El Frankenstein del conurbano inquieta
La rebelión policial exhibió no solo los problemas estructurales de la provincia, sino también la fragilidad operativa del oficialismo
- Martín Rodríguez Yebra
Axel Kicillof agotó el celular la madrugada del martes mientras una cuadrilla de policías armados quemaba gomas a las puertas de la residencia oficial donde vive con su familia. Cristina Kirchner, su hijo Máximo y Alberto Fernández le prometieron auxilio, entre palabras de contención emocional.
Al gobernador bonaerense lo asaltó el peor de los temores: que las sirenas de la rebelión policial fueran el inicio del estallido tantas veces vaticinado en un conurbano azotado por la pandemia, el déficit de viviendas, la pauperización social y el delito violento.
Sus valedores tardaron 48 horas en dar con un parche; lo que les costó hallar un culpable perfecto. En ese lapso llovieron discusiones, pases de facturas y broncas internas. Pero ante todo reinó la perplejidad por un conflicto que escaló hasta niveles indigeribles.
El ministro de Seguridad, Sergio Berni, se paseó por la cuerda floja. La protesta policial desinfló el mito del sheriff que comanda esa tropa destartalada de 90.000 efectivos. En el gabinete provincial, los leales a Kicillof señalaron a Berni ante semejante reto a su autoridad. La continuidad del ministro entró al final en el paquete que delinearon Alberto Fernández y los dos Kirchner. El decreto que quitó 1,18 puntos de coparticipación a la ciudad para financiar el aumento a los policías era un salvavidas para Kicillof, pero también para Berni. Al menos por ahora.
Cristina Kirchner ve al conurbano como la capital de su proyecto político. Fernández no parece disentir. Haber cedido sin condiciones ante un movimiento anárquico de policías en actitud piquetera fue un sapo que hubo que tragar para evitar males mayores. Todo pérdida para la autoridad presidencial. Quizá no tanto para la vicepresidenta: el zarpazo sin aviso a los porteños pulverizó la confianza entre Fernández y Horacio Rodríguez Larreta (y la oposición entera). El Presidente del diálogo, despojado de su rasgo distintivo. El Frente es cada vez menos de Todos y más de Ella.
A Cristina le fastidia Larreta. no tolera la buena percepción que hay de él en el conurbano en las encuestas que mira. Lo considera una injusticia, sostenida por la “opulencia” (palabra de ella que verbalizó el Presidente) de la ciudad autónoma. De ahí el esfuerzo didáctico de Máximo Kirchner en explicarles a los bonaerenses el descaro que constituyen los canteros iluminados de la 9 de Julio.
La respuesta de Larreta
Arrastrado a la guerra, Larreta preparó su réplica como si fuera un lanzamiento presidencial. Les habló a “los argentinos” y exhibió un currículum de político eficaz: “Yo no creo en la improvisación, creo en la planificación y en las políticas de Estado”.
La disciplina en la comunicación es un rasgo de fábrica. Leyó de un teleprónter para no errar el tono, en la delicada misión de contentar a los duros de Juntos por el Cambio sin emularlos. Si toda crisis trae una oportunidad, Cristina y Alberto le regalaron 40 puntos de rating en un pedestal de líder nacional cuando aún le quedan unas cuantas almas por conquistar en su propio terreno político-electoral. La campaña –por mal que le pese– se adelanta, con la pandemia en su pico.
Le tienen limitada fe al planteo judicial en la Corte. “Hay una decisión tomada de desfinanciar a la ciudad. Si no es con esta herramienta, usarán otras”, se resigna un aliado de Larreta.
Al kirchnerismo el conflicto institucional le preocupa menos que acomodar la gestión bonaerense, por momentos pasmada con la sucesión de crisis a punto de desbordarse (contagios, delitos, tomas de tierras, demandas sociales), en un contexto nacional de recesión severa.
El cúmulo de fondos discrecionales que recibió Kicillof de la nación en el año a cuento de la pandemia (más de $100.000 millones) dio otro salto con el plan de seguridad que se anunció el viernes 4. Descartó entonces aumentar el sueldo de los policías, con la lógica de evitar reclamos en cascada de maestros, médicos y estatales.
Antes de una semana tuvo lo peor de ambos mundos: concedió el aumento bajo presión y ya se armó la fila de demandas sindicales. 30
Al igual que el Presidente, el gobernador se escandalizó por la inequidad que sufre Buenos Aires en el reparto de fondos.
La indignación del kirchnerismo por la sequía financiera bonaerense
años de crisis
resultó todo un espectáculo: como ver al doctor Frankenstein denunciando la aparición del monstruo y clamando por un responsable.
