martes, 27 de junio de 2023

EL FETICHE....LA MÁQUINA DE ESCRIBIR




La máquina de escribir, el fetiche que resiste al tiempo
Ernest Hemingway con su Underwood portátil en plena escritura de Por quién doblan las campanas
La intensa relación entre escritores y sus máquinas siempre resultó fascinante. Un libro repasa la historia del objeto que cambió la forma de narrar y que, aún hoy, mantiene su encanto
Fabiana Scherer
“Cuando mi abuelo Alfredo murió, mamá me preguntó si quería quedarme con algunas de sus cosas. Pedí su máquina de escribir. Me acuerdo que en cuanto me la dieron la abrí, y descubrí que él la había mandado a reparar solo unos meses antes (mayo del 2001, dice la factura). Mi abuelo me había prometido esa máquina. Acabo de traerla a Berlín, dieciocho años más tarde, junto a un pilón de borradores que escribí ese primer mes que pasamos juntas y del que luego salieron algunos cuentos. Ahora toca, por cábala, volver a trabajar en equipo”, escribió Samanta Schweblin en su cuenta de Instagram. La imagen de una Olivetti Lettera 22 portátil acompaña el texto de la autora de Distancia de rescate.
La intensa relación entre escritores y sus máquinas siempre resultó fascinante. Una relación que, desde sus inicios, modificó las prácticas compositivas y dejó una marca profunda en la historia de la escritura. El británico Martyn Lyons, referente de la historia social de la cultura escrita, publicó recientemente El siglo de la máquina de escribir (Ampersand), una extensa investigación que atraviesa la sociedad, el arte y la industria del libro, y devela cómo la máquina se constituyó como un agente de cambio fundamental en la historia de la cultura escrita. La publicación abarca desde la década de 1880 hasta 1984, “el momento orwelliano” en el que Apple lanzó su primera computadora Macintosh.
A Samanta Schweblin su abuelo le había prometido la Olivetti Lettera 22 que mostró en su cuenta de Instagram
“No era más que una herramienta que me permitía hacer mi trabajo, pero ahora que se había convertido en una especie en peligro de extinción, uno de los últimos artefactos que aún quedaban del homo scriptorus del siglo XX, empecé a sentir cierto afecto por ella”, dice Paul Auster de su Olympia, ese “ser frágil y sensible” al que le que rindió homenaje en La historia de mi máquina de escribir (Anagrama), con dibujos y pinturas de Sam Messer.
Fue el autor de Las aventuras de Tom Sawyer el que se jactó de ser la primera persona del mundo que aplicó la máquina de escribir en la literatura. Motivado por la curiosidad, Mark Twain compró en 1873, en una tienda de Boston, una Remington nº 1. “Creo que con la máquina escribiré más rápido que a mano. Uno puede relajarse en su silla y usarla. Amontona una pila impresionante de palabras en una sola página. Ya no se me confunden las cosas ni desparramo mancha de tinta. Obviamente, ahorra papel”. Lyons destaca en su investigación que, para el escritor estadounidense, la máquina no era más que una novedad costosa de la que podía hacer alarde ante las personas que lo visitaban. “No tardó mucho –dice el estudioso en escritura– en querer deshacerse de ella y terminó por regalársela a su cochero. Twain no fue el único que tardó en percatarse de su verdadera utilidad”.
Los filósofos debatían la amenaza de la máquina en el proceso creativo. “Nuestros instrumentos de escritura también operan sobre nuestros pensamientos”, afirmó Friedrich Nietzsche, una de las primeras personas en utilizar una máquina de escribir, aunque una muy diferente, conocida como “bola de escribir”, creada por Rasmus Malling-Hansen (inventor danés), redonda y ligera, algunos historiadores la califican como el “ordenador portátil” de la época. El también filósofo alemán Martin Heidegger sostenía que la máquina borraba la presencia del escritor, una desconexión entre la mano, el ojo y lo escrito, en cierto sentido, aporta Martyn Lyons: “la escritura dejó de ser la expresión de la voz individual del autor”.
Tom Hanks, apasionado por las máquinas de escribir, creó la aplicación Hanx Writer, que reproduce estilos y sonidos
El novelista Hermann Hesse compró su primera máquina de escribir en 1908 y se maravilló por la inmediatez de ver su texto impreso. “La frialdad de los caracteres, que se parece ahora a las pruebas de imprenta, significa que uno se enfrenta cara a cara consigo mismo de una manera severa, crítica, irónica, incluso hostil”.
El texto impreso mantiene un lugar de privilegio en nuestras vidas. Guillermo Martínez, en el prólogo de Un mito familiar, en el que da a conocer relatos inéditos de su padre, Julio G. Martínez, enfatiza en un recuerdo esta idea de las letras selladas en el papel: “Los domingos nos reunía para leernos un cuento y a continuación debíamos escribir una redacción en un certamen literario de entrecasa –cuenta el autor bahiense–. Nos calificaba en originalidad, resolución, redacción, prolijidad y ortografía. El premio era un chocolate y el honor de ser pasados a máquina en su vieja Olivetti de teclas restallantes”.
En su lecho de muerte, Henry James, el autor de Retrato de una dama, pidió que le llevarán una Remington a la habitación para escuchar su sonido tranquilizador.
