La Corte, en el ojo de la tormenta
Pablo Sirvén
Twitter: @psirven
Corte y peronismo son términos que se repelen casi siempre. Junto con la obsesión contra el periodismo, el supremo tribunal de justicia suele ser otra de las ideas fijas que alteran al movimiento justicialista desde su creación, hace 75 años.
A poco de asumir, en 1946, la primera de sus tres presidencias, el general Juan Domingo Perón ordenó al Congreso la inmediata puesta en marcha del juicio político a los miembros de ese cuerpo –se cargó a cuatro jueces y al procurador general– con un argumento insólito teniendo en cuenta el origen político del flamante mandatario. Se condenó a la CSJN de entonces por haber avalado los golpes militares de 1930 y 1943. El detalle no menor es que Perón había sido uno de los artífices de esa última dictadura y su funcionario más influyente (vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión, todo al mismo tiempo). Como frutilla de ese postre envenenado, el único juez supremo que quedó en pie fue el que había nombrado el general Edelmiro Farrell, presidente del gobierno de facto, por cuyo aval se castigaba a la Corte. Doble vara a full.
Salto en el tiempo y tenemos a Carlos Menem ampliando ese tribunal de cinco a nueve miembros, generando así lo que pasó a la historia con el rótulo de la “mayoría automática”, que asfaltó y libró de obstáculos el camino hacia su ambiciosa y controvertida “reforma del Estado”. La fuerza que le faltó al presidente interino Eduardo Duhalde para desplazar a aquellos cortesanos menemistas la tuvo Néstor Kirchner, a quien ungió para que lo sucediera. La presión del santacruceño logró que tres renunciaran y dos fueran destituidos. Su actual viuda motorizó desde el Senado bajar el número de miembros de ese cuerpo de nueve a cinco.
Ya antes del revés oficial de los últimos días por la aceptación de la Corte por unanimidad de sus cinco miembros del per saltum solicitado por los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli, los jacobinos del Frente de Todos habían vuelto a agitar la idea de ampliar la Corte con nuevos integrantes que tengan mayor empatía hacia el Gobierno, de manera de evitarse sobresaltos respecto de la compleja situación judicial de Cristina Kirchner y, de paso, garantizar permanente luz verde para las iniciativas más polémicas. No es un tema específico de la reforma judicial en sí, pero la idea sobrevuela en la discreta “comisión Beraldi” (como se la conoce informalmente en honor al abogado personal de Cristina Kirchner).
Por su esencia verticalista, el peronismo nunca se siente cómodo con poderes que no controla. Por eso son cíclicos sus choques con representantes del Poder Judicial. Y por la misma razón sobreactúa los cortocircuitos con la prensa. De hecho, tiende a ligar todo el tiempo a ambos y a construir un relato permanente de confabulación que encuentra su punto culminante en la teoría del lawfare. Como no salió al gusto oficialista la resolución de la Corte (aún falta definir la cuestión de fondo), en estos días varios de sus referentes salieron a agitar de nuevo el argumento de las “presiones” de la oposición y los medios. En cambio invisibilizan, o le restan importancia, a la intemperante interpelación verbal previa de Alberto Fernández contra el titular de la Corte, Carlos Rosencrantz, y la algo más sosegada, pero no mucho, posterior del jefe de Gabinete, Santiago Cafiero. Nadie del staff gubernamental, no obstante, se ha atrevido a llegar tan lejos todavía como Cristina Kirchner, con sus sucesivos gestos de violencia simbólica registrados a fines del año pasado, cuando zamarreó repetidas veces a los miembros del Tribunal Federal 2, al declarar en la causa que investiga si durante su gestión se direccionó obra pública en favor de Lázaro Báez. “A mí me absolvió la historia. Y a ustedes seguramente los va a condenar la historia”, maltrató a aquellos jueces.
La que pasó no fue una buena semana para la supervicepresidenta porque, además del per saltum de la Corte, la Cámara de Casación confirmó su procesamiento por cohecho en la causa por la cartelización de la obra pública, que se desprende de la investigación de los cuadernos de las coimas. Es curioso que se cataloguen como presiones las que provienen desde el llano y no se tomen como tales las que se producen desde lo más alto del poder. Esa tensión y doble vara son lo que en su libro La formación ideológica del peronismo Juan Segovia define como “un trabajo de desmantelamiento de la legitimidad liberal, al mismo tiempo que el montaje de una nueva legitimidad”. Esa nueva “legitimidad peronista” que se pretende busca reconfigurar a los empujones la legitimidad tradicional.
Se trae a colación como posdata para cerrar esta columna otra de las frases incendiarias que Cristina Kirchner pronunció cuando retó a los jueces, en el episodio mencionado más arriba. “Cuando terminó la presidencia –apuntó, refiriéndose a la suya–, después de la primera devaluación [del gobierno de Cambiemos], dije: ‘Estos van a hacer un desastre. Hay que cambiar todo a dólares’”. No se puede negar que la líder kirchnerista siempre mira un poco más adelante que los demás.
