domingo, 14 de octubre de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,


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Jorge Fernández Díaz
comenzó  leyendo un artículo de 
Adrián Pignatelli  que narra los puntos salientes de la vida de Domingo Faustino Sarmiento, a 130 años de su muerte.










“El cabrón egocéntrico”, como lo definiera Paul Groussac o “es el testigo de la patria, el que ve nuestra infamia y nuestra gloria”, como escribiera Jorge Luis Borges había nacido el 15 de febrero de 1811 en San Juan como Faustino Valentín.
Luego le antepondrían Domingo, en honor al santo patrono familiar. Era hijo de José Clemente Sarmiento y Paula Albarracín. Con cinco años cumplidos, ingresó a la Escuela de la Patria de esa provincia.
Entró sabiendo leer gracias a su tío José Eufrasio de Quiroga Sarmiento, quien llegaría a obispo de Cuyo. En ese talento adquirido también tuvo responsabilidad su papá, un antiguo guerrero de la independencia, que había peleado en las filas de Belgrano y San Martín.
No estaba en su planes que su hijo terminase como un peón de campo y fue así como lo obligaba a leer en voz alta una tediosa historia de España resumida en cuatro tomos.
Cuando contaba 15 años, acompañó en su destierro a su tío José de Oro a San Luis. Allí fundarían una escuela y el joven Domingo se iniciaría como maestro.
“…a él debo los instintos por la vida pública, mi amor a la libertad y a la patria, y mi consagración al estudio de las cosas de mi país, de que nunca pudieron distraerme ni la pobreza, ni el destierro, ni la ausencia de largos años”, escribiría 40 años más tarde sobre el tío.
A los 26 años, ya de regreso a su provincia, se empleó en una tienda y comenzó su carrera imitar como alférez de milicia. Abrazó la causa unitaria. Perseguido por el caudillo riojano Facundo Quiroga, en 1831 se exilió en Chile.
Hubo tiempo para el amor. Al año siguiente se convirtió en padre de Faustina, hija natural que tuvo con María Jesús del Canto y que fue educada en San Juan por Paula Albarracín y sus hermanas. Faustina, en Chile, se casaría con el imprentero francés Jules Belín.
En pleno gobierno rosista, regresó a San Juan y se dedicó a la enseñanza. El año 1839 tendría sus sinsabores: creó el Colegio de Señoritas de Santa Rosa y el periódico El Zonda, que fue cerrado al mes por el gobernador Benavídez.
Ahí conoció la cárcel. A fines de 1840 emprendió su segundo exilio, nuevamente a Chile, donde fundó y dirigió la primera Escuela Normal de América del Sur, y el diario El Progreso.
Desde ese país apoyaría los reclamos chilenos hacia la Patagonia: “Magallanes pertenece a Chile y quizá toda la Patagonia… No se me ocurre después de mis demostraciones, como se atreve el gobierno de Buenos Aires a sostener ni mentar siquiera sus derechos. Ni sombra ni pretexto de controversia les queda”.
Sin embargo, ya como presidente propuso la formación de una comisión binacional para resolver los diferendos limítrofes.
En 1845, publicó en forma de folletín Civilización y Barbarie – Vida de Juan Facundo Quiroga, una de sus obras más importantes, en el que asocia a la civilización a los Estados Unidos, Europa y a los unitarios, mientras la barbarie estaba representada por América Latina, España, Asia, el campo, los federales y, por supuesto, Facundo Quiroga y Juan Manuel de Rosas. Y en ese contexto afirma que no debía ahorrarse en sangre de gauchos.
Comisionado por el gobierno chileno, emprendió un viaje que lo llevaría por Europa y los Estados Unidos, para estudiar qué modelo educativo era el apropiado para adoptar.
Tiempo después publicaría un libro sobre las experiencias recogidas en ese viaje, en cuyas páginas alaba a Europa y Estados Unidos y sus adelantos.
Cuando en 1848 cruzaba la cordillera de regreso a Chile escribió: “…al pasar por los baños de Zonda, bajo las armas de la patria que en días más alegres había pintado en una sala, escribí con carbón estas palabras: ‘On ne tue point les idées (Las ideas no se matan). El Gobierno, a quien se comunicó el hecho, mandó una comisión encargada de descifrar el jeroglífico, que se decía contener desahogos innobles, insultos y amenazas”.
En la nación trasandina, se casó con Benita Martínez Pastoriza, madre de Domingo Fidel, a quien adopta. De Benita se separaría en 1860.
En 1850, escribió Argirópolis (Ciudad del Plata), donde proponía la creación de los Estados Unidos del Río de la Plata que, con centro en la isla Martín García, incluiría a la Confederación Argentina, a Uruguay y Paraguay, dejando afuera a la provincia de Buenos Aires y a la Patagonia, fácilmente colonizables por europeos. También edita Recuerdos de provincia, un libro que recopila su infancia y sus años en San Juan.
