Fernández y López Obrador, juntos por el cambio
Sergio Berensztein
Es muy humano eso de pensar en utopías o en ideas apasionadas con las que entusiasmarnos con mejores horizontes, en especial cuando la realidad es sombría y compleja. Esto ocurre tanto en el plano individual como en el colectivo, que en la práctica aparecen entremezclados: somos parte de un entorno social, en el que interactuamos y formamos nuestras identidades. Algunos lo considerarán una suerte de escapismo; otros, una forma de canalizar frustraciones. Tendemos a construir un prisma simbólico con componentes de naturaleza religiosa o ideológica a través del cual imaginamos un futuro más afable, aunque nunca termine de concretarseo,peoraún,aunquequienesse acercaron a ese ideal en la práctica se alejasen de esos sueños compartidos, debiendo justificar luego las razones del naufragio: intentar la materialización de las utopías suele ser mucho más decepcionante que soportar las condiciones iniciales, por cierto nocivas, que explican su surgimiento. El sangriento recorrido del “socialismo real” es el mejor ejemplo de esta dura paradoja.
Desde que existen registros, una inmensa tradición de movimientos, religiones y personas se propusieron alguna vez cambiar el mundo. Hippies y militares, monjes y catedráticos, filósofos y artistas: iniciativas que se caracterizaron por alcanzar una popularidad inestable y generalmente acotada, pero sobre todo una encarnadura siempre complicada que de ningún modo fueron monopolio de la política. En nuestra época ocurre lo contrario: dada la crisis de los grandes relatos y en una sociedad posmoderna, fragmentada y líquida, que privilegia lo micro y la inmediatez, se desdibujaron categorías como clase, partido o ciudadanía para dar lugar a actores, espacios y vecinos. En ese contexto, tener un techo que no se vuele, una motito para zafar de un transporte público ineficaz e inseguro y, principalmente, algo parecido a un ingreso estable y fijo, aunque sea miserable, se convirtió en la aspiración dominante para demasiados millones de seres humanos con derechos –en la teoría– y demasiadas necesidades –en la práctica–.
A pesar de eso, aquellas utopías nunca desaparecieron del todo. De Thomas Moore en adelante, en todo el espectro ideológico y en todas las variantes que adoptó la vida religiosa siempre hubo organizaciones, grupos y sectas que reivindicaron para sí el sagrado papel de mantenerlas vivas. El anhelo de construir una sociedad mejor continuó transitando su recorrido interminable y en cada parada fue cambiando el significado de lo que los contemporáneos consideraban que era, justamente, “mejor”. Hasta la literatura se hizo eco de esta búsqueda irrefrenable: Cervantes puso en boca del Quijote que “cambiar el mundo no es locura ni utopía, sino justicia”, y John Lennon aseguró, tres siglos y medio después, que aquellas palabras que escuchó Sancho eran las de un soñador, pero que de ninguna manera era el único. Con mucho más énfasis y desenfado, Greta Thurnberg irrumpió con frescura adolescente cuestionando al establishment cuando todavía suponíamos que lo peor que nos podría ocurrir era que se agudizaran las consecuencias del cambio climático.
Hace una semana, durante un evento digital organizado por la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y del que participó el expresidente brasileño Lula da Silva, Alberto Fernández prefirió contradecir esta lógica ubicua y multitemporal: se lamentó de que los únicos mandatarios con voluntad de cambiar el mundo en estos momentos fueran él y su par mexicano, Antonio Manuel López Obrador. Más allá de que esto pone de manifiesto un profundo desconocimiento de las enormes dificultades que está encontrando AMLO para desplegar su agenda de gobierno (se ve además que el Grupo de Puebla, ocupado en combatir el neoliberalismo y el lawfare, no consideró importante debatir las mejores prácticas para enfrentar la pandemia, habida cuenta de los criterios opuestos de los gobiernos de México y la Argentina), supone que el resto de los líderes de la región son campeones del statu quo. No parece una caracterización apropiada para su némesis, Bolsonaro, que llegó al poder gracias a su rechazo a las prácticas del establishment político de su país, del cual uno de sus principales protagonistas era precisamente Lula: a su manera, y con un estilo disruptivo con salidas provocativas a menudo extremas y aun ofensivas, el mandatario brasileño desafía esa concepción edulcorada y reduccionista que Alberto Fernández parece haber desarrollado respecto de esta cuestión. ¿Pueden establecerse las mismas prioridades en sociedades tan diversas y complejas como las latinoamericanas? Cambiar el mundo en Chile puede implicar para los amplios sectores medios y populares que irrumpieron sorpresivamente en la escena pública en octubre del año pasado acceder a bienes públicos esenciales como educación y salud. Para un cubano, vivir en libertad. Para un colombiano, alcanzar la paz interior. Para un centroamericano, migrar a EE.UU. (casi imposible ahora por la estrecha colaboración entre Trump y el idealista López Obrador, que impide que los migrantes lleguen a la frontera con el romántico uso de la fuerza militar). Para un argentino, derrotar a la inflación, tener moneda y un gobierno que no deba definirse como ineptocrático.
¿Qué entenderá Fernández por “cambiar el mundo”? Hasta mayo del año pasado su trayectoria política se limitaba más a un rol de gestor y operador de otros líderes muy diferentes entre sí. Eso no significa que el Presidente haya carecido de una visión propia, idealista, aun utópica. Lo interesante es que pudo mantenerla o incluso pulirla a pesar de haber integrado, en distintas capacidades, los gobiernos de Alfonsín, Menem, Duhalde y los de los Kirchner, además de haber trabajado para Cavallo, Massa, Scioli y Randazzo. De los líderes que dice añorar difícil encontrar en la región alguien más pragmático que Ricardo Lagos. Y más difícil aún es imaginar un perfil menos romántico y altruista que el de Néstor. A comienzos de su gestión, allá por 2003, Alejandro Lerner ya ofrecía una solución muy plástica para un contorsionista veterano como Alberto: “Cambiar el mundo / empieza por ti”.
Así, se reencarna una vez más el concepto de cambio que en nuestro medio fue puesto originalmente en valor hace casi medio siglo por Alfonsín. La matriz semántica de “renovación y cambio” influyó de manera notable en la conformación de posteriores formaciones políticas, desde las sucesivas encarnaciones del Frente Renovador hasta la experiencia de Cambiemos (que copió el andamiaje conceptual de la campaña de Barack Obama, incluyendo el “sí, se puede”). La democracia ofrece un sistema de reglas que permite que convivan y dialoguen todas las concepciones respecto de la manera de cambiar el mundo. Esto supone un intercambio fluido y pasional de ideas, conceptos y propuestas que deben enriquecer el acervo cultural a través de un proceso de deliberación que casi nunca es lo ordenado y prudente que quisiéramos, pero que con el tiempo sedimenta, alimentando la formación de consensos y los pilares de la gobernabilidad. El pluralismo ideológico, la multiplicidad de voces y la libertad de expresión son vitales para alimentar ese debate eterno, tensionado e imprescindible que moldea las preferencias de los ciudadanos y las prioridades de las agendas públicas. Por eso cualquier pretensión de “pensamiento único” es profundamente antidemocrática: las razones y los argumentos deben fluir, contrastarse y nutrir la conversación pública.
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