Para el kirchnerismo, la Justicia es el campo principal de batalla para salvar a su líder
Corte y peronismo son términos que se repelen casi siempre. Junto con la obsesión contra el periodismo, el supremo tribunal de justicia suele ser otra de las ideas fijas que alteran al movimiento justicialista desde su creación, hace 75 años.
A poco de asumir, en 1946, la primera de sus tres presidencias, el general Juan Domingo Perón ordenó al Congreso la inmediata puesta en marcha del juicio político a los miembros de ese cuerpo –se cargó a cuatro jueces y al procurador general– con un argumento insólito teniendo en cuenta el origen político del flamante mandatario. Se condenó a la CSJN de entonces por haber avalado los golpes militares de 1930 y 1943. El detalle no menor es que Perón había sido uno de los artífices de esa última dictadura y su funcionario más influyente (vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión, todo al mismo tiempo). Como frutilla de ese postre envenenado, el único juez supremo que quedó en pie fue el que había nombrado el general Edelmiro Farrell, presidente del gobierno de facto, por cuyo aval se castigaba a la Corte. Doble vara a full.
Salto en el tiempo y tenemos a Carlos Menem ampliando ese tribunal de cinco a nueve miembros, generando así lo que pasó a la historia con el rótulo de la “mayoría automática”, que asfaltó y libró de obstáculos el camino hacia su ambiciosa y controvertida “reforma del Estado”. La fuerza que le faltó al presidente interino Eduardo Duhalde para desplazar a aquellos cortesanos menemistas la tuvo Néstor Kirchner, a quien ungió para que lo sucediera. La presión del santacruceño logró que tres renunciaran y dos fueran destituidos. Su actual viuda motorizó desde el Senado bajar el número de miembros de ese cuerpo de nueve a cinco.
Ya antes del revés oficial de los últimos días por la aceptación de la Corte por unanimidad de sus cinco miembros del per saltum solicitado por los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli, los jacobinos del Frente de Todos habían vuelto a agitar la idea de ampliar la Corte con nuevos integrantes que tengan mayor empatía hacia el Gobierno, de manera de evitarse sobresaltos respecto de la compleja situación judicial de Cristina Kirchner y, de paso, garantizar permanente luz verde para las iniciativas más polémicas. No es un tema específico de la reforma judicial en sí, pero la idea sobrevuela en la discreta “comisión Beraldi” (como se la conoce informalmente en honor al abogado personal de Cristina Kirchner).
Por su esencia verticalista, el peronismo nunca se siente cómodo con poderes que no controla. Por eso son cíclicos sus choques con representantes del Poder Judicial. Y por la misma razón sobreactúa los cortocircuitos con la prensa. De hecho, tiende a ligar todo el tiempo a ambos y a construir un relato permanente de confabulación que encuentra su punto culminante en la teoría del lawfare. Como no salió al gusto oficialista la resolución de la Corte (aún falta definir la cuestión de fondo), en estos días varios de sus referentes salieron a agitar de nuevo el argumento de las “presiones” de la oposición y los medios. En cambio invisibilizan, o le restan importancia, a la intemperante interpelación verbal previa de Alberto Fernández contra el titular de la Corte, Carlos Rosencrantz, y la algo más sosegada, pero no mucho, posterior del jefe de Gabinete, Santiago Cafiero. Nadie del staff gubernamental, no obstante, se ha atrevido a llegar tan lejos todavía como Cristina Kirchner, con sus sucesivos gestos de violencia simbólica registrados a fines del año pasado, cuando zamarreó repetidas veces a los miembros del Tribunal Federal 2, al declarar en la causa que investiga si durante su gestión se direccionó obra pública en favor de Lázaro Báez. “A mí me absolvió la historia. Y a ustedes seguramente los va a condenar la historia”, maltrató a aquellos jueces.
La que pasó no fue una buena semana para la supervicepresidenta porque, además del per saltum de la Corte, la Cámara de Casación confirmó su procesamiento por cohecho en la causa por la cartelización de la obra pública, que se desprende de la investigación de los cuadernos de las coimas. Es curioso que se cataloguen como presiones las que provienen desde el llano y no se tomen como tales las que se producen desde lo más alto del poder. Esa tensión y doble vara son lo que en su libro La formación ideológica del peronismo Juan Segovia define como “un trabajo de desmantelamiento de la legitimidad liberal, al mismo tiempo que el montaje de una nueva legitimidad”. Esa nueva “legitimidad peronista” que se pretende busca reconfigurar a los empujones la legitimidad tradicional.
Se trae a colación como posdata para cerrar esta columna otra de las frases incendiarias que Cristina Kirchner pronunció cuando retó a los jueces, en el episodio mencionado más arriba. “Cuando terminó la presidencia –apuntó, refiriéndose a la suya–, después de la primera devaluación [del gobierno de Cambiemos], dije: ‘Estos van a hacer un desastre. Hay que cambiar todo a dólares’”. No se puede negar que la líder kirchnerista siempre mira un poco más adelante que los demás.
Para el kirchnerismo, la Justicia es el campo principal de batalla para salvar a su líder
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