El incesante deterioro del conurbano tiene una raíz económica –la falta de alternativas al proceso de desindustrialización iniciado en los 70– y otra eminentemente política, en su concepción como plataforma de sueños presidenciales de sucesivos jefes peronistas desde los años 80.
En 1988 Raúl Alfonsín pactó con los gobernadores del PJ la actual ley de coparticipación. El bonaerense Antonio Cafiero aceptó distribuir entre las provincias que apoyaban su plan presidencial una porción de los fondos que le correspondían a su distrito, tal vez con la idea de que tendría luego opción de reponerlos cuando ganara. Buenos Aires cedió más de seis puntos respecto del acuerdo que regía.
La victoria sorpresiva de Carlos Menem en la interna justicialista quemó los papeles. En 1991, urgido de un triunfo bonaerense, le ofreció ser gobernador a su vice, Eduardo Duhalde. De las exigencias de este para aceptar, nació el Fondo del Conurbano. La ley 24.073, de 1992, estableció que el 10% de lo recaudado al año por el impuesto a las ganancias se destinaría a financiar obras de carácter social en Buenos Aires.
Duhalde disfrutó de una caja inmensa para asfaltar su ruta a la Casa Rosada. Años de inauguraciones felices de cartón piedra se agotaron cuando Menem logró el permiso para la reelección. Los aliados pasaron a ser enemigos. En 1996, el riojano le puso un techo de $650 millones al Fondo del Conurbano. El excedente iría a otras provincias. Duhalde se lanzó a endeudarse para compensar lo perdido. Fracasó en las elecciones de 1999, pero no en construir un aparato político sin par, amalgamado por el dinero público. Un bolsillo sin costuras.
Después de la explosión de 2001 y la megadevaluación subsiguiente, el santacruceño néstor Kirchner aterrizó en la Casa Rosada en 2003 sin poder propio. Comprendió de entrada que debía capturar la estructura duhaldista. Su jugada maestra consistió en no actualizar jamás el tope de $650 millones del Fondo del Conurbano, que por efecto de la inflación se fue convirtiendo en una partida insignificante para Buenos Aires y gigante para las provincias que, de rebote, recibían el excedente.
Kirchner atrajo a los intendentes con obras y subsidios. Siempre gestionados desde la Casa Rosada. “nunca les des caja a estos tipos”, solía decir. Se cansó de denunciar “el despilfarro” de Duhalde en los 90, ante la decadencia evidente de la infraestructura, los servicios y el tejido productivo del conurbano. Al aparato existente sumó a los piqueteros, actores emergentes de una geografía empobrecida. Felipe Solá, el gobernador de entonces, quedó relegado a un tercer plano. El jefe de Gabinete nacional era Alberto Fernández, que nunca expresó incomodidad con esa línea.
Para 2005, el kirchnerismo había fijado residencia en el Gran Buenos Aires. no dejó nunca más de alimentar al monstruo. El siguiente gobernador, Daniel Scioli, aceptó el papel de delegado sin poder y se dedicó a invertir partidas que sí podía administrar para su promoción personal hacia la presidencia. Coronó el plan con la duplicación de la policía bonaerense. La cuenta imposible: menos coparticipación, más gasto, más deuda. La caja de Buenos Aires ahondó su sequía y el aumento de las transferencias al interior en estas décadas de poco sirvió para crear polos alternativos de desarrollo. El conurbano y la miseria siguieron creciendo.
Axel Kicillof nunca revisó la desfinanciación bonaerense cuando fue ministro de Economía, de 2013 a 2015. El Fondo del Conurbano se liquidó a fines de 2017 después de que María Eugenia Vidal litigó en la Corte para eliminar el tope que lo había jibarizado. El pacto fiscal le dio a la provincia $21.000 millones para 2018 y otros $44.000 millones para 2019, actualizables por IPC. Recuperó fondos, aunque también aceptó absorber subsidios que pagaba la nación. El diputado porteño Kicillof votó en contra de aquella ley.
Ahora, desde el sillón principal de La Plata, exige justicia distributiva con su nombre anotado en lápiz en las quinielas presidenciales. La saga continúa. Él tiene una ventaja respecto de sus antecesores: quien maneja el poder se desvive por apuntalarlo. Quien firma los cheques demostró que también. ¿Qué pasará si el dinero no alcanza? La opción de recortar hasta otro punto de la coparticipación de la ciudad sigue sobre la mesa, mitad amenaza, mitad remedio al alcance de la mano. Botones rojos.
Es la receta universal del kirchnerismo: la plata la pone el que más tiene. nunca es tiempo de ampliar la torta. El karma del conurbano –y en apariencia del país–: siempre menos.
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