Una Argentina a la deriva social, económica y política
El “albertismo” se demora en nacer, mientras Cristina permanece indemne a los costos de la cuarentena, al menos por ahora
Jorge Ossona
Miembro del Club Político Argentino
La Argentina actual es el producto de una doble deriva: la socioeconómica y la política. La primera data de mediados de los 70 cuando expiró la última convicción compartida por nuestras elites dirigentes de romper el cerrojo de la sustitución de importaciones mediante una apertura productiva agropecuaria e industrial. Chocó con un doble escollo: la anomia de un sistema político que radicalizó la violencia rampante comenzada en 1955; y la nueva e imprevista crisis internacional, que terminó con “los treinta años gloriosos” ulteriores a la segunda posguerra.
Desde los 80 fue la propia dinámica económica y social la que marcó el paso de las trasformaciones sin una brújula estatal capaz de conferirle direccionalidad y sentido. Surgieron nuevos sectores económicos competitivos y prósperas clases medias en las cuencas de la nueva agricultura que maduró en los 90. Pero también arrojó a la exclusión a una porción significativa de la sociedad industrial sin que hasta el día de hoy tengamos idea de cómo recuperar la integración, que fue uno de los estandartes de nuestro imaginario nacional. La deriva socioeconómica estuvo parcialmente compensada por la experiencia democrática más duradera de nuestra historia. Nació de formaciones partidarias sólidas que sintetizaban nuestra experiencia colectiva durante el siglo XX, dotadas de liderazgos fuertes; indispensables dada la idiosincrasia presidencialista de nuestra cultura política. Ello nos hizo posible salir airosos de los abismos de nuestra deriva económica en 1989 e incluso en 2001 sin comprometer el orden constitucional.
Situaciones angustiantes como las actuales encuentran sus antecedentes en 1985, en vísperas del lanzamiento del Plan Austral, que evitó una hiperinflación que por entonces hubiera podido hacer colapsar a nuestra novel democracia. Crisis como esa o las de los últimos alzamientos militares no se hubieran podido sortear sin la conducción de Raúl Alfonsín. Cuando el vendaval hiperinflacionario finalmente se consumó en 1989, el sistema democrático ya había producido un jefe de recambio procedente del otro partido mayoritario que capeó la tormenta hasta someterla 2 años más tarde. Cuatro años después, la denominada “crisis del tequila” reeditó el peligro; pero la reelección de Carlos Menem evitó lo que no se pudo sortear un lustro más tarde cuando su fórmula macroeconómica saltó por los aires arrasando al gobierno de su sucesor. Nuestra deriva económica confluyó entonces con la política.
El amanecer del nuevo siglo trajo aparejada la detonación de esas fuerzas históricas reducidas a un archipiélago de fragmentos territoriales y corporativos. La crisis de 2001 inauguró la etapa actual de sucesivas coaliciones débiles e inestables. El kirchnerismo no hubiese sido aquello en lo que se transformó después de la “crisis del campo” de 2008 de no haber mediado el verano de nuestra commodity estrella. Tras la muerte de Kirchner, su esposa y sucesora destruyó el delicado entramado de alianzas que le permitió compensar su conquista del gobierno con menos del 23% del electorado.
La torsión que Cristina le impuso al kirchnerismo –tornándolo “cristinismo”– acentuó su debilidad disimulada tras los fastos de la política espectáculo y de un relato regeneracionista de fundamentos materiales endebles, pero de fuerte impacto cultural. La alianza electoral que la sucedió en 2015 nació también signada por la debilidad sin que Mauricio Macri acertara en compensarla mediante nuevos aliados y un compromiso más orgánico en la gestión de gobierno de los preexistentes. Ya por entonces, el país acumulaba cinco años de postración económica que desde 2018 se convirtió en recesión.
El Frente de Todos simuló ser la expresión unificada de un peronismo reconciliado. Fue solo un nuevo espejismo. La coalición que se plasmó en la fórmula Alberto Fernández-cristina Kirchner incubaba una contradicción flagrante respecto de nuestra cultura política y sobre todo de la tradición peronista. Fernández es un dirigente dotado de personalidad propia; pero su autoridad quedó marcada a fuego por la impronta de la sorprendente ingeniería que lo proyectó a la presidencia. No fue pergeñada por él sino por su socia, que se reservó no solo la vicepresidencia, sino también las palancas más importantes del poder estatal con sus respectivas cajas. Menos para financiar la continuidad del peronismo en el gobierno que la consecución de “su” proyecto interrumpido en 2015.
El Presidente probablemente posee ideas propias acerca de cuál debería ser el camino más idóneo para sacar al país del pozo. Sin embargo, ha quedado prisionero en la estructura de la nueva coalición. Solo así se explica cómo él, el primero en advertirle a la pareja gobernante en 2008 que la reacción “del campo” no era una reacción oligárquica, sino el precipitado de poderosas fuerzas sociales emergentes, pudo haber reincidido en patear ese avispero mediante el proyecto de expropiación de Vicentin. De haber sido el artífice de la coalición es seguro que hubiera conformado un gabinete diferente. Posiblemente haya proyectado un recambio “albertista” tras una renegociación airosa de la deuda y una cierta reactivación económica hacia fines de este año. Pero la pandemia se encargó de hacer añicos sus planes no quedándole otro margen que el de diferir sus aspiraciones –si todavía son posibles– hasta que la tempestad amaine.
