Reformismo y encono contra la familia judicial, en el ADN peronista
Los actuales avances del oficialismo sobre el Poder Judicial tienen antecedentes en el primer Perón, aquel que en 1943 asumió en el Departamento Nacional de Trabajo del gobierno militar
Juan Manuel Palacio
Historiador, autor de La justicia peronista (Buenos Aires, Siglo XXI)
Hay al menos dos rasgos de los actuales avances del oficialismo sobre el Poder Judicial que forman parte del ADN del peronismo. El primero es el impulso reformista, que busca innovar el sistema por diferentes vías (diseño institucional, régimen procesal, modificación de fueros o jurisdicciones) con el propósito de influir en los modos de administrar justicia. El segundo es la elaboración de un discurso altamente confrontativo con el Poder Judicial existente, generoso en críticas y desacreditaciones, colectivas y personales, que sirve para apuntalar al primero, fundamentando la necesidad de los cambios que se persiguen.
Lo del “ADN” –frase hecha de la que a veces se abusa– es en este caso literal: esos rasgos se pueden encontrar en el primer Perón, e incluso en el primerísimo, aquel que a fines de 1943 asumió en el Departamento Nacional de Trabajo del gobierno militar surgido de la Revolución de Junio, para transformarlo enseguida en la poderosa Secretaría de Trabajo y Previsión.
Fue desde esa dependencia que Perón diseñó un exhaustivo plan de regulación laboral (que incluyó piezas emblemáticas de legislación, como el Estatuto del Peón, las vacaciones pagas, el salario mínimo vital, la doble indemnización o el aguinaldo) y de intervención en los sistemas de resolución de conflictos, que incluía la creación de diversas instancias administrativas, el desplazamiento de la Justicia ordinaria de su jurisdicción sobre ciertas materias y la creación de un fuero enteramente nuevo. La cuestión era urgente: Perón temía –y probablemente con razón– que su reforma laboral fuera a naufragar en los estrados de un Poder Judicial dominado por ideas conservadoras y lejano al espíritu de la nueva legislación social que venía desarrollándose en el mundo desde principios del siglo XX (el “nuevo derecho”, como lo había bautizado Alfredo Palacios en 1920) y que él iba a adoptar como propia en el país.
Para obturar esos riesgos, Perón hizo esencialmente dos cosas. Por un lado, creó un sistema nacional de conciliación y arbitraje obligatorio en las delegaciones regionales de la Secretaría distribuidas en todos los puntos del país, para entender en los conflictos que se suscitaban entre empleadores y trabajadores –un verdadero sistema de justicia laboral administrativa en manos del Estado Nacional–. Si bien las decisiones que tomaban esos tribunales no eran vinculantes y los patrones podían no aceptarlas, en la práctica ese paso procesal se convirtió en la primera instancia de los litigios laborales, ya que allí se practicaba la instrucción (recepción de demandas, presentación de pruebas, citación de testigos) de lo que luego eventualmente continuaba en la Justicia. Esto, más las otras actividades que realizaban estas delegaciones (una amplia divulgación de los nuevos derechos entre los trabajadores de cada localidad, invitación a denunciar incumplimientos, asesoramiento legal y representación gratuita ante los tribunales), suscitó entre sectores propietarios y empleadores, así como en el ambiente judicial, un generalizado repudio. La intervención del Ejecutivo en materia judicial se consideraba aberrante, igual que el marcado ambiente “obrerista” que se respiraba en dichas oficinas y durante esos procesos, carentes de imparcialidad. Por su parte, la incitación a los trabajadores a denunciar y judicializar sus reclamos, a la vez que alteraba la paz social, ocultaba mal la intención del gobierno de querer movilizarlos con fines políticos.
Un editorial de este mismo diario, de 1946, resumía esas quejas: “La actuación de la citada Secretaría en los conflictos obrero-patronales […] se ha distinguido por su carácter militante a favor de los asalariados y por el tono descomedido, cuando no ofensivo, con que se refiere a las actitudes de las empresas. […] ha conseguido agriar las disputas y crear una atmósfera de enardecimiento favorable a otros fines”.
Lo otro que hizo Perón para evitar que sus nuevas leyes laborales fueran a fracasar ante los estrados de la Justicia Civil fue crear, por decreto de 1944, los Tribunales del Trabajo, un viejo proyecto por el que una corriente polifónica de laboralistas (del socialista Alfredo Palacios al liberal Joaquín V. González, pasando por otros maestros del derecho laboral de distintas extracciones como Leónidas Anastasi, Alejandro Unsain, o Carlos Saavedra Lamas) había venido bregando desde principios del siglo XX, desde los claustros universitarios y a través de la elaboración de diversos proyectos de ley que, una y otra vez, habían naufragado en el Congreso Nacional durante cuarenta años. Irónicamente, el nuevo fuero –que nacía de la crítica de esos voceros del “nuevo derecho” a la insuficiencia del derecho y la Justicia Civil para atender los conflictos entre capital y trabajo– llegaba ahora de la mano de un coronel que no ocultaba su desconfianza en el Poder Judicial y a través de un decreto de un gobierno de facto.