“Cada máquina es tan individual como un conjunto de huellas dactilares”, aseguró Tom Hanks en The New York Times. No es caprichoso que el dos veces ganador del Oscar aparezca en esta nota: desde 1978 colecciona este tipo de máquinas y muchas de ellas las usó para escribir Tipos singulares y otros relatos (Roca Editorial); cada uno de los 17 textos fue tipeado con una máquina diferente y está acompañado por una fotografía que Kevin Twomey captó de los modelos usados. Esta misma pasión fue lo que lo llevó al protagonista de Rescatando al soldado Ryan a crear la aplicación Hanx Writer, que reproduce estilos y sonidos. “Cada vez que tecleás algo en una máquina de escribir, se trata de una obra de arte única en su tipo”.
Agatha Christie posa en el living de su casa. "Los espacios para escribir a máquina estaban determinados por el género", explica Martyn Lyons en su libro.Bettmann - Bettmann
“Tiene el tamaño de una máquina de coser y puede adornar una oficina, un estudio o una sala de estar –rescata Lyons frases de la publicidad de Remington, de 1875–. Ningún invento abrió una puerta tan grande y sencilla para que las mujeres accedan a un trabajo rentable y apropiado como la ‘máquina de escribir’, y merece la atención de toda persona considerada y caritativa que esté interesada en la temática del trabajo de la mujer”.
En el capítulo “La domesticación de la máquina de escribir”, Lyons asegura que Agatha Christie tardó en que se la reconociera como escritora profesional. En sus cuadernos de anotaciones intercalaba preocupaciones domésticas con narrativas. “Apenas estaba empezando a darme cuenta de que quizás podría dedicarme a la escritura como profesión (tecleaba en una Remington Home Portable nº2). Todavía no estaba segura –reconoció la autora de 66 novelas policiales, 6 novelas románticas y 14 libros de cuentos y obras de teatro – . Seguía teniendo la idea de que escribir libros era simplemente algo que hacer después de bordar almohadones”.
A partir de la década de 1920, las editoriales comenzaron a pedir que le entregaran textos escritos a máquina en lugar de manuscritos por motivos de legibilidad, porque facilitaban el posterior copiado y en razón del costo enorme que se ahorraba en la composición tipográfica. Lyons reconoce que los autores eran muy conscientes de que el acto de escribir a máquina modificaba su estilo. “Como nunca aprendí a escribir a máquina cómo se debe, me veo obligado a hacerlo usando solo los dedos. Además, por pereza, termino omitiendo palabras y adjetivos aquí y allá. De ese modo, mejoro el estilo sin proponérmelo”, confesó el Nobel Jean-Marie Gustave Le Clézio.
"Soy un tipo peligroso cuando se me deja solo frente a una máquina de escribir", confesó Charles Bukowski.
“Si la máquina de escribir provocaba que un escritor descartara lo superfluo y escribiera con frugalidad –apunta Lyons –, el epítome de ello se encuentra en la prosa característicamente despojada de Ernest Hemingway”. En 1921, el día que cumplió 22 años, Hadley Richardson, su prometida, le regaló una Corona portátil n° 3, la máquina que lo acompañó a Constantinopla en 1922 y se encuentra actualmente en el Museo Hemingway, en Cuba. En etapas posteriores de su vida, usó una Underwood portátil (posó junto a ella en 1939, al aire libre mientras escribía Por quién doblan las campanas), una Halda sueca y varios modelos Royal. Por lo general, cuando se ponía frente a ellas lo hacía de pie. “Escribir y viajar te ensanchan el trasero, por no hablar de la mente –contó en 1950 –, y a mí me gusta escribir de pie”.
En Charles Bukowski, el último escritor “maldito” de la literatura estadounidense, la máquina de escribir siempre fue protagonista: “Soy un tipo peligroso cuando se me deja solo frente a una máquina de escribir”, dice en La enfermedad de escribir (Anagrama), libro que compila su correspondencia dirigida a editores y escritores.
El británico Martyn Lyons, referente de la historia social de la cultura escrita, publicó El siglo de la máquina de escribir (Ampersand), una extensa investigación que atraviesa la sociedad, el arte y la industria del libro
Pionero de la Generación Beat, el también estadounidense Jack Kerouac devela en Atop an Underwood [reúne sus primeros trabajos] que para él escribir y teclear en la máquina se convirtieron en sinónimos desde que era pequeño. “Mi corazón habita en una máquina de escribir, y no tengo corazón a menos que haya cerca una máquina de escribir, con una silla frente a ella y algunas hojas de papel en blanco”.
El vínculo emocional que une al que escribe y su máquina de escribir genera una “romántica fascinación” hacia el “objeto” que se exhibe en vitrinas –como la Smith-Corona modelo 1957, la eléctrica que Gabriel García Márquez utilizó para escribir Cien años de soledad– o es celebrado en ceremonias de premios. Cuando Larry McMurtry aceptó el Globo de Oro por el guion de la película Secreto en la montaña (2006), no dudó en agradecerle a su Hermes 3000.
La máquina de escribir fue mucho más que una fiel compañera, sirvió de psiquiatra personal y tomó personalidades para ser amada, odiada o asesinada, como lo hizo Hunter S. Tompson, el autor de Pánico y locura en Las Vegas, que llevó su máquina a la nieve y le disparó. Tiempo más tarde se dispararía a sí mismo.

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