Su fórmula de cuarentena estuvo en línea con esa perspectiva: supuso sobrevolar la medianía de su heteróclito gabinete mediante otro en el que tuvo preeminencia una vertiente de renombrados infectólogos. Su éxito inicial lo hizo suponer que había hallado un insumo insospechado para ampliar su base de sustentación. Pero su rigor, inspirado en un cálculo errado sobre su duración, se ha convertido en una trampa de efectos destructivos sobre la endeble economía estancada. Entonces su gobierno ha reincidido en la primacía de la política. Justamente el fuerte de su socia, que lo conduce a ahondar la grieta e indirectamente a recrear la coalición social de 2015 –desdibujada desde la crisis cambiaria de 2018–, sin margen para sumar a un electorado independiente reticente a los relatos agonales.
El caso Vicentin es emblemático al respecto y será sucedido por otros recursos de su especie. Su poder no alcanza para contrabalancear el impulso de los emisarios de su vicepresidenta, apoltronada en el Instituto Patria. Debe “surfear” los acontecimientos procurando preservar su autoridad. Su plan económico se ha reducido a la vieja fórmula redistribucionista en favor de sus votantes, atizando las reacciones de clases altas en fuga, medias desilusionadas y de sus propias clases populares, cuya insatisfacción es proporcional a las limitaciones materiales y trabas burocráticas para acceder a los subsidios, agravadas por el impacto de la pandemia.
El resultado de nuestra deriva política define el laberinto en el que el Presidente ha quedado entrampado. El “albertismo” se demora en nacer, mientras su socia permanece indemne a los costos de la cuarentena; al menos por ahora. Esta imagina a su gobierno como una transición hacia el retorno de su aéreo “proyecto” ideológico redentor. Pero los tiempos de una sociedad a la deriva suelen ser distintos a los de la proyectiva regeneradora de una elite política que suele dejar a sus protagonistas sumidos en el estupor. La historia argentina de los últimos 50 años brinda abundantes ejemplos de esa obsesión cuya pertinacia es paradojalmente proporcional a su inevitable frustración.
La fórmula Alberto Fernández Cristina Kirchner incubaba una contradicción flagrante respecto de nuestra cultura política y, sobre todo, de la tradición peronista
La Argentina actual es el producto de una doble deriva: la socioeconómica y la política. La primera data de mediados de los 70 cuando expiró la última convicción compartida por nuestras elites dirigentes de romper el cerrojo de la sustitución de importaciones mediante una apertura productiva agropecuaria e industrial. Chocó con un doble escollo: la anomia de un sistema político que radicalizó la violencia rampante comenzada en 1955; y la nueva e imprevista crisis internacional, que terminó con “los treinta años gloriosos” ulteriores a la segunda posguerra.
Desde los 80 fue la propia dinámica económica y social la que marcó el paso de las trasformaciones sin una brújula estatal capaz de conferirle direccionalidad y sentido. Surgieron nuevos sectores económicos competitivos y prósperas clases medias en las cuencas de la nueva agricultura que maduró en los 90. Pero también arrojó a la exclusión a una porción significativa de la sociedad industrial sin que hasta el día de hoy tengamos idea de cómo recuperar la integración, que fue uno de los estandartes de nuestro imaginario nacional. La deriva socioeconómica estuvo parcialmente compensada por la experiencia democrática más duradera de nuestra historia. Nació de formaciones partidarias sólidas que sintetizaban nuestra experiencia colectiva durante el siglo XX, dotadas de liderazgos fuertes; indispensables dada la idiosincrasia presidencialista de nuestra cultura política. Ello nos hizo posible salir airosos de los abismos de nuestra deriva económica en 1989 e incluso en 2001 sin comprometer el orden constitucional.
Situaciones angustiantes como las actuales encuentran sus antecedentes en 1985, en vísperas del lanzamiento del Plan Austral, que evitó una hiperinflación que por entonces hubiera podido hacer colapsar a nuestra novel democracia. Crisis como esa o las de los últimos alzamientos militares no se hubieran podido sortear sin la conducción de Raúl Alfonsín. Cuando el vendaval hiperinflacionario finalmente se consumó en 1989, el sistema democrático ya había producido un jefe de recambio procedente del otro partido mayoritario que capeó la tormenta hasta someterla 2 años más tarde. Cuatro años después, la denominada “crisis del tequila” reeditó el peligro; pero la reelección de Carlos Menem evitó lo que no se pudo sortear un lustro más tarde cuando su fórmula macroeconómica saltó por los aires arrasando al gobierno de su sucesor. Nuestra deriva económica confluyó entonces con la política.