A pesar del consenso existente en la Argentina y el mundo sobre la necesidad de crear un fuero especial para los conflictos laborales (para 1944 la mayoría de los países occidentales, incluidos los de la región, los había creado) la forma y el momento en que fueron alumbrados en nuestro país hicieron que el proceso se desarrollara en estas tierras en un contexto de gran polarización. El pecado original de su alumbramiento por decreto y, sobre todo, el nombramiento por la misma vía de los primeros jueces y camaristas del trabajo del país –que abiertamente se confesaban “peronistas”– fue objeto de renovadas críticas desde la familia judicial, que hacia 1945 tomó la forma de una verdadera escalada. Mientras algunos colegios de abogados denunciaban su inconstitucionalidad y la Corte Suprema –ya entonces enrolada en la oposición acérrima a Perón– se negaba a tomar juramento a los jueces del nuevo fuero, Perón celebraba la creación de la justicia de los trabajadores –por oposición a la existente, la de la oligarquía– “a fin de que la justicia este en manos de verdaderos magistrados y no de quienes buscan la forma de violarla”.
Reformismo judicial y pelea con la corporación jurídica son así un clásico del peronismo. Pero trazados esos parecidos entre el presente y el peronismo embrionario de 1943, corresponde también resaltar algunas diferencias claras. Guste o no, la reforma que emprendió Perón tenía un propósito claro y una mística muy marcada: se trataba del otorgamiento de nuevos derechos y protecciones a los trabajadores argentinos y en particular de la vigilancia de su aplicación. Por otro lado, el proyecto se sostenía en bases doctrinarias muy sólidas, como era la tradición del nuevo derecho social imperante entonces en el mundo occidental, que propugnaba la necesidad de un fuero especial para aplicarlo. Por fin, como consecuencia de lo anterior, el discurso que lo sostenía era unívoco, elaborado consistentemente por los especialistas de la Secretaría de Trabajo y apoyado por todo el funcionariado de los primeros gobiernos peronistas.
No es fácil discernir alguna de esas características detrás del avance sobre la Justicia de esta versión actual del peronismo. Solo está presente la embestida discursiva contra el sistema judicial existente, lo que no solo no hace honor a aquel reformismo primigenio sino que, fundamentalmente, no alcanza para darle al emprendimiento la necesaria legitimidad política, moral o jurídica.
Lo otro que hizo Perón para evitar que sus nuevas leyes laborales fueran a fracasar ante los estrados de la Justicia Civil fue crear, por decreto de 1944, los Tribunales del Trabajo
Hay al menos dos rasgos de los actuales avances del oficialismo sobre el Poder Judicial que forman parte del ADN del peronismo. El primero es el impulso reformista, que busca innovar el sistema por diferentes vías (diseño institucional, régimen procesal, modificación de fueros o jurisdicciones) con el propósito de influir en los modos de administrar justicia. El segundo es la elaboración de un discurso altamente confrontativo con el Poder Judicial existente, generoso en críticas y desacreditaciones, colectivas y personales, que sirve para apuntalar al primero, fundamentando la necesidad de los cambios que se persiguen.
Lo del “ADN” –frase hecha de la que a veces se abusa– es en este caso literal: esos rasgos se pueden encontrar en el primer Perón, e incluso en el primerísimo, aquel que a fines de 1943 asumió en el Departamento Nacional de Trabajo del gobierno militar surgido de la Revolución de Junio, para transformarlo enseguida en la poderosa Secretaría de Trabajo y Previsión.
Fue desde esa dependencia que Perón diseñó un exhaustivo plan de regulación laboral (que incluyó piezas emblemáticas de legislación, como el Estatuto del Peón, las vacaciones pagas, el salario mínimo vital, la doble indemnización o el aguinaldo) y de intervención en los sistemas de resolución de conflictos, que incluía la creación de diversas instancias administrativas, el desplazamiento de la Justicia ordinaria de su jurisdicción sobre ciertas materias y la creación de un fuero enteramente nuevo. La cuestión era urgente: Perón temía –y probablemente con razón– que su reforma laboral fuera a naufragar en los estrados de un Poder Judicial dominado por ideas conservadoras y lejano al espíritu de la nueva legislación social que venía desarrollándose en el mundo desde principios del siglo XX (el “nuevo derecho”, como lo había bautizado Alfredo Palacios en 1920) y que él iba a adoptar como propia en el país.
