La amiga estupenda
La enigmática autora se hizo famosa en el mundo entero cuando publicó la saga Dos amigas, tetralogía que tiene adaptadas para la televisión sus dos primeras partes
FLOW, HBO
ELENA FERRANTE Fragmento inicial de La amiga estupenda, novela de Elena Ferrante, publicada por LumenLenú y Lila. Una relación que desde la infancia se teje en el corazón de Nápoles
Rino me llamó esta mañana; pensé que iba a pedirme más dinero y me preparé para decirle que no. El motivo de su llamada era otro: su madre había desaparecido. —¿Desde cuándo?
—Desde hace dos semanas.
—¿Y me llamas ahora?
El tono debió de parecerle hostil, aunque no estaba ni enfadada ni indignada, solo me permití una pizca de sarcasmo. Intentó reaccionar pero lo hizo de un modo confuso, incómodo, en parte en dialecto, en parte en italiano. Dijo que se había figurado que su madre estaba paseando por Nápoles, como de costumbre.
—¿Y de noche también?
—Ya sabes cómo es ella.
—Ya lo sé, pero ¿a ti te parece normal una ausencia de dos semanas?
—Sí. Tú hace mucho que no la ves, ha empeorado; nunca tiene sueño, entra, sale, hace lo que le da la gana.
De todas maneras, al final se lo tomó en serio. Preguntó a todo el mundo, recorrió los hospitales, fue incluso a la policía. Nada, su madre no estaba por ninguna parte. Qué buen hijo: un hombre corpulento, de unos cuarenta años, que no había trabajado en la vida, dedicándose solo a traficar y derrochar. Imaginé el interés que había puesto en la búsqueda. Ninguno. No tenía cerebro y solo se quería a sí mismo.
—¿No estará en tu casa? —me preguntó de repente.
¿Su madre? ¿Aquí en Turín? Rino conocía bien la situación, hablaba por hablar. Él sí que era viajero, había venido a casa por lo menos unas diez veces, sin que yo lo invitara. Su madre, a la que habría recibido de buena gana, no había salido de Nápoles en su vida. Le contesté:
—No, no está en mi casa.
—¿Estás segura?
—Rino, por favor, te he dicho que no está. —¿Entonces adónde habrá ido?
Se echó a llorar y dejé que representara su desesperación, sollozos al principio fingidos, genuinos después. Cuando se calmó le dije:
—Por favor, de vez en cuando compórtate como a ella le gustaría; no la busques. —Pero ¿qué dices?
—Lo que has oído. Es inútil. Aprende a vivir solo y a mí tampoco me busques más.
Colgué.
ELENA FERRANTE Fragmento inicial de La amiga estupenda, novela de Elena Ferrante, publicada por LumenLenú y Lila. Una relación que desde la infancia se teje en el corazón de Nápoles
Rino me llamó esta mañana; pensé que iba a pedirme más dinero y me preparé para decirle que no. El motivo de su llamada era otro: su madre había desaparecido. —¿Desde cuándo?
—Desde hace dos semanas.
—¿Y me llamas ahora?
El tono debió de parecerle hostil, aunque no estaba ni enfadada ni indignada, solo me permití una pizca de sarcasmo. Intentó reaccionar pero lo hizo de un modo confuso, incómodo, en parte en dialecto, en parte en italiano. Dijo que se había figurado que su madre estaba paseando por Nápoles, como de costumbre.
—¿Y de noche también?
—Ya sabes cómo es ella.
—Ya lo sé, pero ¿a ti te parece normal una ausencia de dos semanas?
—Sí. Tú hace mucho que no la ves, ha empeorado; nunca tiene sueño, entra, sale, hace lo que le da la gana.
De todas maneras, al final se lo tomó en serio. Preguntó a todo el mundo, recorrió los hospitales, fue incluso a la policía. Nada, su madre no estaba por ninguna parte. Qué buen hijo: un hombre corpulento, de unos cuarenta años, que no había trabajado en la vida, dedicándose solo a traficar y derrochar. Imaginé el interés que había puesto en la búsqueda. Ninguno. No tenía cerebro y solo se quería a sí mismo.
—¿No estará en tu casa? —me preguntó de repente.
¿Su madre? ¿Aquí en Turín? Rino conocía bien la situación, hablaba por hablar. Él sí que era viajero, había venido a casa por lo menos unas diez veces, sin que yo lo invitara. Su madre, a la que habría recibido de buena gana, no había salido de Nápoles en su vida. Le contesté:
—No, no está en mi casa.
—¿Estás segura?
—Rino, por favor, te he dicho que no está. —¿Entonces adónde habrá ido?
Se echó a llorar y dejé que representara su desesperación, sollozos al principio fingidos, genuinos después. Cuando se calmó le dije:
—Por favor, de vez en cuando compórtate como a ella le gustaría; no la busques. —Pero ¿qué dices?
—Lo que has oído. Es inútil. Aprende a vivir solo y a mí tampoco me busques más.
Colgué.
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