El amanecer del nuevo siglo trajo aparejada la detonación de esas fuerzas históricas reducidas a un archipiélago de fragmentos territoriales y corporativos. La crisis de 2001 inauguró la etapa actual de sucesivas coaliciones débiles e inestables. El kirchnerismo no hubiese sido aquello en lo que se transformó después de la “crisis del campo” de 2008 de no haber mediado el verano de nuestra commodity estrella. Tras la muerte de Kirchner, su esposa y sucesora destruyó el delicado entramado de alianzas que le permitió compensar su conquista del gobierno con menos del 23% del electorado.
La torsión que Cristina le impuso al kirchnerismo –tornándolo “cristinismo”– acentuó su debilidad disimulada tras los fastos de la política espectáculo y de un relato regeneracionista de fundamentos materiales endebles, pero de fuerte impacto cultural. La alianza electoral que la sucedió en 2015 nació también signada por la debilidad sin que Mauricio Macri acertara en compensarla mediante nuevos aliados y un compromiso más orgánico en la gestión de gobierno de los preexistentes. Ya por entonces, el país acumulaba cinco años de postración económica que desde 2018 se convirtió en recesión.
El Frente de Todos simuló ser la expresión unificada de un peronismo reconciliado. Fue solo un nuevo espejismo. La coalición que se plasmó en la fórmula Alberto Fernández-cristina Kirchner incubaba una contradicción flagrante respecto de nuestra cultura política y sobre todo de la tradición peronista. Fernández es un dirigente dotado de personalidad propia; pero su autoridad quedó marcada a fuego por la impronta de la sorprendente ingeniería que lo proyectó a la presidencia. No fue pergeñada por él sino por su socia, que se reservó no solo la vicepresidencia, sino también las palancas más importantes del poder estatal con sus respectivas cajas. Menos para financiar la continuidad del peronismo en el gobierno que la consecución de “su” proyecto interrumpido en 2015.
El Presidente probablemente posee ideas propias acerca de cuál debería ser el camino más idóneo para sacar al país del pozo. Sin embargo, ha quedado prisionero en la estructura de la nueva coalición. Solo así se explica cómo él, el primero en advertirle a la pareja gobernante en 2008 que la reacción “del campo” no era una reacción oligárquica, sino el precipitado de poderosas fuerzas sociales emergentes, pudo haber reincidido en patear ese avispero mediante el proyecto de expropiación de Vicentin. De haber sido el artífice de la coalición es seguro que hubiera conformado un gabinete diferente. Posiblemente haya proyectado un recambio “albertista” tras una renegociación airosa de la deuda y una cierta reactivación económica hacia fines de este año. Pero la pandemia se encargó de hacer añicos sus planes no quedándole otro margen que el de diferir sus aspiraciones –si todavía son posibles– hasta que la tempestad amaine.
Su fórmula de cuarentena estuvo en línea con esa perspectiva: supuso sobrevolar la medianía de su heteróclito gabinete mediante otro en el que tuvo preeminencia una vertiente de renombrados infectólogos. Su éxito inicial lo hizo suponer que había hallado un insumo insospechado para ampliar su base de sustentación. Pero su rigor, inspirado en un cálculo errado sobre su duración, se ha convertido en una trampa de efectos destructivos sobre la endeble economía estancada. Entonces su gobierno ha reincidido en la primacía de la política. Justamente el fuerte de su socia, que lo conduce a ahondar la grieta e indirectamente a recrear la coalición social de 2015 –desdibujada desde la crisis cambiaria de 2018–, sin margen para sumar a un electorado independiente reticente a los relatos agonales.
El caso Vicentin es emblemático al respecto y será sucedido por otros recursos de su especie. Su poder no alcanza para contrabalancear el impulso de los emisarios de su vicepresidenta, apoltronada en el Instituto Patria. Debe “surfear” los acontecimientos procurando preservar su autoridad. Su plan económico se ha reducido a la vieja fórmula redistribucionista en favor de sus votantes, atizando las reacciones de clases altas en fuga, medias desilusionadas y de sus propias clases populares, cuya insatisfacción es proporcional a las limitaciones materiales y trabas burocráticas para acceder a los subsidios, agravadas por el impacto de la pandemia.
El resultado de nuestra deriva política define el laberinto en el que el Presidente ha quedado entrampado. El “albertismo” se demora en nacer, mientras su socia permanece indemne a los costos de la cuarentena; al menos por ahora. Esta imagina a su gobierno como una transición hacia el retorno de su aéreo “proyecto” ideológico redentor. Pero los tiempos de una sociedad a la deriva suelen ser distintos a los de la proyectiva regeneradora de una elite política que suele dejar a sus protagonistas sumidos en el estupor. La historia argentina de los últimos 50 años brinda abundantes ejemplos de esa obsesión cuya pertinacia es paradojalmente proporcional a su inevitable frustración.
La fórmula Alberto Fernández Cristina Kirchner incubaba una contradicción flagrante respecto de nuestra cultura política y, sobre todo, de la tradición peronista
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