jueves, 19 de abril de 2018

HABÍA UNA VEZ....

Esta mañana al amanecer, cuando comenzaba mi día, hice lo de siempre: todavía acostado elevé mis piernas en lo alto y al dejarlas balancearse hacia abajo usé la fuerza de la inercia para ponerme de pie de un salto. Y así, como parece un hacer gimnástico, es más bien una bella técnica para sorprender al día con mi alegre presencia, una forma de hacerle saber al implacable tiempo que estoy de pie y que en este nuevo día pretendo lo mejor de él. Quiero comer el mejor durazno, escribir las más bellas palabras, dar el más sentido beso, saborear la más deliciosa ensalada de repollo, retozar la siesta al sol en el más mullido de los pastos. Decirle: "Acá estoy, te quiero de mi lado. No dejaré que la implacable rutina y el miedo aplaquen mis deseos, ansias, afán y anhelo. Ayúdame a cuidar el propio hambre de mi mismo. El que me hace soñar y vanagloriar las más tímidas, íntimas y pequeñas voces de mi individualidad. Porque al fin, para poder dar, compartir, amar y ser generosos debemos irremediablemente creer en nosotros".
Desde donde nace el empeño alimentamos la fuerza para llegar a lo que deseamos ser.
¿Entonces es cuando despertamos de mañana y saltamos de la cama con inquietud buscando algo que nos parece una verdad?
¿O es cuando nos acostamos de noche luego de un día de intentos y comprendemos que fueron más los pasos de retroceso que los de avance, pero aún mantenemos intactos los deseos?


Es que la gloria reside más en la adversidad que en la victoria, o vale más el camino de espinas y abrazos que el fatuo laurel que tantas veces nos deja llenos de ineficaz y silenciosa soberbia. Aquel acto de despertar y poner los pies en el piso es la más contundente muestra de valor que podemos darle a la vida.
Hay una opresión ajena a nuestro deseo que parece querer siempre quedarse con nuestros impulsos, un molde que día tras día nos invita a permanecer dentro de él, parece confortable y lleno de caricias pero lentamente va carcomiendo nuestro hacer y nos deja el alma llena de pequeñas cicatrices, hasta que la convierte en una sola llaga de desesperanza. Llevar en los bolsillos un pequeño paño limpia todo y las hermosas semillas que nos son dadas al nacer, las que guardamos cada día en el mismo bolsillo y no sabemos dónde plantarlas, pero laten y dan luz. 

Aún conservo las mías, las he transportado por sesenta y dos años y cuando me encuentro caído, ensangrentado, pongo las manos en los bolsillos y al sentirlas entre mis dedos me vuelve la fortaleza.
Llego a la cocina y las papas parecen tener mi mismo talante, están hermosamente llenas de tierra y firmes como si las hubieran cosechado ayer.

Junto en mi mesada todo lo necesario; cuchillo de tornear, sal de mar, y lleno de agua helada la más grande de mis cacerolas Essen, voy a hacer papas torneadas para mis truchas enteras pasadas por harina con piel y fritas en aceite de oliva. Las papas ya elongadas se zambullen en el agua con sal de mar. Hierven suavemente para no romperse, tienen espacio, casi no se tocan hasta que estén blandas. Las truchas fontinalis entran en el caldero a freír, se enroscan y doran deliciosamente con la harina. Las sirvo con aioli y las papas con ají molido de Cachi y oliva.
En la cocina, siempre las recetas simples son las más ricas y las más difíciles de hacer. No tienen disfraces; son la esencia del gusto y el festejo.
Por la ventana entra el sol, escucho a Graham Nash, tengo un enorme ramo de flores y a último momento, al sentarse los invitados, aliño la ensalada de endivias con una vinagreta picante de mostaza.

La casa se ve francamente alegre, como yo.
Esta noche, al dormirme, pensaré que el día ha sido heroico y deseo poder comenzar siempre así, lejos de la rutina y cerca de la pasión.

F. M.

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