domingo, 4 de octubre de 2020

MITOS Y LEYENDAS DE ARGENTINA


Ecos actuales del Maruchito, niño víctima que devino en milagrero
La creencia en un jovencito que protege a los viajeros que surcan la Patagonia se desplaza a una compañía teatral urbana y sus intentos de recrear el mito
por Ana OjedaTítulo: Paganos (Alto Pogo, 2013) Autor: Antología El extracto publicado pertenece a “Creencias”, de Ana Ojeda, uno de los relatos que integran esta compilación dedicada al santoral popular, que incluye estampas diseñadas por Julián Matías Roldán.




La temática es revulsiva porque implica, convoca la explosión de una religiosidad no regulada por el Estado, un sentimiento visceral que circula, que fluye metamorfoseándose, cambiando de cara para seguir existiendo, para no extinguirse. Es lo mismo que sucede con el Gauchito Gil. Pedrito Farías, casi un niño, ansía la guitarra de Onofre Parada, su capataz. Corre 1800 y pico en algún punto muerto del sur del país, muerto para nosotros, en todo caso, para mí, que soy lo único interesante de este argumento. Aguada Guzmán: 117 habitantes en algún punto de Río Negro al que sólo se puede acceder por ruta 74, de tierra a esa altura, y por Google Earth, que es una maravilla y un sin retorno porque ya nunca volveremos a ser individuos discretos, anclados en un solo lugar y un tiempo específicos. Vivimos la multiplicidad monstruosa de un espejo astillado.
Farías ansía la guitarra. La busca, la cela, la quiere: una noche se atropella, pero Parada lo ve. Con una mirada severa lo inhibe, el que pronto será maruchito deja el fulgor de ese deseo para otro momento. El poder de una mirada. Pedro, Parada. Parada, Pedro. Farías encuentra el momento propicio. En el fogón, medio perdido entre el gauchaje rudo que comparte anécdotas del día, toma la guitarra y se abandona al placer de los acordes. Ahí lo agarra el capataz, ahí lo clava para siempre: en ese deseo. Con dos puñaladas. Después: santuario y mito de maruchito milagrero. Las apariciones. La necesidad de un benefactor, protector de ansias y anhelos. Religiosidad que explota por cualquier lado, por todos al mismo tiempo, que descarapela el cotidiano como si fuera empapelado viejo, necesidad de creer, de no quedarse con lo obvio a los ojos (de nuevo la mirada). [...]
Creo que montar El maruchito es lo mejor para mí, para este momento, para mí en este momento. No puedo menos que rendirme a las evidencias: por el tema, por todo lo que remueve y propone, va como piña para el Teatroxlaidentidad de este año. Tenemos el tiempo justo, los minutos se escurren como granos de arena entre los callos.
—Por eso estamos acá.
—Un sábado a las cuatro de la tarde. Elarte hizo caso omiso de las quejas de su troupe y avanzó hacia el reparto de papeles.
—Pensé en vos, Carola, para Onofre Parada, el capataz, personaje fuerte, de mando, en una palabra: el villano.
—Son dos. Palabras. Son dos: “el” y “villano”. Carola es baqueana vieja en el estudio. Joven mujer envasada en un cuerpo del tipo “grueso”, apenas alcanza las alturas del ombligo de Elarte que, él sí, camina con la cabeza entre las nubes. Carola es gustadora de ordenar y una hábil compiladora de permitidos y prohibidos. Tal vez por eso, a poco de integrarse en el vistoso ecosistema del Teatro Estudio La Urraca, se gana un lugar en el primer cordón del conurbano que rodea a Elarte, que es como decir: su mano derecha […]. Tiene la gorda una archienemiga jurada, cultora del bajo perfil, alfeñique y flaca cerbatana: pongámosle “Cocó”. Desde su aterrizaje en La Urraca, Cocó es vasija para las flores con las que Elarte la sepulta en su velorio semanal de “devolución” a las distintas actuaciones de las máquinas colectivas. Carola resiente ese inexplicable favoritismo, pero lo soporta […].
—Vos vas a hacer de Pedro Farías. Tenés 14 añitos, sos el peón. Te encargás de las mulas y otros menesteres de ese tipo. Sos sufrido y bueno, semilla de argentinidad en potencia —Elarte, las A4 escritas la noche anterior estaqueadas en el hueso de la cadera, apapilladas por su puño nervioso, toma por el hombro a Cocó con la mano libre—. ¿Cómo te ves? ¿Te parece que podés? Cocó se siente capaz y Elarte respira: hay puesta. Los demás: gauchos, peones, el grueso del convoy comercial que llevará a Pedro Farías y Onofre Parada a Aguada Guzmán y su enfrentamiento trágico. […]
Aquí la cuestión es sin red: no hay ensayos ni balidos preliminares. Se sale y se sale: está el público y están los actores poniendo el cuerpo, derroche de energía adrenalínica y fervor para el segundo piso del Teatro Estudio La Urraca. El humilde peoncito sintoniza siglo XIX: bombacha gaucha y alpargatas, boina y pañuelo atado al cogotito de un cuerpo deprimido, todo humildad y candor, que enseguida pactará con la mirada pública un envión de cariño y entendimiento. Es que el pibe ¡es bueno! ¡Es un pan de Dios es! Esforzado, trabajador, pasa el día entero en silencio, como mudo, dándole de comer a las mulas que patean, entendiéndose sin esfuerzo con los perros que siguen en enjambre la caravana y nunca bajan de dos. Parada lo circunda, lo espía, no lo deja en paz, abejorro inquieto con ansias de zambullirse en picada. […]
Caída la noche se hace ronda y se matea en torno a un fogón improvisado en mitad de la nada, a campo traviesa. Están todos —también los perros— menos Parada, que viste su ausencia con la presencia de un vicario: su guitarra. La posibilidad de una melodía que atraviese esa oscuridad, que vuelva pensable el desamparo de un puñado de adelantados perdidos en la extensión árida de la Patagonia fascina a Pedro, empujándolo hacia el instrumento, cuya madera lustrosa refleja las veleidades de las llamas del fogón. Sus ojos la acarician mientras su cuerpo interpreta una danza extraña, probablemente inducida por el frío, a espaldas de los convocados, que cuchichean cuchilleando achuras que cuecen con despaciosidad y parsimonia de hombres solos, ignorantes de lo que es el apuro. Farías baila en la oscuridad, los pies ligeros, casi mudos sobre la tierra áspera, hasta que llega a la guitarra y antes de poder el primer acorde Onofre Parada brama desde un costado haciendo chasquear su látigo.
—¡¿Qué tocás, condenado?! Sacate de ahí si no querés que te haga papilla.
Pedro suelta y corre hacia la noche, muerto de miedo, sin haber probado bocado a refugiarse en la soledad.
 


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.