viernes, 31 de julio de 2020
MANUSCRITOS,
Una sinfonía de Mozart con 347 de glucosa
Cada vez que quiero cambiar mi vida porque la odio no hago nada pero imagino que tengo una tienda de repostería porque aunque mi novio se ría y diga que no es cierto, que es imposible, que cómo puede ser si nunca lo hago, a mí me gusta mucho cocinar tortas. Medir, oler, tocar, batir, pesar, rallar, amasar, unir, alisar, esparcir, aguardar. Derretir a baño María.
Hay algo en esa química. En esa precisión tan catastrófica. En una cucharadita de esencia de vainilla, diez gramos de bicarbonato de sodio, una pizca de polvo para hornear y el agua, a veces mejor tibia. Cuando lo hacía, cuando cocinaba, yo agarraba la batidora y la prendía y le tiraba a las claras de huevo el caramelo a punto bolita blando para hacer merengue italiano y era esa mujer que camina sobre una cuerda en el cielo, de un edificio al otro, un error y la muerte.
Hay algo de milagroso también. De mezclar tanto los ingredientes hasta que dejan de ser lo que eran para transformarse en otros. Distintos. Hacer una torta debe ser como tener un hijo. De algo que no tiene nada que ver sale una cosa que uno siempre piensa que es la cosa más linda de todas las cosas.
Y hay gula. Yo no necesito de los alimentos salados. Si la salud me lo permitiera, desayunaría tostadas con Nutella y almorzaría una de esas porciones altas de torta de queso y crema fresca y merendaría una caja de bombones rellenos, pero no de frutas ni de coñac, y cenaría dos volcanes de chocolate, en su mejor versión, la justa, para que el tenedor apenas los quiebre y ellos exploten y emanen ese manjar caliente hecho, si existen, por los dioses en los que no creo para luego unirse a una buena bocha de helado, al borde del plato. Yo, si voy a un restaurante, lo primero que leo en la carta son los postres para ordenar el plato principal a partir del dulce que voy a pedir y llegar a ese momento con el nivel de saciedad que preciso. Nunca quiero llenarme con ñoquis de papa y salsa de hongos y quedar sin espacio para más.
Durante mis 20 cociné muchas tortas. De brownie con dulce de leche, cheesecakes, la que simula un Snickers, esa golosina estadounidense de caramelo y maní, lemon pie, budines, madalenas, bizcochuelos de mandarina, marmolados y de vainilla con durazno y chantilly. En mis 30 dejé de hacerlo porque la comida, la misma que comí siempre, me empezó a hacer mal, a caer peor, y encima fui a la nutricionista, la vegana, la que me recomendó mi amiga que dice ser alérgica a los lácteos, la que visita chamanes, y me dijo que las harinas procesadas, el chocolate de los kioscos, la crema de leche de las vacas, la levadura en sobrecito y todo, todo, todo eso que llevan las tortas que amo son una porquería. Por eso ya no cocino. Pero miro videos de gente que sí. Todo el tiempo. Sin parar. Más ahora. Con la pulsión de vida abarrotada en el dedo índice. Peor ahora, que no puedo salir a pasear por el barrio y porque sí. Que me quedo en casa aunque no quiera y afuera haya sol. Que si salgo solo puedo hacerlo para abastecerme de comida y no morir y con tapabocas y algo de miedo, porque estamos en el pico de una pandemia y nadie sabe demasiado de nada.
Entonces yo, que siempre me vanaglorié de no vivir con el celular en la mano para revisar las redes sociales, yo, que me burlo de mi cuñada, la más chica, la adolescente, porque pasa horas viendo en Youtube a gente que hace ruido al masticar, yo, en este encierro de casi cuatro meses, dieciséis semanas, 122 días, 2928 horas, no puedo dejar de mirar en Instagram a los que hacen tortas en bowls de colores, con preparados que a fuerza de cucharas de madera brillan, y las llevan al horno, en moldes recién lustrados, y las decoran como si en vez de reposteros fueran escultores, con una base que gira y una espátula que logra que la cobertura no parezca puesta allí sino que brotó entre la masa. Después, por último, miro cuando las cortan. Ay… El momento en que las cortan. El placer en el filo del cuchillo.
Sin embargo la cuenta que más me gusta es una en la que las tortas las agarran con las manos y las rompen, así, en dos, en primerísimo primer plano. Desprolijas. Como las capas tectónicas, el chocolate blanco, la mousse, la pasta de avellanas y las galletitas. Las parten y yo escucho aunque el video no tenga sonido. Una sinfonía de Mozart con 347 de glucosa. La barbarie de la lujuria. En pedazos. Como yo, acá, en casa. Con la esperanza de que estas tortas me salven. O me convenzan de que la espera, al menos, vale la pena. De que lo roto también es rico.
Es algo milagroso mezclar los ingredientes hasta que dejan de ser lo que eran para transformarse en otros
D. C.
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