Woody Allen bromeaba con que no quería alcanzar la inmortalidad a través de su obra, sino simplemente no muriendo. Pero en los últimos tiempos hay quienes parecen haberse tomado esta posibilidad en serio. Tanto en laboratorios académicos como en compañías tecnológicas se estudia la posibilidad ya no de prolongar la vida humana, sino, incluso, de eliminar la muerte. Lo plantea, entre otros, Elizabeth Blackburn, premio Nobel de Medicina, en La solución de los telómeros (Aguilar, 2017), y lo expone a través de un relato atrapante el periodista científico argentino Matías Loewy en Inmortalidad. Promesas, fantasías y realidades de la eterna juventud (Autoría Editorial, 2017).
Por supuesto, esa ambición no es un deseo reciente. En el tercer siglo antes de Cristo, el emperador Qin Shi Huang ingirió mercurio para ganar la vida eterna. Entre las órdenes más sorprendentes de Qin, conocido como "el primer emperador" (y artífice de la unificación de China, de la estandarización de la escritura de caracteres, de una constelación de 277 palacios y torres donde se recluía, y también de esa impresionante obra arquitectónica que fue la Gran Muralla, erigida por más de 300.000 personas a lo largo de generaciones), figuró la de enviar un barco cargado de jóvenes hacia el Sol Naciente, donde le habían dicho que habitaban "los inmortales". Qin ordenó una búsqueda nacional del elixir de la vida. No tuvo éxito: murió en alta mar después de haber intentado avistar un gran pez que, según los magos del reino, impedía el paso para llegar a la droga mágica.
En las primeras líneas de esa joyita que es el clásico de Alicia Steimberg, Músicos y relojeros (Centro Editor de América latina, 1971), leemos que su abuela "conocía el secreto de la vida eterna". La fórmula consistía en hervir acelgas y comerlas inmediatamente, chorreando el jugo de la cocción y rociadas con dos limones grandes. Hoy, los "crionicistas" piensan que mientras encontramos la forma de vivir mil años es posible dejar abierta esa posibilidad preservando a los individuos, después de su muerte, en nitrógeno líquido (a 196 grados bajo cero). También están los que proponen la "carga mental" de todo el contenido de nuestro cerebro en una copia funcionalmente idéntica, pero en otro sustrato, y los que sostienen que se podrán rejuvenecer en vivo células y organismos.
Premios millonarios prometen consagrar a quienes demuestren que son capaces de revertir el envejecimiento (aunque sea en animales), y empresas como Google y otras tienen programas destinados a frenar la declinación física.
Más allá de los problemas psicológicos, sociales y políticos que abriría semejante posibilidad, cabe preguntarse sobre el precio que tendría acceder a la juventud eterna. En un diálogo con el premio Nobel Daniel Kahneman publicado online por Aeon, el historiador israelí Nuval Yoah Harari, autor de Homo Deus (Debate, 2016), ensaya algunas reflexiones. "El envejecimiento y la muerte siempre se trataron como problemas metafísicos -dice Harari-, como algo decretado por los dioses. [...] Vencerlos era algo absurdo, de ciencia ficción. Pero la nueva actitud consiste en tratar el envejecimiento y la muerte como problemas técnicos, básicamente similares a cualquier otra enfermedad. [...] Hasta donde yo sé, estamos viviendo una revolución en la medicina, [pero] mientras la curación de los enfermos es un proyecto igualitario (que da por supuesto que existe un estándar de salud y que, si alguien cae por debajo, se lo ayuda a recuperar el nivel adecuado), el actual es un proyecto elitista".
Cuesta pensarlo, pero en vista de los acelerados avances que se producen cada día en laboratorios del planeta, tal vez en un futuro, como afirma Harari, la muerte llegará a ser opcional... al menos para los ricos y famosos. Más democrática es hoy, que, antes o después, trata a sabios y necios por igual.
N. B.
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