sábado, 18 de julio de 2020
EL ANÁLISIS DE SERGIO BERENSZTEIN,
La Argentina y el capitalismo, semblanza de un desencuentro
Sergio Berensztein
En todo el mundo gana consenso la idea de revisar el capitalismo contemporáneo, en especial cuestiones como los excesos de desregulación, las serias distorsiones en términos de distribución del ingreso y las inequidades en función de género y de minorías étnicas, culturales y hasta religiosas. En este sentido, el comentario que hizo Alberto Fernández esta semana en el evento de ACDE no parece muy original. Las miradas críticas, aun las de algunos de los voceros históricamente más conspicuos de los valores promercado, se multiplican.
Mucho antes de la megacrisis disparada por la pandemia de Covid-19, el Foro Económico Mundial, que todos los eneros reúne a la crema del establishment global en la ciudad suiza de Davos, promovió debates sobre temas como el cambio climático, el acceso a la educación y la salud y hasta la progresividad de la política tributaria. Algunas de las principales universidades del mundo, incluidas las mejores escuelas de negocios donde se educaron durante las últimas décadas las élites del mundo globalizado, se hicieron eco de esta preocupación y fomentaron discusiones sobre tópicos similares. El tema también se puso de moda en muchos de los más renombrados think tanks de las principales capitales del mundo desarrollado y hasta en algunos organismos internacionales. Casi podría afirmarse que no hacerlo implica desconocer el clima de época. Estos esfuerzos, sin embargo, no permearon en los discursos políticos dominantes. Menos aún orientaron programas de reformas que lograran hacer una diferencia sustantiva. Predomina la sensación de que no hay demasiada urgencia en avanzar en transformaciones concretas: el reunionismo, el turismo académico y la reflexión autocrítica suelen tener efectos catárticos.
Desde que estalló esta crisis sin precedente precipitada por el coronavirus, el Financial Times publica una serie de estimulantes artículos que revisan algunos de los mecanismos que deberían facilitar la conformación de un nuevo y mejorado modelo de capitalismo moderno. Sorprendentemente, exhiben bastantes ideas afines a lo que en algún momento se conoció como el Estado de Bienestar, un formato que fue perdiendo vigencia y popularidad en el contexto de las crisis fiscales de la década de 1970 y el subsiguiente avance del consenso neoconservador. Es decir, en las democracias avanzadas, las “nuevas propuestas” remiten y se asemejan a algunas de las ideas tradicionales en boga hace media y hasta hace más de una centuria atrás: en muchas de esas columnas de análisis y opinión se encuentran puntos en común con lo que desde fines del siglo XIX impulsaron Frank Podmore, George Bernard Shaw y otros miembros de la Sociedad Fabiana, que más tarde formaron el Partido Laborista británico.
El reclamo del presidente Fernández de revisar el capitalismo, en particular a los efectos de dar mayor importancia a los aspectos distributivos e incluso a algunos principios éticos, se dio en el muy apropiado ámbito de ACDE, una organización fundada por otro Shaw, Enrique, uno de los líderes intelectualmente más formados, comprometidos y sensibles de nuestra dirigencia empresarial. Pero llama la atención que no le haya merecido ninguna reflexión el hecho de que, con todas sus obvias imperfecciones, el capitalismo fue capaz de generar, sobre todo en las últimas 7 décadas, una riqueza sin precedente en la historia de la humanidad y oportunidades de mejora material para miles de millones de habitantes, incluidos, gracias a la última ola de globalización, los de los países más pobres. Más curioso es que tampoco haya realizado ningún comentario respecto de que justamente en ese mismo período nuestro país experimentó una notable reversión de su proceso de desarrollo. Tal vez preocupado por defender en Twitter a su jefe de Gabinete y de paso ofender a la prensa independiente, Fernández prefirió ignorar una anomalía de la historia económica: mientras a la enorme mayoría de los países de este planeta les fue notablemente mejor gracias a un sistema capitalista vigoroso aunque perfectible, la Argentina se metió en un callejón hasta ahora sin salida de decadencia secular: un círculo vicioso en el que se combinan y potencian déficits fiscales crónicos, altísima inflación, aumento de la pobreza y la desigualdad, ineficiencia del aparato del Estado, altos umbrales de corrupción y deterioro (pérdida, en realidad) de capital humano.
Con la parcial excepción de algunas políticas promercado implementadas durante la vigencia del régimen de convertibilidad, en esta interminable etapa la Argentina nunca apostó en serio por la competitividad. Con carga fiscal récord, altos costos laborales, infraestructura física inadecuada, cambios regulatorios permanentes y una burocracia lenta e ineficiente, el ambiente de negocios es sumamente hostil y los incentivos para la inversión productiva brillan por su ausencia.
Una de las falencias más importantes de nuestro sistema económico es el tamaño del sistema financiero, insuficiente para dotar de crédito a la producción y el consumo, ni hablar de financiar al sector público. Se trata de una de las consecuencias más negativas de las pésimas políticas públicas implementadas durante las últimas décadas, en particular el financiamiento inflacionario del gasto público y la confiscación del sistema de jubilaciones y pensiones. Con este marco, el Presidente cuestiona al capitalismo financiero, una de las principales víctimas del fracaso argentino y uno de los principales responsables del notable éxito que logró el resto del mundo. El sistema financiero tiene la función esencial de canalizar el ahorro de las personas y las empresas identificando proyectos de inversión con potencial para multiplicarlo a lo largo de un período de tiempo. Un segmento importante de esa industria tiene características especulativas y a muchos eso les molesta: las tasas de ganancia están en función del riesgo que asumen los especuladores adquiriendo activos financieros de relativa baja calidad. Cuanto menos confiable es la persona, la empresa o el país que toma prestado dinero, más cara la tasa de interés que debe pagar y más acumula el especulador. El mandatario de un país con 9 episodios de default a cuestas no parece tener demasiada autoridad moral para elaborar esta crítica. Con todas las trabas burocráticas y la arbitrariedad de las autoridades que dañan y caracterizan nuestro entorno de negocios y hacen que para los ciudadanos sea imposible por ejemplo obtener un crédito hipotecario, sería mejor primero demostrar que nuestros políticos entienden de qué se trata gobernar y generar oportunidades en un sistema capitalista.
Los desafíos que enfrentamos globalmente en esta coyuntura crítica son impresionantes. Para estar a la altura de las circunstancias conviene revisar cada tanto nuestra caja de herramientas en términos conceptuales. Bienvenido el debate sobre el capitalismo, porque necesitamos mucho más de él (de los capitalistas, los emprendedores, los trabajadores y los consumidores) para seguir luchando contra la pobreza y brindando cada vez más oportunidades para todos los habitantes de esta tierra. El Gobierno parece, sin embargo, al menos por la narrativa que lo caracterizó hasta ahora, confiar más en el Estado (que no le ha merecido mirada crítica alguna a pesar de sus groseros fracasos) que en los oxidados mecanismos de mercado que necesitamos reinventar.
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