Vargas Llosa, el novelista trascendente
Sergio Ramírez
Mario Vargas Llosa leyendo en voz alta la primera edición de Madame Bovary (1857) para despedir el año.
Mario Vargas Llosa entrará en la Academia Francesa el próximo 9 de febrero, algo extraordinario para un escritor que no es nativo de esa lengua, y esta es una noticia que se pierde entra la vocinglería chabacana que busca arrastrarlo de los pies hasta el frívolo barrial de las revistas del corazón; arrastrarlo desde las alturas de la biblioteca La Pléyade, ese olimpo literario donde está Borges, y están también Proust, Joyce, Kafka y Tolstoi, que no cupieron en los parámetros a veces justos, pero también a veces burocráticos, geográficos o de conveniencia política del Premio Nobel.
De todas maneras, un autor no es recordado generaciones después por formar parte de la lista de los Nobel, como se recordará a Vargas Llosa, porque el olvido, que todo destruye, ha enterrado los nombres, vamos a ver, de Sully Proudhomme, o de Rudolf Christoph Eucken, Gerhart Hauptmann, Henrik Pontoppidan, que lo ganaron en su día y hoy no nos dicen nada.
Un escritor trasciende porque siempre tiene algo nuevo que enseñar, como pensaba Ítalo Calvino; por un solo libro suyo que alguien lee en su adolescencia para buscar las claves de la vida, o de la historia presente, reflejada en la pasada, o porque en sus páginas podemos entrar en los laberintos de la condición humana. Un solo libro, un poema, o una sola línea que alguien pueda repetir de memoria, como aspiraba Octavio Paz.
Vargas Llosa es el novelista en lengua castellana que desde Pérez Galdós presenta la obra más vasta, veinte novelas, si mis cuentas no se equivocan, y otros tantos libros de ensayos. Una construcción narrativa de más de sesenta años, sostenida por un afán de exploración incansable que empezó dentro de los muros de un colegio, en La ciudad y los perros, y se ha extendido hasta la Guatemala del derrocamiento de Jacobo Árbenz en Tiempos recios; la vida pública transmutada en las vidas privadas, según la enseñanza del viejo Balzac, lo que da a todas sus novelas una tesitura real, y que por realista no deja nunca de ser política.
Una cosa es que la literatura llegue a enseñar relieves políticos, porque se ocupa de la realidad –si en mis libros hay política es porque la política es universal, decía Darío–, esa realidad que en América Latina asombra y espanta por sus escenarios y personajes siempre anormales, de la dictadura cruel y gris de Odría en Conversación en La Catedral a la insurrección mesiánica de los canudos en el nordeste brasileño de La guerra del fin del mundo. Y otra cosa son las opiniones políticas del novelista, que es por donde también se busca arrastrar a Vargas Llosa de los pies, la majestad de su obra literaria juzgada tras el lente no pocas veces turbio de las filiaciones ideológicas.
No se es buen o mal escritor según las opiniones o identificaciones políticas, aunque causen desazón en algunos y rechazo en otros. Un grupo de intelectuales expresó en París el año pasado su “estupefacción” porque se le otorgara una silla en la Academia Francesa, bajo el alegato de haber dado su apoyo político a candidatos de derecha como Iván Duque, de Colombia; José Antonio Kast, de Chile, o la propia Keiko Fujimori, de Perú, el caso más polémico de todos por el rechazo que mantuvo siempre contra el dictador Alberto Fujimori, tan siniestro, a su manera, como el generalísimo Leónidas Trujillo de La fiesta del chivo.
Si no estoy de acuerdo con esas posiciones, me irritan, y quisiera que el escritor Vargas Llosa pensara distinto, que pensara como yo pienso. Pero no por eso lo cancelo. La cancelación es reaccionaria, porque niega la libertad y anula la divergencia. Si por desprecio a opiniones políticas contrarias niego la hondura de una obra literaria, estoy dejando de ser lector para convertirme en censor. O, peor que eso, convirtiéndome en lector político, que solo encuentra conformidad, no placer, en leer autores con los que me identifico ideológicamente. Cien años de soledad dejaría de ser lo que es, un monumento a la imaginación, porque García Márquez se fotografiaba con Fidel Castro.
En el mundo de polos encontrados en que vivimos, y cuando las intransigencias no conceden cuartel, las etiquetas se vuelven el recurso más simplificado de la confrontación política. Comunista, anticomunista. Progresista, reaccionario. No hay matices en el paisaje en blanco y negro.
Vargas Llosa, que se pronuncia en favor de candidatos de derecha a la hora de las contiendas electorales cuando compiten contra candidatos de izquierda, es el mismo que defiende la causa palestina contra las políticas militaristas de Israel; ataca el populismo destructivo de Trump en Estados Unidos, respalda los derechos de los homosexuales, defiende los derechos de la mujer, rechaza el machismo; todo lo contrario de la vieja y nueva derecha confesional, que sigue basando su credo en los presupuestos inviolables de la homofobia y la sacrosanta familia apegada al canon de la religión. Y es que también es ateo.
Desde que me hice escritor, en la adolescencia, comencé a aprender de la escritura de Vargas Llosa. Siempre fue para mí una escuela de construcción literaria, siempre quise saber, leyéndolo, lo que había detrás del tejido, descubrir las puntadas, la manera en que estaba hecha la trama verbal, volver visibles las junturas invisibles de sus juegos entrecruzados de tiempo y espacio en la narración. Un joven que en este siglo también empiece a escribir será capaz de aprender lo mismo de su escritura, porque siempre tiene algo nuevo que enseñar.
Eso es lo que se llama una verdadera obra literaria. Múltiples novelas comunicadas entre ellas por un mismo aliento, y una voluntad de experimentación, y de novedad. Eso, en cuanto al escritor.
Y en lo que hace a la política, puede ser que no votáramos en la misma casilla, pero en algo estamos de acuerdo: en que hoy en día la lucha verdadera está entablada entre democracia y autoritarismo. Y no hay otra escogencia que la democracia.
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