Los deseos imaginarios del papa peronista
Fernando A. Iglesias
Quien razona con la lógica humana, la de los méritos adquiridos con la propia habilidad, pasa de ser el primero a ser el último. En cambio, quien se confía con humildad a la misericordia del Padre, pasa de último a primero”. Las palabras pertenecen al Santo Padre, que vive en Roma, quien tuvo la amabilidad de citarnos a Mateo en su encíclica tuitera #Elevangeliodehoy. Esta ambición, este deseo imaginario de pasar de último a primero de la cola sin mérito ni esfuerzo, expresa el sueño húmedo de la Argentina mediocre surgida de setenta años de experimentos populistas. Pero no es todo. La cosa es mucho peor.
La cosa es mucho peor porque excede ampliamente la tradición preconciliar de la Iglesia, la de la condena del dinero como estiércol del diablo y el desprecio por el progreso y la modernidad, para pasar de la teoría alucinada a la práctica política, encarnada hoy en la boda política entre la reina Cleopatra de Tolosa y el virrey Alberto bendecida por Francesco Primo, y el catastrófico gobierno que padecemos. La cosa es mucho peor porque de la doctrina emanada de la unidad básica de Santa Marta se desprende una intención conciliatoria entre San Ignacio de Loyola y Carlos Marx que no es más que una apología del fracaso y el resentimiento; una traducción de los valores del Medioevo eclesial a la jerga peronista; una alabanza de la dependencia de la madre-iglesia y el padre-estado; un panegírico de la reducción del ciudadano a súbdito, del empresario independiente a siervo de la gleba y del trabajador autónomo a subsidiado social.
A falta de una burguesía pujante, liquidada por setenta años de clientelismo para ricos y famosos, el enemigo de clase del pobrismo cato-peronista resultó ser la clase media, sus ilusiones de prosperidad y su epopeya aspiracional de M’hijo el dotor. Abrumado por tanta codicia desmedida, el papa peronista nos manda ahora al fondo de la cola. Nos lo tenemos merecido por impíos, por no haber acumulado millones vaciando las arcas públicas, por no haber llenado nuestras cajas de seguridad con lechuga termosellada proveniente de la cancelación de cloacas en el conurbano y de la postergada reparación de frenos de los trenes. Que el buen padre nos perdone nuestras ambiciones insolidarias de tener casa propia y educar bien a nuestros hijos, de viajar cada tanto al Primer Mundo e ir renovando de vez en cuando el autito. Al enemigo, ni justicia, ni olvido ni perdón.
Con este método sincrético, el de adosar lo peor dedos tradiciones totalitarias, han construido algunos un marxismo berreta en el que la clase obrera es reemplazada como sujeto histórico por el proletariado andrajoso: ellumpenpr ole ta riat comandado por el emisario papal Juancito Grasiabó. No hay aplazaos ni escalafón. El ascenso social se aplaza hasta que aclare, lameritocracia se suspende para dar lugar a la obsecuencia militante. Enorme desilusión para nosotros, hijos y nietos de aquella clase obrera que nos educamos en el jardín de infantes del Club Sol Argentino y el Enspa de Avellaneda. Pero no podemos decir que no nos avisaron: nos advirtió Borges cuando contó cómo sus compañeros de la Biblioteca Cané le habían impuesto disminuir a la mitad el número de los libros que clasificaba diariamente. Me lo advirtió mi papá cuando me contó que había dejado la fábrica para dedicarse al comercio cuando el delegado sindical lo amenazó con una paliza si no bajaba su ritmo de trabajo a la mitad.
