martes, 18 de febrero de 2020

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¿Elegimos libremente o somos títeres dirigidos?


Un efecto lateral del auge y la moda de las neurociencias es la expectativa, o la ilusión, de que finalmente se le extraerán al cerebro sus secretos mejor guardados y se podrán desentrañar los mecanismos que motivan y guían nuestras conductas: cómo sentimos, cómo amamos, cómo elegimos, cómo compramos, cómo votamos, etcétera, etcétera. En el caso de que eso fuera posible (cosa por ahora dudosa, dado que nuestro organismo sigue siendo una máquina tan perfecta como misteriosa e inabarcable), bien podría significar el triunfo del determinismo, paradigma según el cual no hay acciones ni elecciones verdaderamente libres, sino que todas forman parte de una cadena de causas y consecuencias inmodificables. El determinismo se presenta en diferentes versiones. Biológico, psíquico, político, económico, religioso. En todas ellas impone una suerte de pensamiento único y ofrece una visión del ser humano como una especie de marioneta cuyo destino, más allá de las apariencias y de lo que él mismo cree, es manejado por designios y programas genéticos, divinos, geográficos, económicos o de distintos orígenes según las creencias del determinista.

Uno de los acérrimos deterministas de estos tiempos es el filósofo y neurocientífico estadounidense Sam Harris, autor, entre otros libros, de los controvertidos El fin de la fe y Moral Landscape (este sin traducción al castellano). 
Asiduo columnista de la revista científica Nature y de The New York Times y The Washington Post, en un ensayo titulado Free Will, Harris sostiene que somos "títeres bioquímicos" y que el libre albedrío no existe puesto que no se puede mapear (jamás se lo detectaría en una tomografía computada).
 En respuesta a este extremismo, apoyado por muchos científicos y pensadores, el escritor y ensayista español Jaime Rubio Hancock imaginó, en una columna del diario madrileño El País, un juicio en el cual el abogado defensor sostiene que el delito cometido por su defendido es el resultado de predeterminaciones biológicas y psíquicas, y cita a Harris en su apoyo. El fiscal, luego de mucho discutir, dice: "No conozco a Harris, pero imagino que cuando alguien le pregunta por qué ha escrito cualquiera de sus artículos o libros, contesta "porque me parecía interesante" o, incluso, "porque quería convencer a mis lectores de que esto es así". Y no dice nada parecido a "no tengo ni idea: una serie de acontecimientos innumerables me ha llevado a esto; no soy más que una hoja mecida por el viento".
En todas sus formas, el determinismo elimina la noción de responsabilidad, esa cualidad ineludible e intransferible del ser humano, que lo obliga moralmente a responder por las consecuencias de sus acciones, decisiones, elecciones, omisiones, palabras y silencios. Acaso sea ese el principal atributo que lo hace humano. Frente al determinismo se alzaron en la antigua Grecia los estoicos y, en tiempos de la Ilustración, el filósofo inglés David Hume (1711-1776), cuyos argumentos acerca de la posibilidad de convivencia entre lo determinado y lo elegido dieron nacimiento a la corriente llamada compatibilismo. Esta sostiene que si bien hay cosas que no podemos (como volar o detener voluntariamente nuestro flujo sanguíneo), hay otras que son productos de nuestra libre elección, y que la moral de nuestras acciones resulta de una ecuación entre necesidades, deseos, creencias y carácter.


Víktor Frankl, el gran médico y pensador austríaco, autor de El hombre en busca de sentido, sostenía que por sobre la determinación biológica, psíquica y económica, el ser humano puede acceder a una cuarta dimensión que le es propia: la noógena o espiritual.
 Y situado en ella, si bien no siempre decide los hechos de su vida, posee siempre lo que llamó libertad última: la libertad de decidir su actitud ante sus hechos. La responsabilidad se impone así al determinismo.

S. S.

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