Consecuente con su pensamiento, en 1851 se unió a Justo José de Urquiza en su lucha contra Juan Manuel de Rosas, como boletinero del Ejército Grande.
Pero su carácter lo puede más: una vez vencido Rosas, y por desinteligencias con Urquiza, al que acusaba de ser un nuevo Rosas, regresó a Chile.
Entablaría un feroz enfrentamiento con Juan Bautista Alberdi, que había adherido a Justo J. De Urquiza y había sido designado Encargado de Negocios de la Confederación Argentina.
Urquiza había elogiado públicamente las Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, que sería uno de los cimientos de la Constitución Nacional.
Sarmiento dejó aflorar la rivalidad, rompiendo con Urquiza, al denunciar que ex funcionarios rosistas formaban parte del gobierno y que nada había cambiado respecto al régimen depuesto.
Y así comenzó una lucha ideológica, que se tradujo en las Cartas Quillotanas, de Alberdi, replicadas por Las ciento y una, de Sarmiento.
Más allá de los insultos y bajezas que fueron la comidilla de entonces, se vislumbró un fuerte debate en torno a cuál debía ser el orden político, económico, social y cultural del país.
Tres años después, en Buenos Aires, dirigió el diario El Nacional, y a los 44 años comenzó un romance con Aurelia Vélez Sarsfield, la hija de 19 años de Dalmacio. “Necesito tus cariños, tus ideas, tus sentimientos blandos para vivir…”, le escribía Sarmiento.
En enero de 1862 fue designado gobernador de San Juan y debió hacer frente a las tropas federales del Chacho Peñaloza, a quien derrota.
Llevó adelante un agresivo plan de obra pública y adelantó lo que haría a nivel nacional, construyendo escuelas y establecimientos culturales.
Sarmiento llegó a los Estados Unidos en mayo de 1864, para hacerse cargo de la embajada argentina. Hacía poco había asumido la presidencia Andrew Johnson a causa del asesinato de Abraham Lincoln.
Tan impresionado quedó el sanjuanino que escribió la vida de Lincoln. Fue en el país del norte que se enteró de la muerte de su hijo Dominguito en la batalla de Curupaytí, en septiembre de 1866, en la tristemente célebre guerra de la Triple Alianza.
Eran tiempos en que las candidaturas y el resultado de las elecciones era cuestión de unos pocos. Lucio V. Mansilla y otros seguidores lo postularon a presidente.
Los comicios fueron en abril de 1868 y el 16 de agosto se lo consagró, mientras que estaba en pleno viaje de regreso al país.
El 12 de octubre de ese año ocupó la primera magistratura. Seguramente habrá recordado lo que le dijo a Bartolomé Mitre años atrás: “Será usted el primero presidente de la República, pero no se olvide que me reservo la segunda presidencia”.
“Ha llegado el tiempo de indagar si el gobierno es lo que debiera ser bajo nuestras instituciones republicanas: el instrumento de distribuir la mayor porción posible de felicidad sobre el mayor número posible de individuos. Los pueblos no aman las instituciones que los rigen sino cuando estas condiciones se hallan cumplidas”, expresó cuando prestó juramento como presidente.
Durante su gestión se llevó a cabo el primer censo nacional que, a pesar de las fallas lógicas que tenía, brindó números concretos donde hasta entonces gobernaban las suposiciones: 1.700.000 habitantes, de los cuales el 12% eran extranjeros y más del 70%, analfabetos.
Consideró pertinente contar con una Oficina de Estadística, un registro nacional de la actividad agropecuaria y con un Boletín Oficial. Era un país en el que todo estaba por hacer, y así lo entendió.
Se revela su mano en muchas de las obras de gobierno, que iban desde la expansión del ferrocarril, la instalación de un servicio telegráfico que nos comunicaba con el mundo, o el fomento de la inmigración: “¿Hemos de cerrar voluntariamente la puerta a la inmigración europea que llama con golpes repetidos para poblar nuestros desiertos? Después de Europa, ¿hay otro mundo cristiano civilizable y desierto que la América?”. Soñaba con 100.000 inmigrantes por año entrando al país.
Consciente del valor del campo, días antes de asumir la presidencia había elegido a Chivilcoy para dar a conocer su plan de gobierno.
Había descubierto esas tierras 15 años atrás y mucho había ayudado al progreso de dicha localidad. Entonces señaló que “les prometo hacer cien Chivilcoy, con tierras para cada padre de familia y escuelas para sus hijos”.
Sin lugar a dudas, pasaría a la historia por lo que haría en educación y por haber dado el puntapié inicial en el combate del analfabetismo.
En 1850 había escrito: “La ciencia y la carrera de la enseñanza primaria me la he inventado yo, y en la indiferencia general he traído a la América del Sur el programa entero de la educación popular”.
