Del historiador y ensayista italiano Loris Zanatta que reflexiona acerca de la imperiosa necesidad de reforma de la izquierda
latinoamericana.LEÍDO POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
¿Qué queda de la marea rosa de principios de siglo, de los gobiernos de “izquierda” que enterraron el “neoliberalismo” en América Latina?
La expresión nunca me ha convencido: mezcla movimientos redentores y partidos reformistas, contextos democráticos y regímenes autoritarios, monarcas absolutos y presidentes constitucionales.
Además, “derecha” e “izquierda” me parecen categorías demasiado livianas. Pero no nos pongamos sutiles; vayamos a los hechos: ¿qué pasa con la marea rosa veinte años después?
El líder era Hugo Chávez y sabemos cómo terminó: exprimió al país para morir como héroe y santo; luego lo dejó como un legado a un presidente cínico y bobo, Maduro, que después de obligar a los venezolanos a escapar del hambre, las enfermedades y la inflación, acaba de decirles que dejen de “limpiar pocetas” en el exterior y vuelvan “a la patria”. Qué caradura.
El chavismo, que aspiraba a unir a los países de la región en un frente panlatinoamericano y antiliberal, los desestabiliza ahora con el arma de la invasión masiva, la misma usada mil veces por Fidel Castro, el verdadero mentor de la marea rosa, también enterrado como héroe y santo.
Un genio, hay que reconocerlo: se pasó la vida jurando “verter la sangre” por la patria y murió sereno en su cama después de vivir noventa años como un rey y ver caer, uno tras otro, amigos y enemigos.
Néstor Kirchner se fue igual que ellos: su imagen esculpida en bronce, arrollada por la ignominia, ha durado menos que una golosina en la puerta de una escuela.
Además de los difuntos, la marea rosa deja una resaca de imputados. El más famoso es Lula. Siempre debemos estar en guardia cuando el Poder Judicial toma el relevo de la política: hay riesgos inmensos.
Pero aunque Lula no sea el único culpable, sus responsabilidades políticas son innegables frente al sistema de corrupción crecido durante su gobierno. ¿Algún día volverá al poder? Quién sabe; de todos modos, ya no sería Lula lo que era.
Lo mismo se aplica a Cristina Kirchner -aunque sea a Lula lo que una hormiga a un elefante-: el halo que la rodeó por un corto tiempo hace rato que se cayó en pedazos. Como le ocurre a Rafael Correa en Ecuador.
Tratará de recuperar el cetro entregado a un delfín que, viendo el desastre que heredó, se negó a calentarle el trono. Pero tiene juicios pendientes y por ahora prefiere quedarse en Bruselas.
Un poco mejor marchan las cosas para Evo Morales, pero no demasiado: si así le va a la compañía, haría bien en poner las barbas en remojo.
En cambio, se obstina en ser reelegido, contra los vientos y contra la ley. Me temo que su salida de escena no será apacible. Por último, tenemos a Daniel Ortega. Es decir, no está muerto ni preso, solo está sucio de sangre.
¿Por qué tan despiadado rodeo entre los cráteres dejados por la mal llamada marea rosa? No por estéril desquite, sino para formular una pregunta: ¿qué enseñanza piensa sacar la izquierda latinoamericana de esta experiencia?
Es una pregunta que debería interesarles a todos los amantes de la democracia, porque la democracia necesita una izquierda fuerte, creíble y respetable; una izquierda democrática que haga bien su trabajo, defienda los intereses de sus electores, critique y corrija las distorsiones del mercado, amplíe el campo de los derechos civiles.
Esta es la encrucijada frente a la cual hoy se encuentra la izquierda. ¿Qué piensa hacer? Una opción, la más fácil, la de siempre, es denunciar un complot, quejarse del destino cínico y tramposo, culpar al eterno Imperio, a la omnipresente finanza, al demonio, en fin.
Hasta la fecha, este parece el camino elegido: Lula, Correa, Cristina, incluso Maduro y Ortega, ¡son víctimas de un gran diseño!
De un titiritero oculto que tira de las cuerdas de la venganza. Victimización, autoindulgencia, autoexculpación son rasgos típicos de la izquierda mágica y redentora.
El otro camino, quizás un vía crucis, es más doloroso y complejo, pero necesario. Es el camino de la sinceridad ¿Por qué las cosas salieron así?, debería preguntarse la izquierda…
Tomemos la corrupción: ¿se puede realmente seguir escondiendo la cabeza bajo la arena? No creo que la izquierda sea más o menos deshonesta que otros.
Pero creo que tiene un problema cultural no resuelto: la izquierda redentora se cree moralmente superior, porque pretende hablar en nombre del “pueblo”, que todo lo purifica y dignifica.
