que solo cree en sus propios delirios. En manos de ese dúo está el país.
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