Tuvo en su ministro Nicolás Avellaneda un eficaz colaborador, quien trabajó codo a codo con las provincias en la aplicación de medidas que favorecían a la instrucción.
Audacia no faltó: la contratación de maestras norteamericanas, proyecto que hacía tiempo estaba trabajando, primero con Horace Mann -el padre de la educación en EEUU- y luego con su viuda, Mary Peabody.
Esta osada medida para la época sentaría las bases de la educación normal en el país: 61 mujeres y cuatro varones, la mayoría protestantes, vinieron entre 1869 y 1898 y trajeron nuevos métodos de enseñanza.
Venía a formar a maestras criollas en la importancia del desarrollo artístico, de las actividades físicas y de cuestiones básicas como el aseo, el orden, el respeto, la responsabilidad y cómo desterrar el ausentismo. No les resultaría sencillo.
Según la Iglesia, eran herejes; sus pares argentinas las criticaban porque ganaban más, y el medio social y cultural hostil no fue de gran ayuda en los comienzos.
Muchas maestras volverían a su país pero otras formarían familia aquí y dejarían su huella como “las maestras de Sarmiento”. En ese sentido, la Escuela Normal de Paraná fue la primera en la formación de la profesión de enseñar.
Sarmiento crearía escuelas, institutos de formación docente y daría un fuerte impulso al Colegio Militar y a la Escuela Naval creando, además, el Museo de Ciencias Naturales y el Servicio Meteorológico Nacional, entre otros.
Como presidente, no dejaba detalle por pasar. Como muestra de ello, un telegrama de diciembre de 1868 al general José Arredondo, en el que le ordenaba: “Se dice que una diligencia ha sido asaltada. A grandes males, grandes remedios; trate de capturarlos. Córteles la cabeza y déjelas de muestra en los caminos”.
Claroscuros de su gestión hubo varios, y uno se vio durante la epidemia de fiebre amarilla desatada sobre la ciudad. Lo que comenzó en tres casas en el barrio de San Telmo, pronto tomó dimensiones insospechadas.
Se creía que los portadores eran los soldados argentinos que habían combatido en el Paraguay. En un primer momento Sarmiento hizo detener al médico del puerto que había osado poner en cuarentena al pasaje de dos barcos.
Dos meses después, el presidente, su vice, su gabinete y el Congreso abandonarían la ciudad, generando un sentimiento de desprotección entre los porteños.
Sólo se quedarían los miembros de la iglesia y algunos políticos, como el general Mitre quien, haciendo caso omiso a las advertencias que podría contagiarse, recorría las calles de Buenos Aires.
En el quinto año de su mandato, se libró una recompensa de 100.000 pesos por la captura de López Jordán, quien había ordenado el asesinato de Urquiza. Lo que el presidente ignoraba es que una conspiración para asesinarlo se había puesto en marcha.
El 23 de agosto de 1873, cuando el carruaje que lo transportaba a la casa de Dalmacia -ubicada en Rivadavia al 800- llegaba a la esquina de Corrientes y Maipú, dos marineros italianos -contratados ex profeso- dispararon sus trabucos.
Uno de los tiros se perdió y el otro de los trabucos le estalló en la mano del asesino. Ambos sicarios estaban armados con puñales envenenados.
La policía, que estaba detrás del atentado, rápidamente los detuvo. El presidente no se percató del grave incidente, debido a su marcada sordera.
En 1874 lo sucedió Nicolás Avellaneda y se incorporó al Congreso como senador, y en 1881 Julio Argentino Roca lo designó Superintendente general de Escuelas del Consejo Nacional de Educación.
Las vueltas del destino: en ese cargo, enfrentó la primera huelga docente que tuvo el país. Fue en San Luis, donde ocho maestras, incluida la directora de una escuela, reclamaban meses de salarios atrasados a la par que denunciaban que funcionarios provinciales les descontaban arbitrariamente parte de sus sueldos.
Para aliviar un poco los achaques de salud, el 26 de mayo de 1888 junto a su hija se embarcó hacia Asunción del Paraguay. El año anterior había hecho un viaje a esa ciudad.
En el puerto, antes de embarcar, bromeó: “Sí me hicieran presidente, les daría el chasco de vivir diez años más”. Lo acompañaban su hija y su nieta María Luisa. Moriría en la madrugada del 11 de septiembre de un ataque cardíaco.
Sobre su falda descansaba el libro Filosofía Sintética, del inglés Herbert Spencer. Como era costumbre de la época, se le tomó una fotografía, tarea que estuvo a cargo de Manuel San Martín. Diez días después sus restos descansaban junto a los de Dominguito, en el Cementerio de la Recoleta.
La casa donde murió, en Asunción, actualmente es el Colegio Argentino, que depende de la Embajada argentina en el Paraguay. Aún después de muerto, Sarmiento no pudo con su genio: había fundado otra escuela.

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