La víctima final, se sobreentiende, es la productividad, ya que la destrucción por abajo del valor simbólico del trabajo bien hecho se complementa por arriba con la demonización de la inversión. Muera el campo de los organismos transgénicos, la revolución de la siembra directa y los tractores guiados por GPS. Yuyito, dice la reina. Aguanten los talleres medievales del industrialismo jurásico, claman los barones del conurbano. Avanti Formosa, les hace eco el Presidente. Y que reviente la opulenta Capital Federal. Cualquiera que haya leído medio tomo de El capital se da cuenta de que mediante estos actos el populismo le da el adiós definitivo al ingrediente señalado por Marx como responsable del progreso: el incremento del capital orgánico. Se explica así que un país que el 17 de octubre de 1945 era el sexto entre los más ricos del mundo haya caído al puesto 60º de hoy. Adiós, Canadá. Hola, Venezuela. Aplausos. Tronar de bombos. Marchita. ovación.
Pero la elección de los clasemedieros como enemigos de clase sustitutos presenta asperezas no menores. En la sociedad de la información y el conocimiento, la clase media es responsable de la mayor parte del valor agregado a la producción. ¿No era este el elemento decisivo por el que en los tiempos industriales Marx había elegido al proletariado fabril, y no a los peones rurales ni al campesinado, mucho más pobres que él? ¿No fue suficiente el desprecio manifiesto de Marx por ellump en proletariado y los campesinos, sectores marginales propensos a la exaltación nacionalista y el seguimiento de líderes mesiánicos que no merecían siquiera la denominación de “clase”? ¿Y no este, precisamente, el papel reaccionario que juega hoy la clase obrera en el universo postindustrial?
“Un gobierno de lúmpenes para lúmpenes”, dice Marx del primer régimen populista en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte. Sin embargo, para la estudiantina papal de Palermo Trotsky, la idolatría por el lumpen de abajo se completa con la exaltación del lumpen de arriba; esa lideresa exaltada al grito de “¡Vivan Napoleón y el salchichón!”, antecedente francés del choripán. En cuanto al carácter pretendidamente liberador del bonapartismo, dice Marx: “Francia ha querido escapar al despotismo de una clase entregándose al despotismo de un solo individuo, cayendo así bajo la autoridad de un sujeto sin ninguna autoridad”. ¿Les suena?
De la fascinación adolescente por el campesinado maoísta al apoyo temprano al régimen jesuítico de los Castro, a la admiración madura por el tigre de los llanos bolivarianos, a la defensa tardía de la debacle argenta de hoy. De fracaso en fracaso y de mal en peor. Una trayectoria penosa y descendente, la de los refutadores del culto al mérito heredado de sus abuelos. ¿Qué otra cosa que el Medioevo peronista podía salir de ahí? ¿Qué cosa distinta al ancien régime, a la representación política del súbdito subsidiado, a esta aristocracia basada en el pillaje, a este revoltijo de mediocres ensalzadores de la mediocridad? ¿Qué otra cosa cabía esperarse en 2019 si no este gobierno de la reina y el virrey que amenaza proseguir en 2023 con la candidatura presidencial del epítome del demérito y la apropiación del poder por una casta medieval: el príncipe heredero Massimino Dolcefarniente, gran señor de Calafate temporalmente transferido a la odiada Capital?
La parábola bíblica del papa peronista termina como debe terminar: con una señora razonablemente bien vestida intentando robarse 27 latas de atún de un supermercado, amenazando con denunciar violencia de género y no volver nunca más a ese despreciable lugar cuando la descubrieron, y con un coro de tuiteros paleoprogres que la justificaban. La moraleja es clara. Quienes elegimos ponernos del lado de una cadena de supermercados somos delincuentes aspiracionales. Gente indigna. Asistentes a banderazos anticuarentena. Escoria y lastre de la humanidad. Lacra solo superada por esos horribles empleados que detectaron y denunciaron a la pobre señora. Traidores de clase. Fijate de qué lado de la mecha te encontrás.
La conclusión es simple. El robo hormiga ha reemplazado a la revolución social. El capitalismo (el supermercado) es el pecado porque encarna y alimenta los vicios despreciables de la Argentina sensual y opulenta, clasemediera y blanca, europeísta y corrompida, frente a la auténtica expresión del pueblo educado en la tradición del papa peronista: las latas de atún escondidas en la campera. El choreo está bien. El capitalismo está mal.
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