La magia de las redacciones
Una de las series que más disfruté durante la cuarentena es una joyita oculta del catálogo de Netflix. Se llama The Paper y se filmó en Croacia. Trata sobre un magnate de la construcción que decide comprar un periódico. Lo que sigue después es una historia tan local como trístemente universal. Un argumento policial que muestra un entramado de corrupción, traiciones y egos.
Lo que más disfruté es el modo en que retrata los usos y costumbres de la redacción, ese espacio de trabajo que transito desde hace más de dos décadas. Es curioso que a pesar de la distancia y las diferencias culturales, los periodistas seamos tan parecidos en todos lados. De todos modos, la trama es lo suficientemente atrapante aunque jamás hayan pisado una. No se la pierdan.
Cada nuevo film de Wes Anderson, el director de Los Excéntricos Tenenbaum y La vida acuática, es un acontecimiento. Esta semana vi el trailer de La crónica francesa, de inminente estreno en el festival (virtual) de Cannes. Con su maravillosa estética vintage, transcurre en la redacción de un diario en un pueblo ficticio de Francia y recrea algunos de los artículos más emblemáticos de esa publicación. Por su elenco de notables, pero sobre todo por la temática, me dejó ansioso.
Como si se hubiera puesto de acuerdo con esta seguidilla de secuencias, mi colega y amigo Pablo Mileo –también productor y gestor cultural– subió a su cuenta de instagram una serie de fotos encontradas de una oficina de pocos metros cuadrados. Estaba en la calle Perón donde funcionaron, en paralelo, las redacciones de la revista Soy Rock y Barcelona.
Escribió, también, un texto bellísimo y lúcido. Lamenta, allí, la tendencia a la desaparición de las redacciones como consecuencia de la precarización del oficio: “Son espacio de mucho aprendizaje, intercambio y enriquecimiento (nunca monetario, desde ya)”.
Recuerda algunas anécdotas memorables: “Una vez [el diseñador] Mariano Lucano se llevó prestado a su casa el disco Pan de Spinetta y al otro día le mandamos un mensaje (“Traé Pan”) porque necesitábamos escanear la tapa y cayó con un cuarto de miñoncitos.” Y rememora charlas con muchos amigos (y maestros) en común: Ingrid Beck, Fernando Sanchez, Hernán Ameijeiras, el Gato, Pablo Marchetti, Mariana Pellegrini, entre otros.
También evoca los cafés (intomables) que preparaba el fotógrafo Pepe Cáceres. A Pepe lo conocí en la redacción de la revista La García, mi primer trabajo. Yo tenía 20 años y él había pasado los 50. Sus canas eran sinónimo de experiencia y sabiduría. Por eso, con el resto de mis colegas (todos sub-30), lo venerábamos. Tenía tres décadas (o más) de experiencia y había trabajando en los años dorados de la revista Gente. Conocía el oficio como pocos y amaba la música. Tocaba el saxo alto y le gustaba el jazz, pero había trabajado con Tormenta y veneraba a los buenos músicos más allá de cualquier estilo.
Tenía la costumbre de interrumpir las notas, y no tenía problema en decirle al entrevistado que estaba equivocado. Su reivindicación de Los Wawancó frente a las injurias de El Otro Yo a la cumbia es célebre. Pero también podía pasar que un entrevistado, como Pil Trafa de Los Violadores, mencionara a Erich Fromm. Y que El arte de amar, en la evocación de Pepe, abriera las puertas a una charla infinita.
Pepe es uno de mis fotógrafos favoritos. Retrató muchas veces a Charly García, a Viejas Locas, a los músicos de La Renga en los mingitorios de la cancha de Huracán (¡Esa foto se hizo póster!) y a
Pepe Cáceres ya era un fotógrafo experimentado, y además tocaba el saxo. En La García lo venerábamos.
Cientos de otros artistas. Cubría shows en vivo y se había vuelto una celebridad entre los lectores que lo reconocían.
A principios de agosto de 2001, con Pepe y Martín Correa viajamos a Córdoba a cubrir el que sería el último concierto de los Redondos. Fue un viaje inolvidable. Guardo dos postales mentales de esa jornada: la ovación que se llevó Pepe cuando fotografiaba a las banderas y a los ricoteros que habían llegado desde todo el país, y el momento en que Pepe se plantó con los equipos a un costado de la ruta, después de una caminata eterna, en la entrada de un barrio picante, cuando la noche se había vuelto más oscura. “Yo no camino más”, dijo. Como por arte de magia, un taxi apareció para rescatarnos.
Pepe después trabajó en Soy Rock y por eso mantuvo el vínculo con varias bandas. Entre ellas, los Jóvenes pordioseros, que lo invitaron a soplar su saxo, el mismo con el que tocaba temas de Herbie Hancock, en el Estadio Obras.
Me doy cuenta de que extraño a la redacción, y que también lo extraño a Pepe. Cuando pase el confinamiento quiero verlo. El café lo invito yo.
H. I.
También evoca los cafés (intomables) que preparaba el fotógrafo Pepe Cáceres. A Pepe lo conocí en la redacción de la revista La García, mi primer trabajo. Yo tenía 20 años y él había pasado los 50. Sus canas eran sinónimo de experiencia y sabiduría. Por eso, con el resto de mis colegas (todos sub-30), lo venerábamos. Tenía tres décadas (o más) de experiencia y había trabajando en los años dorados de la revista Gente. Conocía el oficio como pocos y amaba la música. Tocaba el saxo alto y le gustaba el jazz, pero había trabajado con Tormenta y veneraba a los buenos músicos más allá de cualquier estilo.
Tenía la costumbre de interrumpir las notas, y no tenía problema en decirle al entrevistado que estaba equivocado. Su reivindicación de Los Wawancó frente a las injurias de El Otro Yo a la cumbia es célebre. Pero también podía pasar que un entrevistado, como Pil Trafa de Los Violadores, mencionara a Erich Fromm. Y que El arte de amar, en la evocación de Pepe, abriera las puertas a una charla infinita.
Pepe es uno de mis fotógrafos favoritos. Retrató muchas veces a Charly García, a Viejas Locas, a los músicos de La Renga en los mingitorios de la cancha de Huracán (¡Esa foto se hizo póster!) y a
Pepe Cáceres ya era un fotógrafo experimentado, y además tocaba el saxo. En La García lo venerábamos.
Cientos de otros artistas. Cubría shows en vivo y se había vuelto una celebridad entre los lectores que lo reconocían.
A principios de agosto de 2001, con Pepe y Martín Correa viajamos a Córdoba a cubrir el que sería el último concierto de los Redondos. Fue un viaje inolvidable. Guardo dos postales mentales de esa jornada: la ovación que se llevó Pepe cuando fotografiaba a las banderas y a los ricoteros que habían llegado desde todo el país, y el momento en que Pepe se plantó con los equipos a un costado de la ruta, después de una caminata eterna, en la entrada de un barrio picante, cuando la noche se había vuelto más oscura. “Yo no camino más”, dijo. Como por arte de magia, un taxi apareció para rescatarnos.
Pepe después trabajó en Soy Rock y por eso mantuvo el vínculo con varias bandas. Entre ellas, los Jóvenes pordioseros, que lo invitaron a soplar su saxo, el mismo con el que tocaba temas de Herbie Hancock, en el Estadio Obras.
Me doy cuenta de que extraño a la redacción, y que también lo extraño a Pepe. Cuando pase el confinamiento quiero verlo. El café lo invito yo.
H. I.
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