Para obturar esos riesgos, Perón hizo esencialmente dos cosas. Por un lado, creó un sistema nacional de conciliación y arbitraje obligatorio en las delegaciones regionales de la Secretaría distribuidas en todos los puntos del país, para entender en los conflictos que se suscitaban entre empleadores y trabajadores –un verdadero sistema de justicia laboral administrativa en manos del Estado Nacional–. Si bien las decisiones que tomaban esos tribunales no eran vinculantes y los patrones podían no aceptarlas, en la práctica ese paso procesal se convirtió en la primera instancia de los litigios laborales, ya que allí se practicaba la instrucción (recepción de demandas, presentación de pruebas, citación de testigos) de lo que luego eventualmente continuaba en la Justicia. Esto, más las otras actividades que realizaban estas delegaciones (una amplia divulgación de los nuevos derechos entre los trabajadores de cada localidad, invitación a denunciar incumplimientos, asesoramiento legal y representación gratuita ante los tribunales), suscitó entre sectores propietarios y empleadores, así como en el ambiente judicial, un generalizado repudio. La intervención del Ejecutivo en materia judicial se consideraba aberrante, igual que el marcado ambiente “obrerista” que se respiraba en dichas oficinas y durante esos procesos, carentes de imparcialidad. Por su parte, la incitación a los trabajadores a denunciar y judicializar sus reclamos, a la vez que alteraba la paz social, ocultaba mal la intención del gobierno de querer movilizarlos con fines políticos.
Un editorial de este mismo diario, de 1946, resumía esas quejas: “La actuación de la citada Secretaría en los conflictos obrero-patronales […] se ha distinguido por su carácter militante a favor de los asalariados y por el tono descomedido, cuando no ofensivo, con que se refiere a las actitudes de las empresas. […] ha conseguido agriar las disputas y crear una atmósfera de enardecimiento favorable a otros fines”.
Lo otro que hizo Perón para evitar que sus nuevas leyes laborales fueran a fracasar ante los estrados de la Justicia Civil fue crear, por decreto de 1944, los Tribunales del Trabajo, un viejo proyecto por el que una corriente polifónica de laboralistas (del socialista Alfredo Palacios al liberal Joaquín V. González, pasando por otros maestros del derecho laboral de distintas extracciones como Leónidas Anastasi, Alejandro Unsain, o Carlos Saavedra Lamas) había venido bregando desde principios del siglo XX, desde los claustros universitarios y a través de la elaboración de diversos proyectos de ley que, una y otra vez, habían naufragado en el Congreso Nacional durante cuarenta años. Irónicamente, el nuevo fuero –que nacía de la crítica de esos voceros del “nuevo derecho” a la insuficiencia del derecho y la Justicia Civil para atender los conflictos entre capital y trabajo– llegaba ahora de la mano de un coronel que no ocultaba su desconfianza en el Poder Judicial y a través de un decreto de un gobierno de facto.
A pesar del consenso existente en la Argentina y el mundo sobre la necesidad de crear un fuero especial para los conflictos laborales (para 1944 la mayoría de los países occidentales, incluidos los de la región, los había creado) la forma y el momento en que fueron alumbrados en nuestro país hicieron que el proceso se desarrollara en estas tierras en un contexto de gran polarización. El pecado original de su alumbramiento por decreto y, sobre todo, el nombramiento por la misma vía de los primeros jueces y camaristas del trabajo del país –que abiertamente se confesaban “peronistas”– fue objeto de renovadas críticas desde la familia judicial, que hacia 1945 tomó la forma de una verdadera escalada. Mientras algunos colegios de abogados denunciaban su inconstitucionalidad y la Corte Suprema –ya entonces enrolada en la oposición acérrima a Perón– se negaba a tomar juramento a los jueces del nuevo fuero, Perón celebraba la creación de la justicia de los trabajadores –por oposición a la existente, la de la oligarquía– “a fin de que la justicia este en manos de verdaderos magistrados y no de quienes buscan la forma de violarla”.
Reformismo judicial y pelea con la corporación jurídica son así un clásico del peronismo. Pero trazados esos parecidos entre el presente y el peronismo embrionario de 1943, corresponde también resaltar algunas diferencias claras. Guste o no, la reforma que emprendió Perón tenía un propósito claro y una mística muy marcada: se trataba del otorgamiento de nuevos derechos y protecciones a los trabajadores argentinos y en particular de la vigilancia de su aplicación. Por otro lado, el proyecto se sostenía en bases doctrinarias muy sólidas, como era la tradición del nuevo derecho social imperante entonces en el mundo occidental, que propugnaba la necesidad de un fuero especial para aplicarlo. Por fin, como consecuencia de lo anterior, el discurso que lo sostenía era unívoco, elaborado consistentemente por los especialistas de la Secretaría de Trabajo y apoyado por todo el funcionariado de los primeros gobiernos peronistas.
No es fácil discernir alguna de esas características detrás del avance sobre la Justicia de esta versión actual del peronismo. Solo está presente la embestida discursiva contra el sistema judicial existente, lo que no solo no hace honor a aquel reformismo primigenio sino que, fundamentalmente, no alcanza para darle al emprendimiento la necesaria legitimidad política, moral o jurídica.
Lo otro que hizo Perón para evitar que sus nuevas leyes laborales fueran a fracasar ante los estrados de la Justicia Civil fue crear, por decreto de 1944, los Tribunales del Trabajo
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.