Es como una iglesia: sus robos no son robos si sirven a su causa “superior”. Mentira: sustrae recursos a la comunidad, envenena el clima social, desfigura el marco institucional, agudiza la desigualdad. Nadie, en una democracia secular, puede considerarse a priori moralmente superior a cualquier otro.
¿Y la economía? Una izquierda que usa a su conveniencia el mercado, pero lo desprecia y le hace cruzadas ideológicas en contra, es hipócrita y prehistórica.
No se puede llamar “neoliberalismo” a todo lo que no guste para demonizarlo; es infantil. Lo entendieron chinos y vietnamitas, rusos y albaneses, ¿por qué diablos no puede entenderlo la izquierda latinoamericana?
El mercado produce la riqueza necesaria para mantener un estado social próspero; ergo: se necesita un buen mercado, no la basura vista hasta ahora, el asalto a la diligencia de las finanzas públicas, que solo reproduce injusticia, miseria y corrupción.
El dramático legado dejado en muchos países, los déficits fiscales, la baja productividad, la inflación, todas esas plagas que pagarán las generaciones futuras, deberían inducir a la izquierda a un esfuerzo de honestidad y humildad: nadie le ha pedido que salve, redima, moralice a la humanidad; no le compete. Gobernar con sentido común y realismo bastaría y sobraría.
Ya basta de pretender monopolizar el poder, de deslegitimar a la oposición e imponer la propia ideología como fe de Estado, de usar los derechos humanos como un garrote contra los enemigos y de olvidarlos cuando quienes los pisotean son los amigos.
Todo eso es herencia de una cultura autoritaria y anacrónica, del patrimonialismo hispano, de máximas evangélicas mal digeridas.
La izquierda latinoamericana necesita su Bad Godesberg. En esa agradable ciudad sobre el Rin, la socialdemocracia alemana archivó en 1959 la utopía redentora y se casó con el camino reformista y liberal demócrata; se liberó de la armadura ideológica que todavía usa la izquierda latinoamericana.
Hoy, muchos de aquellos que entonces la cubrieron de desprecio recuerdan con nostalgia la gran etapa de las socialdemocracias, sin entender que esa era no puede regresar, que las socialdemocracias dieron la espalda al burdo anticapitalismo que la izquierda redentora sigue cultivando: el eterno retraso de la izquierda.
Soy muy consciente de que en el mundo vuelve a soplar hoy en día un aire redentor y de que pedir que se bajen las viejas banderas va en contra de la corriente. Y sé que es tarde, que habría que haberlo hecho hace mucho tiempo. Pero mejor tarde que nunca.
¿Qué queda de la marea rosa de principios de siglo, de los gobiernos de “izquierda” que enterraron el “neoliberalismo” en América Latina?
La expresión nunca me ha convencido: mezcla movimientos redentores y partidos reformistas, contextos democráticos y regímenes autoritarios, monarcas absolutos y presidentes constitucionales.
Además, “derecha” e “izquierda” me parecen categorías demasiado livianas. Pero no nos pongamos sutiles; vayamos a los hechos: ¿qué pasa con la marea rosa veinte años después?
El líder era Hugo Chávez y sabemos cómo terminó: exprimió al país para morir como héroe y santo; luego lo dejó como un legado a un presidente cínico y bobo, Maduro, que después de obligar a los venezolanos a escapar del hambre, las enfermedades y la inflación, acaba de decirles que dejen de “limpiar pocetas” en el exterior y vuelvan “a la patria”. Qué caradura.
El chavismo, que aspiraba a unir a los países de la región en un frente panlatinoamericano y antiliberal, los desestabiliza ahora con el arma de la invasión masiva, la misma usada mil veces por Fidel Castro, el verdadero mentor de la marea rosa, también enterrado como héroe y santo.
Un genio, hay que reconocerlo: se pasó la vida jurando “verter la sangre” por la patria y murió sereno en su cama después de vivir noventa años como un rey y ver caer, uno tras otro, amigos y enemigos.
Néstor Kirchner se fue igual que ellos: su imagen esculpida en bronce, arrollada por la ignominia, ha durado menos que una golosina en la puerta de una escuela.
Además de los difuntos, la marea rosa deja una resaca de imputados. El más famoso es Lula. Siempre debemos estar en guardia cuando el Poder Judicial toma el relevo de la política: hay riesgos inmensos.
Pero aunque Lula no sea el único culpable, sus responsabilidades políticas son innegables frente al sistema de corrupción crecido durante su gobierno. ¿Algún día volverá al poder? Quién sabe; de todos modos, ya no sería Lula lo que era.
Lo mismo se aplica a Cristina Kirchner -aunque sea a Lula lo que una hormiga a un elefante-: el halo que la rodeó por un corto tiempo hace rato que se cayó en pedazos. Como le ocurre a Rafael Correa en Ecuador.
