El extraño fantasma que perseguía a García Márquez
Jorge Fernández Díaz abrió leyendo Mi otro yo, un imperdible texto de Gabriel García Márquez que narra el extraño fantasma que perseguía al autor por todo el mundo.
Hace poco, al despertar en mi cama de México, leí en un periódico que yo había dictado una conferencia literaria el día anterior en Las Palmas de Gran Canaria, al otro lado del océano, y el acucioso corresponsal no sólo había hecho un recuento pormenorizado del acto, sino también una síntesis muy sugestiva de mi exposición.
Pero lo más halagador para mí fue que los temas de la reseña eran mucho más inteligentes de lo que se me hubiera podido ocurrir, y la forma en que estaban expuestos era mucho más brillante de lo que yo hubiera sido capaz.
Sólo había una falla: yo no había estado en Las Palmas ni el día anterior ni en los veintidós años precedentes, y nunca había dictado una conferencia sobre ningún tema en ninguna parte del mundo.
Sucede a menudo que se anuncia mi presencia en lugares donde no estoy. He dicho por todos los medios que no participo en actos públicos, ni pontifico en la cátedra, ni me exhibo en televisión, ni asisto a promociones de mis libros, ni me presto para ninguna iniciativa que pueda convertirme en un espectáculo.
No lo hago por modestia, sino por algo peor: por timidez. Y no me cuesta ningún trabajo, porque lo más importante que aprendí a hacer después de los cuarenta años fue a decir que no cuando es no.
Sin embargo, nunca falta un promotor abusivo que anuncia por la Prensa, o en las invitaciones privadas, que estaré el martes próximo, a las seis de la tarde, en algún acto del cual no tengo noticia.
A la hora de la verdad, el promotor se excusa ante la concurrencia por el incumplimiento del escritor que prometió venir y no vino, agrega unas gotas de mala leche sobre los hijos de los telegrafistas a quienes se les sube la fama a la cabeza y termina por conquistarse la benevolencia del público para hacer con él lo que le da la gana.
Al principio de esta desdichada vida de artista, aquel truco malvado había empezado a causarme erosiones en el hígado. Pero me he consolado un poco leyendo las memorias de Graham Greene, quien se queja de lo mismo en su divertido capítulo final, y me ha hecho comprender que no hay remedio, que la culpa no es de nadie, porque existe otro yo que anda suelto por el mundo, sin control de ninguna índole, haciendo todo lo que uno debiera hacer y no se atreve.
En ese sentido, lo más curioso que me ha ocurrido no fue la conferencia inventada de Canarias, sino el mal rato que pasé hace unos años con Air France, a propósito de una carta que nunca escribí.
En realidad, Air France había recibido una protesta altisonante y colérica, firmada por mí, en la cual yo me quejaba del mal trato de que había sido víctima en el vuelo regular de esa compañía entre Madrid y París, y en una fecha precisa.
Después de una investigación rigurosa, la empresa había impuesto a la azafata las sanciones del caso, y el departamento de relaciones públicas me mandó a Barcelona una carta de excusas, muy amable y compungida, que me dejó perplejo, porque en realidad yo no había estado nunca en ese vuelo.
Más aún: siempre vuelo tan asustado que ni siquiera me doy cuenta de cómo me tratan, y todas mis energías las consagro a sostener mi silla con las manos para ayudar a que el avión se sostenga en el aire, o a tratar de que los niños no corran por los pasillos por temor de que desfonden el piso.
El único incidente indeseable que recuerdo fue en un vuelo desde Nueva York en un avión tan sobrecargado y opresivo que costaba trabajo respirar. En pleno vuelo, la azafata le dio a cada pasajero una rosa roja.
Yo estaba tan asustado que le abrí mi corazón. “En vez de darnos una rosa”, le dije, “sería mejor que nos dieran cinco centímetros más de espacio para las rodillas”.
La hermosa muchacha, que era de la estirpe brava de los conquistadores, me contestó impávida: “Si no le gusta, bájese”. No se me ocurrió, por supuesto, escribir ninguna carta de protesta a una compañía, de cuyo nombre no quiero acordarme, sino que me fui comiendo la rosa, pétalo por pétalo, masticando sin prisa sus fragancias medicinales contra la ansiedad, hasta que recobré el aliento.
De modo que cuando recibí la carta de la compañía francesa me sentí tan avergonzado por algo que no había hecho, que fui en persona a sus oficinas para aclarar las cosas, y allí me mostraron la carta de protesta. No hubiera podido repudiarla, no sólo por su estilo, sino porque a mí mismo me hubiera costado trabajo descubrir que la firma era falsa.
El hombre que escribó esa carta es, sin duda, el mismo que dictó la conferencia de Canarias, y el que hace tantas cosas de las cuales apenas si tengo noticias por casualidad.
Muchas veces, cuando llego a una casa de amigos, busco mis libros en la biblioteca con aire distraído, y les escribo una dedicatoria sin que ellos se den cuenta.
Pero más de dos veces me ha ocurrido encontrar que los libros estaban ya dedicados, con mi propia letra, con la misma tinta negra que uso siempre y el mismio estilo fugaz, y firmados con un autógrafo al cual lo único que le faltaba para ser mío es que yo lo hubiera escrito.
Igual sorpresa me he llevado al leer en periódicos improbables alguna entrevista mía que yo no concedí jamás, pero que no podría reprobar con honestidad, porque corresponde línea por línea a mi pensamiento.
Más aún: la mejor entrevista mía que se ha publicado hasta hoy, la que expresaba mejor y de un modo más lúcido los recovecos más intrincados de mi vida, no sólo en literatura, sino también en política, en mis gustos personales y en los alborozos e incertidumbres de mi corazón, fue publicada hace unos dos años en una revista marginal de Caracas, y era inventada hasta el último aliento.
Me causó una gran alegría, no sólo por ser tan certera, sino porque estaba firmada con su nombre completo por una mujer que yo no conocía, pero que debía amarme mucho para conocerme tanto, aunque sólo fuera a través de mi otro yo.,
Algo semejante me ocurre con gentes entusiastas y cariñosas que me encuentro por el mundo entero. Siempre es alguien que estuvo conmigo en un lugar donde yo no estuve nunca, y que conserva un recuerdo grato de aquel encuentro.
O que es muy amigo de algún miembro de mi familia, al cual no conoce en realidad, porque el otro yo parece tener tantos parientes como yo mismo, aunque tampoco ellos son los verdaderos, sino que son los dobles de los parientes míos.
En México me encuentro con frecuencia con alguien que me cuenta las pachangas babilónicas que suele hacer con mi hermano Humberto en Acapulco.
La última vez que lo vi me agradeció el favor que le hice a través de él, y no me quedó más remedio que decirle que de nada, hombre, ni más faltaba, porque nunca he tenido corazón para confesarle que no tengo ningún hermano que se llame Humberto ni viva en Acapulco.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.