Tratará de recuperar el cetro entregado a un delfín que, viendo el desastre que heredó, se negó a calentarle el trono. Pero tiene juicios pendientes y por ahora prefiere quedarse en Bruselas.
Un poco mejor marchan las cosas para Evo Morales, pero no demasiado: si así le va a la compañía, haría bien en poner las barbas en remojo.
En cambio, se obstina en ser reelegido, contra los vientos y contra la ley. Me temo que su salida de escena no será apacible. Por último, tenemos a Daniel Ortega. Es decir, no está muerto ni preso, solo está sucio de sangre.
¿Por qué tan despiadado rodeo entre los cráteres dejados por la mal llamada marea rosa? No por estéril desquite, sino para formular una pregunta: ¿qué enseñanza piensa sacar la izquierda latinoamericana de esta experiencia?
Es una pregunta que debería interesarles a todos los amantes de la democracia, porque la democracia necesita una izquierda fuerte, creíble y respetable; una izquierda democrática que haga bien su trabajo, defienda los intereses de sus electores, critique y corrija las distorsiones del mercado, amplíe el campo de los derechos civiles.
Esta es la encrucijada frente a la cual hoy se encuentra la izquierda. ¿Qué piensa hacer? Una opción, la más fácil, la de siempre, es denunciar un complot, quejarse del destino cínico y tramposo, culpar al eterno Imperio, a la omnipresente finanza, al demonio, en fin.
Hasta la fecha, este parece el camino elegido: Lula, Correa, Cristina, incluso Maduro y Ortega, ¡son víctimas de un gran diseño!
De un titiritero oculto que tira de las cuerdas de la venganza. Victimización, autoindulgencia, autoexculpación son rasgos típicos de la izquierda mágica y redentora.
El otro camino, quizás un vía crucis, es más doloroso y complejo, pero necesario. Es el camino de la sinceridad ¿Por qué las cosas salieron así?, debería preguntarse la izquierda…
Tomemos la corrupción: ¿se puede realmente seguir escondiendo la cabeza bajo la arena? No creo que la izquierda sea más o menos deshonesta que otros.
Pero creo que tiene un problema cultural no resuelto: la izquierda redentora se cree moralmente superior, porque pretende hablar en nombre del “pueblo”, que todo lo purifica y dignifica.
Es como una iglesia: sus robos no son robos si sirven a su causa “superior”. Mentira: sustrae recursos a la comunidad, envenena el clima social, desfigura el marco institucional, agudiza la desigualdad. Nadie, en una democracia secular, puede considerarse a priori moralmente superior a cualquier otro.
¿Y la economía? Una izquierda que usa a su conveniencia el mercado, pero lo desprecia y le hace cruzadas ideológicas en contra, es hipócrita y prehistórica.
No se puede llamar “neoliberalismo” a todo lo que no guste para demonizarlo; es infantil. Lo entendieron chinos y vietnamitas, rusos y albaneses, ¿por qué diablos no puede entenderlo la izquierda latinoamericana?
El mercado produce la riqueza necesaria para mantener un estado social próspero; ergo: se necesita un buen mercado, no la basura vista hasta ahora, el asalto a la diligencia de las finanzas públicas, que solo reproduce injusticia, miseria y corrupción.
El dramático legado dejado en muchos países, los déficits fiscales, la baja productividad, la inflación, todas esas plagas que pagarán las generaciones futuras, deberían inducir a la izquierda a un esfuerzo de honestidad y humildad: nadie le ha pedido que salve, redima, moralice a la humanidad; no le compete. Gobernar con sentido común y realismo bastaría y sobraría.
Ya basta de pretender monopolizar el poder, de deslegitimar a la oposición e imponer la propia ideología como fe de Estado, de usar los derechos humanos como un garrote contra los enemigos y de olvidarlos cuando quienes los pisotean son los amigos.
Todo eso es herencia de una cultura autoritaria y anacrónica, del patrimonialismo hispano, de máximas evangélicas mal digeridas.
La izquierda latinoamericana necesita su Bad Godesberg. En esa agradable ciudad sobre el Rin, la socialdemocracia alemana archivó en 1959 la utopía redentora y se casó con el camino reformista y liberal demócrata; se liberó de la armadura ideológica que todavía usa la izquierda latinoamericana.
Hoy, muchos de aquellos que entonces la cubrieron de desprecio recuerdan con nostalgia la gran etapa de las socialdemocracias, sin entender que esa era no puede regresar, que las socialdemocracias dieron la espalda al burdo anticapitalismo que la izquierda redentora sigue cultivando: el eterno retraso de la izquierda.
Soy muy consciente de que en el mundo vuelve a soplar hoy en día un aire redentor y de que pedir que se bajen las viejas banderas va en contra de la corriente. Y sé que es tarde, que habría que haberlo hecho hace mucho tiempo. Pero mejor tarde que nunca.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.